El silencio tras el susurro era insoportable, el acurrucarse en la cama no ayudó de nada a Elisa, así que decidió permanecer sentada contra la cabecera de la cama, con las rodillas apretadas a su pecho, mientras su corazón golpeaba como un tambor dentro de ella.
Algo sí sabía no lo había imaginado; esa voz había pronunciado su nombre con mucha claridad, con una suavidad inquietante, como si lo hubiera probado en la lengua muchas veces antes de decirlo.
Intentó convencerse de que era parte de su estadía en ese lugar: tal vez los hombres de traje la estaban probando, evaluando su resistencia y su cordura.
Pero ninguna explicación que pasara por su cabeza la tranquilizaba. Lo único cierto era que alguien —o algo— estaba allí, en la mansión, esperándola.
Se levantó, a pesar del temblor en sus piernas, el aire de la habitación parecía haberse vuelto más denso, como si respirar costará un esfuerzo.
—Elisa…
Al escuchar la voz de nuevo se llenó de valor y entonces abrió el cajón de la mesa de noche, esperando encontrar alguna Biblia, una botella de agua bendita, algún crucifijo o al menos un objeto que pudiera ser reconfortante pero lo único que había en el cajón era una vela apagada y una vieja caja de fósforos.
Encendió la vela, la llama se alzó débilmente, proyectando sombras que se retorcían por las paredes, tomó el candelabro, abrió la puerta y salió al pasillo con decisión.
El corredor estaba vacío, pero los retratos antiguos parecían observarla con mayor intensidad que antes; hombres y mujeres vestidos con ropajes de otras épocas, con miradas severas y ojos oscuros. Bajo la tenue luz de la vela, algunos parecían sonreírle con felicidad, otros con malicia. Y eso la hizo dudar en continuar.
Tragó saliva y comenzó a caminar sin mirar los retratos, los pasos de sus botas resonaban sobre la alfombra gastada, demasiado altos en el silencio.
—Elisa… —otra vez la voz, más clara esta vez. Provenía de abajo, de la escalera.
Elisa se detuvo, paralizada, la vela titiló, como si respondiera al sonido.
Reuniendo todo valor, avanzó hasta la baranda y miró hacia el piso inferior. La escalera descendía hasta el vestíbulo, iluminado por lámparas de aceite. Allí no había nadie solo la sombra del candelabro, enorme y deformada sobre el mármol n***o.
Elisa bajó un peldaño y el crujido de la madera pareció gritar en la mansión vacía. Bajó otro. Y otro más. La sensación de ser observada se intensificaba con cada paso que daba.
Cuando llegó al pie de la escalera, el aire estaba más frío; un viento invisible recorrió el vestíbulo, apagando su vela por un instante.
—Elisa…
Con sus manos temblorosas como pudo volvió a encender la vela, maldiciendo en voz baja.
—Elisa… No tengas miedo —escuchó decir.
—¿Quién está ahí? —preguntó, alzando la voz, aunque sonó más como un ruego que como un desafío.
Nadie respondió.
Entonces, de reojo, vio algo moverse. Una silueta fugaz, blanca, que se deslizó detrás de una puerta al fondo del vestíbulo.
El corazón se le disparó. Podía volver a su cuarto, encogerse bajo las mantas y fingir que nada había pasado. Pero el instinto más fuerte fue seguir, como si la curiosidad hubiera vencido al miedo.
Se estaba muriendo de miedo no lo podía negar pero eso no la iba a detener, tenía que descubrir de dónde provenía esa voz.
Avanzó hacia la puerta. Era alta, de madera rojiza, con un pomo de bronce en forma de gárgola. Al tocarlo, un escalofrío le recorrió el brazo. Giró la manija, y la puerta se abrió con un lamento metálico.
Dentro había un pasillo más angosto, descendente, con paredes de piedra y un olor penetrante a humedad. Aylin levantó la vela, y la llama reveló escalones que llevaban hacia un sótano.
La voz sonó allí, más cerca que nunca, suave como un murmullo en su oído:
—Elisa… baja ven a mí te he estado esperando...
La vela tembló en su mano. Cada parte de su cuerpo gritaba que regresara, que cerrara la puerta y corriera lejos. Pero las piernas avanzaron por sí solas.
Bajó despacio, cada escalón un pacto con su propio miedo. El aire se volvía más denso, cargado de un aroma metálico inconfundible: sangre.
Al llegar al final, el pasillo desembocaba en una amplia sala subterránea. Había vitrales clausurados, estanterías con botellas oscuras y una mesa de mármol manchada con lo que parecía óxido… o algo peor.
Colocó la vela sobre la mesa y giró la cabeza. En la penumbra del fondo, entre barrotes, había una puerta más pequeña, pintada de rojo intenso. La pintura estaba agrietada, como si algo hubiera intentado abrirla desde dentro.
La voz volvió, ahora claramente detrás de esa puerta.
—Elisa… eres la adecuada.
El eco de esas palabras se incrustó en sus huesos.
Dio un paso hacia atrás, y sin querer derribó una botella. El vidrio se rompió contra el suelo, derramando un líquido espeso y oscuro que olía a hierro. La vela parpadeó, y entonces lo escuchó: un golpe seco contra la puerta roja, como si algo hubiera chocado violentamente desde dentro.
Elisa ahogó un grito y corrió hacia la escalera, subiendo tan rápido que casi cayó. Cerró la puerta del vestíbulo de un portazo, respirando agitadamente, con el corazón desbocado.
Pero al girar para huir de regreso a su habitación, se congeló.
En lo alto de la escalera, de pie en la penumbra, alguien la observaba. Una figura alta, inmóvil, con ojos que brillaban como brasas en la oscuridad, al mirar de nuevo Elisa se dio cuenta que la figura se desvaneció, corrió de prisa a su habitación. Al llegar empezó a comprender que no estaba sola en la mansión o su mente le estaba jugando una mala broma por los nervios.
Pero algo sí tenía muy claro aquella voz no era un simple susurro de su imaginación, alguien estaba en ese sótano esperando por ella.
Lo que no lograba entender era porque le dijo que era la adecuada…