Con familia I

3052 Words
  Especulando me quedé dormida. Me restregué los ojos sintiéndome mucho más reconfortada. A mi nariz llegó el delicioso aroma de comida recién hecha. Sobre la mesita había un plato y a su lado una jarra y una taza. Más despejada, me senté lista para comer. Devoré la comida, y al terminar bebí de la boquilla de la jarra. Me sentí satisfecha, con las energías más restauradas. Dejé la habitación, yendo por un pasillito angosto. Al terminar me encontré con la cocina y sobre una de las sillas hallé el gabán que Jon usaba. Antes de tocarlo me volví a todos lados para estar segura que no me veía. Preferí dejar la cocina e irme hacia donde apreciaba a mi parecer el atardecer. Del otro lado del umbral, miré un enorme patio con caballerizas al fondo y una especie de corral contiguo a un seto de viejos maderos. En el corral trotaba un hermoso caballo n***o. Me acerqué a la barandilla para verlo de cerca. Mi piel se erizó al percibir la ventisca fría. El caballo dejó de trotar alrededor del corral, quedé petrificada al verlo ir a mí casi en una carrerilla; tenía el doble de mi altura, pero al acercarse a mí inclinó la cabeza. Su mirada se posó en mis ojos, noté que no había ningún indicio de querer atacarme pese a lo mucho que me amedrentaba su gran tamaño. Temerosa lentamente subí una de mis manos, logré acariciar su sedosa y ondeada crin oscura. Le sonreí más aliviada, él respondió con un relinchido amistoso. ― ¡Es una suerte que tú no seas un grosero como tu dueño! ―No debería estar afuera, sin una capa puesta ―Susurró una voz varonil que me estremeció. Al voltear a ver, vi a Jon, quien usaba un sombrero. Su mirada profunda y atrayente quedó fija al mirarme. No pude rehuir a la gallardía que afloraba en su rostro perfecto. Reconocí el respeto distante y la seriedad absoluta en su manera de mirarme. Salí de mi contemplación de inmediato. ―Sí, pero la dejé adentro, por eso no la tengo ―Le contesté en tartamudeos, disimulando la mucha complacencia que afloraba al tenerle tan cerca. ―Cuando ya está por amanecer el frío es más intenso… ― ¡Espere! ¡Espere! ¿Está por amanecer? ―Sí, así es ―Contestó pacientemente y sin apartar la frialdad de sus ojos. Me ensimismé. Había dormido toda la tarde y casi toda la noche. Apreté los labios al mirar de soslayo a alguien aproximarse. ― ¡Buenos días! ―Saludó una voz femenina alegremente. ―Buenos días, señorita ―Respondió Jon. La vocecita feliz sin duda alguna no podía ser otra que la de Inés. ―Me imagino que ya tiene hambre ¿verdad? Por qué no comemos, el desayuno está listo. ―Muchas gracias, señorita. La sigo ―Expresó Jon cortésmente. No pude ocultar mi incomodidad, me crucé de brazos evadiendo mirarla. Jon lo notó al instante.  ―Ana, ¿vamos a comer? Jon me lo preguntó amablemente, del mismo modo que mostraba su agrado a Inés, pero su mirada me decía claramente que aceptara. ―Está bien. Mi contestación sonó forzada, se hallaba evidente mi desagrado de ir a comer con ellos. Inés no puso ninguna atención a mi desdén, seguía embobada, mirando a Jon. Él le dedicó una sonrisa. Animosamente lo sujetó de un brazo, dirigiéndolo a la cocina. Suspiré para encubrir mi hondo fastidio. Los tuve que seguir, al entrar Jon se sentó al lado de la mesa. Vi varios platos con comida servida. ―Se ve delicioso, muchas gracias. ―Espero que sea de su agrado, Jon. De buen ánimo, Jon empezó a comer. En cambio, había perdido el apetito y de igual manera había devorado el plato de comida que había encontrado sobre la mesa en la habitación. Al instante, entró un joven alto delgado pelirrojo, de piel tan clara como la de Inés. Sonrió mirándola. Ella se hallaba al lado del fuego. ―Buenos días ―Dijo saludando con alegría, pero su vista se clavó en mí confundido. ― ¡Buenos días! ―Saludó Jon. El joven se sentó. Al mirar a Jon, quedó perplejo, poniéndose de pie de inmediato casi de un salto. ― ¿Jonah? ¿Eres tú? ¡No puede ser! Jon rápidamente se paró también. No contestó nada, pero se estrecharon de brazos amistosamente. ―El tiempo no pasa para ti, me alegra verte amigo ―Exclamó el joven pelirrojo sin dejar su asombro de lado. ―Lo mismo digo ―Respondió Jon sentándose de nuevo tranquilamente. Joaquín fijó la mirada en mí abriendo sus ojos a más no poder. ― Es, ¿es tu novia? ¡Vaya! Por fin… Me sentí tan apenada que me sonrojé, la vista del joven recién llegado parecía incrédula, sin dejar de sonreír.  ― ¡No, no! ―Respondimos ambos ―Es mi hermana― Añadió Jon. ― ¿Hermana? Nunca lo dijiste. De verdad que hoy es un día lleno de sorpresas para mí. ― No tuve un momento apropiado para decirlo, se llama Ana. ―Es un placer, señorita ―Dijo él viéndome y haciendo una media reverencia. Ni siquiera le di importancia a su saludo, esbocé una sonrisita tensa. ― ¡Qué agradable volver a verte! Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que estuviste aquí. ―Cierto, Joaquín. ¡Cuánto! Nos dirigimos al noreste debemos entregar una encomienda. Y de paso quería saludarlos y claro presentarles a mi hermana. ― ¡Todavía no lo creo! ―Exclamó Joaquín tomando asiento. En seguida Inés le había servido el desayuno. Pasó un breve momento, veía como todos comían. Confieso que fue raro, todo tan diferente a cómo solía ser en el castillo. ― ¡Buenos días! ―Saludó Doña Marcela con alegría. ― ¡Buenos días! ―Respondimos todos los que estábamos alrededor de la mesa. Jon fue el único que se puso de pie al saludarla. Ella tomó asiento junto a él; casi al instante Inés le tenía listo todo para que comiera. ―Me da mucho gusto que vuelvas a convivir con nosotros, la última vez que comimos juntos fue hace mucho ―Exclamó Doña Marcela con gesto taciturno. El paso del tiempo era evidente en sus cabellos blancos como la nieve y en su piel con surcos, su mirada serena cada vez que veía a Jon se inundaba de amor profundo. Me recordó a mi adorada Sarbelia y lo mucho que la extrañaba, aunque mi nana lucía mucho más joven. ¡Cuán majadera y grosera solía ser con ella! Pesó mucho en mi conciencia recordarlo. ―Sí, es verdad. Lo importante es que usted y sus nietos se encuentran bien. Su respuesta elocuente dejó evidente su deseo de no dar detalles, pero su mirada posada en la anciana detallaba sincera atención y afecto. ―Sabes hijo que no eres ningún extraño para nosotros. Perteneces a mi familia y estás en tu casa. Además, siempre voy a estar muy agradecida a ti… Doña Marcela tensó la mirada, pero no pudo encubrir sus ojos inundados en lágrimas, unas que confesaban gratitud. ―No tiene por qué, señora Marcela. Soy yo quien se siente totalmente en deuda con usted ―La animó, mientras en sus labios se arqueaba una sonrisa amable. ― ¡Qué buen muchacho eres! Con dulzura asomó su mano al brazo derecho de Jon acariciándolo con ternura. La mirada de Jon revelaba verdadero cariño. Concluí que podría ser quizá alguien muy querido de su familia. ― ¡Tu hermano, es un hombre admirable! ―Susurró Inés en un pujido, suspirando. ― ¿Por qué, dices eso? La curiosidad me embargó ante su emotivo cumplido. Con la mirada en blanco se volvió a mí. ― ¿No te ha contado Jon? Su expresión se volvió irresoluta como si hubiera preguntado algo profano. ―No, creo que eso no me lo ha dicho todavía… Intenté suprimir mi enunciado en un reproche, pero mi vista se fijó en Jon declarando mi fastidio al desconocer tal hecho. Jon me echó la vista, inexpresivo. ― ¡Vamos, cuéntemelo! Me gustaría saber qué ocurrió. Reconoció el deje de ironía en mi impostura. Mostró un gesto particular de disgusto, aunque lo encubrió exitosamente evitando mirarme. Indudablemente no quería conversar de nada al respecto, pero al notar que todos en silencio esperábamos su contestación, no tuvo otra alternativa. ―Hace unos años, me dejaron mal herido a las afueras de este pueblo. El esposo de Doña Marcela me trajo a su casa, ambos me dieron los cuidados necesarios para que recuperara mi salud, después de mejorar me permitieron convivir con ellos. Me tomaron como uno más en su familia, me dieron alojamiento, comida, un hogar. Pasó un tiempo y Doña Marcela perdió a su esposo, me quedé con ellos indefinidamente, pero resultó necesario enlistarme en el Ejército del Rey. Un día antes de marcharme tuve que hacer una encomienda y al volver por la tarde, a la única persona que hallé en casa fue a Doña Marcela. Me explicó que, en mi ausencia varios rufianes habían saqueado la casa y se habían llevado a la señorita Inés. Joaquín al oponerse, había sido atacado y Doña Marcela lo encontró atado en el huerto al volver de la plaza. Hice todo lo posible por encontrarla, pude traerla de vuelta… ― Sí, estaba muy asustada, Jon, llegó a tiempo. También trajo todo lo que se habían robado ―Interrumpió Inés, suspirando un par de veces al decirlo. Comprendí el entusiasmo y la gratitud de ambas mujeres. ― ¡Oh, ya veo! ― Exclamé desconcertada. Jon inclinó la vista, sin agregar nada más. Doña Marcela aún estaba muy afectada, quizá recordando todo lo ocurrido. ―Señora, él lo hizo de todo corazón, no se sienta comprometida, sé que es usted muy especial para él ―Exclamé en un susurro manteniendo firmeza al hablar. ― ¡Gracias, Ana! ―Me respondió secándose las lágrimas ―Pero, nunca nos contó que tenía una hermana ―Agregó. ―No tuve oportunidad para decírselo, señora Marcela, por eso he venido― Intercedió Jon. ― ¿Y de dónde vienen y en donde han estado últimamente? ― Preguntó la anciana llena de curiosidad. ―Hemos estado viajando, desde hace mucho. La respuesta de Jon, aunque amable fue evasiva. Joaquín fijó su atención en mí como deseando que agregara algo más. Me hice la desentendida. Jon apartó el plato, había terminado de comer. ―Necesitamos algunas vasijas con aceite, harina y levadura ―Se quejó Inés, refiriéndose a Doña Marcela. ―No te preocupes por eso, ya traje algunas cosas― Contestó Joaquín en un tono cariñoso. ― Sin que nadie te lo pidiera, querido. ¡Eso me asombra! Doña Marcela mostró una ancha sonrisa al decirlo, mientras se limpiaba las lágrimas. ―De hecho, abuela, pasó porque recuerda que tenía que ir a traer algunos pedidos, iba a viajar al pueblo vecino, pero Don Eustaquio lo evitó. Ha surtido a muchos en la plaza, y nos ha pedido no salir innecesariamente de aquí. ― ¿A qué te refieres con eso de no salir? ―Preguntó Inés, frunciendo el ceño. ―Pues compró muchas cosas, dice que no le salieron caras o costosas porque varios mercaderes lograron huir de una especie de m*****e que ocurrió al noreste, justo donde se encuentra el palacio, así que estaban rematando lo que tenían para marcharse de estas tierras. Según él, dice que todos han parecido, ya sabes, el Rey, su familia, cortesanos y sus súbditos de confianza por tropas invasoras. Las pocas familias de los alrededores que no han sido víctimas de lo ocurrido han huido. ¡Imagina la gravedad de lo que pasó si eso es cierto! Estaríamos en serios problemas. Ahora que lo pienso me imagino que Jonah no sabía esto, lo digo porque él viajaría al noreste. Aterrada, imaginé cómo pudo haber quedado el castillo, mientras que Jon no mostraba ningún signo de angustia en su semblante, sólo escuchaba con calma. ―No, no tenía idea, gracias por contarnos ―Mencionó Jon tomando tranquilamente un sorbo de la taza que tenía el brebaje caliente. ― ¡Es horrible! ―Se quejó Inés, al parecer compartía mí mismo espanto.  ―Jon no existe motivo para que viajen allá, tal vez la persona que deseaban ver ya está muerta. ― ¡Hijo, por Dios sé prudente al hablar!! ―Amonestó Doña Marcela casi en un grito, viendo con fastidio a Joaquín. ―No, señora Marcela. Él tiene razón, iremos en dirección opuesta. ― Jon, no entiendo. ¿Qué encomienda deben entregar? Es que si se trata de algo que se puede vender quizá Joaquín lo puede ayudar y así no será necesario que viaje. ― No puede ser, hija, tú también. ¡No es posible que ambos se comporten con tanta imprudencia! ―Reprendió Doña Marcela endureciendo el semblante. ―Es un caballo, pero pensándolo bien, es mejor que lo apropiemos hasta que sea necesario venderlo. Gracias señorita Inés es usted muy gentil. ¿Pasa algo Ana? Veo que no ha comido nada― Expresó Jon volviéndose a mí. Mis ojos se encontraron con los suyos, sin poder reprimir toda la angustia que me turbaba. ―Me atribulé porque… ya no iremos al noreste― Respondí, tomando la taza para beber. Di un trago, saboreando una infusión de hierbas. Él mantuvo la expresión impertérrita. ―No hay razón para ello Ana. Espero que termine de comer. El sorbo pasó en mi garganta con dificultad. No pude alejar de mis pensamientos la ansiedad. ―Jon, ¿qué lugares ha conocido?  ―Indagó Inés, reposando ambos codos sobre la mesa, mientras sus ojos brillaban al mirarle.   La atención de Jon se volvió a ella con ostensible serenidad. La conversación prosiguió entre ambos, de vez en vez Joaquín también preguntaba algo. Hablaron a mi parecer de diferentes asuntos, sin embargo, no les puse atención, mi mente divagó a mi hogar un sin fin de veces. Jugueteé con la comida sin probar nada más que el brebaje. La conversación concluyó en cuanto Doña Marcela dio las gracias. Casi al mismo tiempo Jon y Joaquín se pusieron de pie. Los vi salir al patio. Al volver mi atención al frente, me di cuenta que Inés mantenía una mirada inquisidora sobre mí, Doña Marcela se ocupaba de avivar la lumbre. ― ¿Qué te gusta hacer? ―Preguntó capciosamente. No supe que contestar, pero antes que dijera algo una voz varonil respondió en mi lugar. ―Muchas cosas, sobre todo ayudar. Es una jovencita muy atenta y servicial. Inés mostró una ancha sonrisa mirando por detrás de mis hombros. ―Hija, acompáñame. Tengo que encontrar al pequeño animalito que se inmiscuye siempre en el gallinero ―Dijo Doña Marcela, refiriéndose a Inés. Ella de inmediato acató a sus palabras, juntas dejaron la pequeña cocina. ― ¿Cómo se atreve? ―Reclamé, airada. No se tomó ni la molestia de mirarme, con elegancia sujetó el gabán que yacía en el respaldo de la silla en la cual se había sentado. ―Es malcriada y no ha sido muy cordial, por eso le enseño. A grandes pasos se encaminó al umbral de la cocina, al lado había maderos apilados y algunas ollas grandes. ―Una bestia inculta como usted, no tiene derecho de contestar en mi nombre. No sé nada de ser atenta y servicial. ¿No ha notado que mi oficio es ser servida? ―Gruñí afectada, siguiéndolo. Me detuve de golpe en cuanto él no siguió avanzando. Se volvió a mí con esa mirada aguda, traspasándome. ―Me lo figuro, pero aprender es un talento para cualquiera. Las labores domésticas en una casa tradicional usualmente son ejercidas por cada uno de los miembros del hogar. Es de gran beneficio para todos. Colaborar nunca la convertirá en alguien inferior, señorita. ― ¡Ja! ¿Qué pretende? Convertirme en una criada mientras me observa― Reclamé profundamente injuriada. ― No sea absurda, Princesa. También me corresponde a mí colaborar. Ya se lo dije, en este hogar cualquiera realiza alguna labor en beneficio colectivo y así seguirá siendo, majestad― Concluyó con voz amable saliendo de la angosta habitación. Aligeré la marcha voceando tras él. ― ¿Oiga a donde cree que va? No he terminado con usted. Su deber es cuidar de mí, no tratarme con tiranía. ¿Qué clase de honor… Ah claro, pero que tonta soy, un salvaje como usted… Detuvo una vez más sus anchos pasos, mostrando de nuevo la impavidez en su mirar al volverse una vez más a mí. Apreté la mandíbula viéndolo fijamente.  ― ¿Adivine quien le llevó de comer hace unas horas? Soy quien debe proegerla, entienda: no soy su nana. Articuló la última palabra con despreciable lentitud. Siguió caminando al frente, dejándome con muchas palabras pendientes por decirle. ―Eso es su responsabilidad, es un… Reprimí lo mejor que pude mi irritación al notar a Inés ir hacia nosotros. Jon prosiguió su caminata. ―Ana, no quería molestarte, pero Jon dijo que podrías ayudarme.  No respondí nada, respiraba con dificultad, observando a Jon ir hacia el seto de maderos. Nada ansiaba más que confrontarlo. ―Si quieres algo, dilo. Perdí de vista a Jon. Inés seriamente mantenía sus ojos sobre mí. ―Estoy ocupada, tengo que llevar comida a los animales de la granja. Serías tan amable de ayudarme a recolectar algunos huevos. ― ¡¿QUÉ?! Fruncí el entrecejo indignada. Mostró una sonrisa divertida. ― Lo que escuchaste. Ve.  La amabilidad dejó de encubrir su verdadera intensión evidenciándose en el cambio del tono de su voz dulce por uno autoritario. ― Jon suele ser…  ― ¡Vamos Ana, no es complicado! Simplemente debes tomar los huevos y colocarlos en este cesto. Oh, pero ya veo, no sabes hacerlo, ¿cierto? ―Disintió con cierta desconfianza. Su mirada me enfocó en ostensible incredulidad ante mi actitud evasiva. Extendió una de sus manos a mí, sosteniendo una cesta de mimbre. No se la recibí, sonrió complacida y la dejó a mis pies. Esbozó un gesto mordaz al darse la vuelta. Veía la canasta sin saber qué hacer, no sabía si ganaba el disgusto o el desconcierto en mi mente revuelta.
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