La Traición
Tres días antes de mi boda, el amor se me volvió veneno.
La tarde era tranquila, la lluvia golpeaba los ventanales del estudio y yo repasaba, por enésima vez, la lista de preparativos. Entre flores, vestidos y llamadas, creía tenerlo todo bajo control… hasta que el teléfono vibró sobre la mesa.
Un mensaje de un número desconocido:
“Si quieres saber la verdad sobre tu novio, ve a esta dirección a las 8:00 p.m.”
Parpadeé incrédula. Pensé que sería una broma, quizá una mala jugada de alguna amiga. Pero mientras intentaba ignorarlo, sentí algo extraño en el pecho, una punzada que me obligó a leerlo una y otra vez.
El mensaje incluía una dirección, un hotel de lujo a las afueras de Madrid.
A las 7:30 p.m., mi coche se deslizaba por las calles húmedas. Iba sola, sin avisar a nadie, con la mente dividida entre el miedo y la necesidad de saber.
Cuando el ascensor se detuvo en el piso indicado, mis manos temblaban. El número 130 brillaba al final del pasillo. La puerta estaba entreabierta.
Escuché risas.
Una masculina. Otra femenina.
Reconocí ambas voces al instante. Mi corazón dejó de latir.
Empujé la puerta con suavidad. El aire olía a perfume caro y a mentira.
El suelo estaba cubierto de pétalos de rosa y ropa desperdigada.
Entre las prendas, vi una camisa blanca: la que yo misma le había regalado a Stiven por nuestro aniversario.
Tragué saliva. Avancé unos pasos.
Las risas se convirtieron en susurros, y luego, en palabras que me desgarraron el alma.
—Solo me caso con ella por su dinero —decía la voz de Stiven, con una frialdad que jamás le había escuchado—. Cuando esté legalmente casado, nos iremos. Quizás ocurra un “accidente”. Podría caerse del yate y ahogarse. Seré un viudo joven… y rico.
Una carcajada femenina respondió.
—Oh, Stiven… cuando muera, todo lo que tiene me pertenecerá. Es solo una maldita engreída. La odio tanto.
Reconocí la voz de inmediato.
Claudia. Mi prima. Mi sangre.
El mundo se me vino abajo. El aire se volvió irrespirable.
Me quedé inmóvil, con los ojos clavados en la puerta entreabierta, deseando que todo fuera una pesadilla.
Salí de allí como una sombra. Mis lágrimas no caían todavía; el dolor era demasiado grande para convertirse en llanto. Conduje sin rumbo hasta que mis dedos, casi por instinto, marcaron un número que conocía de memoria.
—¿Nadia? —Mi voz temblaba—. Te necesito. ¿Puedo ir a tu casa ahora?
Hubo un silencio. Luego, su tono cambió por completo.
—¿Qué pasa, Luciana? ¿Dónde estás? Has estado llorando, ¿verdad?
—No… no ahora. Solo… déjame llegar, por favor. Te lo contaré todo.
Cuando colgué, me di cuenta de que las lágrimas finalmente caían.
Todo lo que había construido —mi empresa, mi vida, mi futuro— se derrumbaba con el eco de esas voces traidoras.
El amor de mi vida y mi propia prima habían planeado mi muerte.
Y, sin saberlo, acababan de despertar algo dentro de mí…
Algo que no pensaban que una Volkov pudiera tener: venganza.