El hombre está parado frente a mí, observándome con una sonrisa de satisfacción que me provoca repulsión. No quiero imaginar las imágenes sucias e ideas depravadas que está creando con mi rostro en ellas.
Cierro el locker, y escucho el eco del mismo sonido al otro lado de la habitación.
—¿Nos vamos? —pregunto, mirando al hombre cuya sonrisa parece incrustada en su rostro.
—¿Me vas a llevar a tu casa? —responde, y sé que lo hace solo para provocarme, para seguir tanteando mis límites.
—Eres un soñador, por lo que escucho.
Mi respuesta lo hace soltar una risotada mientras camina detrás de mí a través de los oscuros pasillos de la fábrica.
—Sal primero. Nos vemos en diez minutos en la antigua fábrica de zapatos.
—No seas así, Maxi. No tiene nada de malo que salgamos juntos. Además, ¿qué me garantiza que no me vas a dejar esperando como un idiota?
—¿Garantía? Ninguna. Pero si no llego, mañana estarás de tan mal humor que querrás desquitarte a golpes conmigo. No llegar sería tonto de mi parte.
—Bien —dice finalmente—, pero podríamos ir a otro lugar. Yo pago.
—No es una cita de amor, Rigoberto. Solo es sexo, y no pienso dejar que nadie me vea contigo.
—Bien, bien... aunque hasta el chico prefirió un mejor lugar.
Veo cómo su corpulenta silueta desaparece por el portón hacia el parqueadero. Pienso en John, que me cae bien, y decido averiguar por él mañana.
Mientras, hablo con Juliana por el celular y le explico que salí tarde y que mataré algo de tiempo comiendo por ahí. Acaricio en mi bolsillo mi nuevo juguete: una navaja de pescador. No tenía idea de lo útil que sería cuando la empaqué esta mañana.
Atravieso el gran portón del parqueadero, no sin antes fumar un cigarrillo con el guardia, asegurándome de que recuerde que fui el último en salir y que lo hice solo. Ya afuera, en el punto ciego de las cámaras, me pongo la capucha de la chaqueta y me dirijo hacia la antigua fábrica, donde sé que Rigoberto estará hecho una fiera por mi tardanza.
—¿Qué tal, damisela? ¿Te demoraste para hacerte desear? Ya estaba pensando que me habías dejado plantado.
La antigua fábrica de calzado cerró hace años, cuando el dueño murió y su hijo, que vivía en el extranjero, no quiso hacerse cargo del negocio. Ahora es solo una bodega gigante, con ventanales rotos, grafitis y basura dispersa por todos lados. Esta noche, por fortuna, no hay nadie más aquí.
Me quito la chaqueta y la dejo en el rincón menos sucio que encuentro. Rigoberto me imita, lamiéndose los labios mientras desabrocha su cinturón y baja la cremallera de su pantalón. Su estúpida sonrisa sigue ahí, y me irrita cada vez más.
—Arrodíllate —le ordeno, cortante, mientras agarro su cinturón con un solo tirón y lo enrollo en mi mano.
—Cuando dijiste que no eras un sumiso, no pensé que fueras un dominador. Sé suave, Maxi, es mi primera vez en este rol.
La situación le divierte, y una vez que se arrodilla, toca mi entrepierna sin dudarlo, desabrocha mi pantalón y libera mi m*****o. La escena me repugna, me transporta a esos años de abusos, primero de mi padrastro, luego de tantos desconocidos. Pero ya no soy aquella persona indefensa. Ahora el dolor no será mío. La estimulación que recibo será lo máximo en materia s****l esta noche.
Es desagradable, pero mi cuerpo responde por sí solo, entrenado por el pasado para evitar castigos peores.
—Date la vuelta —le digo, queriendo terminar con esto de una vez.
—No creí que estuvieras tan bien dotado, Max. No seas gentil, no te contengas —dice, excitado, sin dejar de masturbarse mientras me hace sexo oral. Está tan perdido en su fantasía que no ve lo que está por venir.
—No te preocupes, no pienso contenerme.
Cuando se gira, saco la navaja de mi bolsillo trasero y, con un movimiento rápido, recorro su garganta de extremo a extremo, cortando la yugular. No lo vio venir. Se creyó intocable, un maldito tiburón.
Rigoberto no reacciona, no pone resistencia. No tuve que usar el cinturón, ni volverme creativo. Su sangre salpica la pared, mezclándose con los grafitis. Aunque intenta tapar la herida con las manos, la sangre sigue fluyendo, aunque más lentamente. Un sonido extraño sale de su garganta, y su mirada, primero incrédula, evoluciona a una de miedo puro.
Está muriendo. Es innegable. Avanza hacia mí, pero retrocedo, no pudiendo dejar de mirarlo. Estoy seguro: él me tocó a mí, yo no a él. No hay huellas mías en su cuerpo, y nunca me correría en su boca. Lo único que queda de mí en él es el líquido preseminal que tiene en la boca. Cuando finalmente cae al suelo y su mano pierde fuerza, el chorro de sangre vuelve a salir con fuerza, formando un charco alrededor de su cuerpo.
Tomo un pequeño tarro de aceite que traje de la fábrica y le lleno la boca para eliminar cualquier rastro de ADN.
¿Satisfacción? No, matar no me genera placer. Me genera alivio. Es solo una persona menos, una mala persona que nadie realmente extrañará. Bueno, si, quizás, su madre, si no fue una como la mía.
Pienso en qué hacer con el cuerpo, pero tirarlo al drenaje o esconderlo aumentaría mis riesgos. Así que simplemente doy media vuelta, guardo la correa en mi maleta, me pongo la chaqueta y aseguro que la capucha oculte bien mi rostro. Después, voy a ver a la doña de la esquina para comprar mi acostumbrada arepita con café con leche.
Converso largamente con ella. Me cuenta lo mucho que me ha echado de menos y lo preocupada que estuvo por mí durante mi incapacidad. Como siempre, me invita a conocer a su hija, pero esta vez ya puedo rechazar la oferta con firmeza.
—No puedo, doña —le digo—. Ya tengo novia.