En ese momento, Amal dio un paso hacia la mesa de vidrio, ignorando completamente a Maia que intentaba detenerla tirando suavemente de su brazo. Y entonces, para el shock absoluto de todos los presentes, comenzó a patalear. Literalmente. Como niña de cinco años en plena rabieta. Sus tacones golpeaban el piso de mármol con fuerza rítmica—tap tap tap tap—creando un sonido que resonaba en la sala de conferencias como tambor de guerra. Sus brazos se agitaban en el aire con gestos dramáticos y desesperados. El rímel corrido en sus mejillas se movía con cada sacudida de su cabeza. Era un espectáculo tan absolutamente ridículo, tan fuera de lugar en ese ambiente corporativo inmaculado, que uno de los candidatos sentados tuvo que morderse el labio para no soltar una risa nerviosa. La mujer cand

