CÓMO TERMINÉ CASADA CON UN ASESINO

2388 Words
CÓMO TERMINÉ CASADA CON UN ASESINO NARRA SKYLAR GREY Un pitido me zumba los oídos. Mi respiración es errática y mi corazón golpea con tanta fuerza mi cavidad torácica, que duele y provoca que hiperventile. Mis manos y todo mi cuerpo, tiemblan por los desenfrenados nervios y el demoledor miedo. Nunca había cometido una sola infracción al conducir; ni una sola multa, ni un solo golpecito o rayoncito al coche, y hoy he causado todo un desastre. —¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho? —jadeo, con la voz entrecortada por mi respiración agitada y por el temblor de mi cuerpo. Abro la puerta del coche y salgo, para inspeccionar lo que he hecho. Mi coche ha arrastrado al otro coche, hasta estrellarlo contra un muro de contención. Me llevo las manos a la boca y ahogo un grito de terror, al ver a la mujer aplastada en el asiento trasero. Lleva puesto un vestido de novia y eso me parece todavía peor, porque me repito que he matado a una chica el día que debía ser el más feliz de su vida. Sin embargo, no tengo mucho tiempo para continuar lamentándome por la mujer, porque un hombre viene hacia mí, avanzando a zancadas, con actitud amenazante. Parece un tren, dispuesto a arrollarme. Su sola presencia me causa escalofríos y me advierte de que estoy metida en un problema más grave de lo que supongo. El hombre es enorme e intimidante. De cabello oscuro y enormes tatuajes sobresaliendo por sus manos y cuello. Viste un traje oscuro que solo lo hace parecer más terrorífico. Me sujeta con fuerza por la muñeca lastimada y me retuerzo de dolor. Comienza a gritarme, hablándome en un idioma que desconozco cuál es, porque no puedo pensar en otra cosa que no sea el miedo y el punzante dolor en mi muñeca. Debe de ser ucraniano o ruso, por la forma en cómo marca la «R» al hablar. Por lo que me dan a entender sus gestos, me está reclamando por lo que he hecho. Su otra mano me señala, mientras continúa gritándome. Quiero hablar, pero es como si tuviera un nudo en mi garganta. Mi rostro está empapado en lágrimas, intento soltarme, antes de que termine de quebrarme la muñeca con su fuerza y, solo entonces, las palabras aparecen por mi boca. —Lo siento... Lo siento... No ha sido mi intención. Hablo atropelladamente. El hombre me mira, con el ceño fruncido, los ojos estrechados y la cabeza un poco ladeada, como si no me entendiera. —¿Estás con los Vasilev? —Niego, sin entender de qué me habla—. ¿Te han enviado los rebeldes que se oponen a nuestro Pakhan? —No sé de qué habla, señor —lloriqueo—. Yo... Yo... Yo solamente... —más lágrimas se escapan de mis ojos, lo que enfurece más al hombre, pero, para mi suerte, las patrullas policiales, equipo de rescate y los paramédicos comienzan a llegar y el terrorífico hombre me suelta, casi empujándome y lastimando más mi muñeca, cuando algunos policías se acercan a nosotros. Estoy descontrolada, pero logro rendir una declaración de lo sucedido a los policías. No sé si me creen o no, pero me dicen que estaré bajo detención, aunque no me llevan detenida a ninguna comisaría porque los paramédicos me trasladan al Hospital General de Brooklyn, junto con mi padre malherido, para que me revisen la muñeca y otros golpes leves. Una patrulla nos acompaña, imagino que para cerciorarse de que no voy a escapar. Lo último que veo cuando la ambulancia comienza a alejarse, es a aquel terrible hombre hablando con el jefe de la policía, con mucha complicidad. [...] —Su mano debe permanecer en reposo por lo menos durante tres semanas —indica la doctora que me revisa—. Tiene mucha suerte de no haber sufrido ninguna rotura, después del golpe que ha recibido. Tiene muy buenos huesos. Suspiro y asiento con un meneo de mi cabeza. Sus palabras cálidas y amables no me alientan en lo más mínimo. ¿De qué sirve una mano no fracturada, si no la puedo usar durante tres semanas? ¿Cómo voy a hacer para trabajar? ¿De qué voy a vivir? ¿Quién va a pagar las cuentas? Y, de todos modos, si, en algún caso pudiera encontrar la forma de trabajar con una mano lastimada —que en mi caso es muy probable que consiga esa forma, porque yo siempre me las ingenio—, ¿de qué serviría, si voy a ir presa por haber matado a esa mujer? Las ganas de llorar me vuelven a invadir. No entiendo cómo mi vida se fue a la mierda de un momento a otro. ¿Qué tan salada estoy, como para que me ocurran tantas desgracias? Sollozo y con la otra mano limpio una lagrima que se escapa de mi ojo. —¿Sabe cómo está mi padre? —farfullo y siento rabia conmigo misma, porque todavía estoy preocupada por el causante de todas mis desgracias, cuando lo que debería de estar haciendo es deseando que el diablo venga a llevárselo de una vez por todas. —Él está bien —responde la doctora, esbozando una leve sonrisa—. Está en urgencias, pero está fuera de peligro. Me regaño porque en mi fuero interno tengo una lucha entre si alegrarme o fastidiarme por eso. —He terminado —dice la doctora. —¿Puedo irme? —No. Debe permanecer un rato más en observación, hasta que salgan los resultados de las tomografías que le hemos hecho, para comprobar que no hay golpes internos. Asiento en silencio. La doctora vuelve a sonreír, se despide y se va, dejándome sola en la habitación. Sé que los policías están por ahí, esperándome y vigilándome. Me quedo sentada en el borde de la cama, formulando mil preguntas sin respuesta. Preguntándome qué va a ser de mi vida y hasta me llego a preguntar, ¿por qué no fui yo la que se murió en ese maldito accidente? Ninguna pregunta obtiene respuesta, porque, como si hubiera salido de la escena de una película, la puerta de la habitación se abre de golpe, provocándome un sobresalto. Uno a uno, cinco hombres vestidos de n***o, y luciendo tan espeluznantes como el que me atacó allá donde fue el accidente, comienzan a entrar a la habitación, me rodean y me intimidan. Mi corazón y mi pulso se aceleran, a punto de que me dé un infarto. Como si sirviera de algo, me subo a la cama y me pego a la pared, encogiéndome, hasta volverme una bola. Sé que vienen a arreglar cuentas conmigo, porque entre ellos está el hombre de antes. Los miro, uno a uno, contemplando sus sombríos rostros, sus expresiones duras y diabólicas, y sus miradas asesinas. Son grandes, corpulentos, todos vestidos con esos elegantes e impecables trajes oscuros, con enormes tatuajes marcando la piel de sus manos y cuello, algunos con cicatrices. Dos de ellos parecen ser gemelos muy idénticos, lo que los diferencia es que uno de ellos tiene un parche en el ojo izquierdo, cubriendo una enorme cicatriz que parte su hermoso rostro de Adonis en dos, desde la frente hasta el cuello. Como si eso fuera poco y mi corazón ya no estuviera sufriendo demasiado, un sexto hombre aparece por la puerta. Ni los otros cinco hombres juntos me provocan tanto terror como me provoca aquel hombre que parece el mismo diablo. Exuda furia por los poros y su mirada glacial destila odio puro hacia mí. Su rostro es infernal, está contraído por la ira, y no me ha matado con la mirada, porque simplemente no se puede. Con una voz profunda y amedrentadora, habla en ese mismo idioma que todavía no logro identificar con claridad, sin verme, se está dirigiendo a sus hombres. El otro hombre, el del coche del accidente, le responde en el mismo idioma. El diablo asiente y regresa su mirada enfadada a mí. Con un tronar de dedos, le hace una señal al del parche y este da una zancada, hasta pararse a un lado de la cama. Estira su brazo, me agarra con fuerza por el hombro y me arrastra hasta llevarme de regreso al borde de la cama, en donde el diablo me acorrala. —¿Quién te dio la orden de matar a Shirly? —ruge en mi cara. —Nadie... Nadie... —¡Dime quién ha sido! —Alza la voz con ferocidad. —Ha sido un accidente —lloro, cerrando los ojos y cubriendo mi rostro con mis manos, como si eso va a protegerme del arma plateada que el hombre del coche ha apuntado hacia mi cara. —¡Di la verdad! —exige, como si no me creyera ni un poquito. —Se lo juro —lloriqueo—. Fue un accidente. Yo no quería hacerlo... No puedo seguir hablando, me ahogo con mi pronto llanto y eso parece que conmueve un poquitito a uno de los hombres, el mayor de los seis; un hombre calvo, de unos cincuenta. —No creo que esté mintiendo, Pakhan. Creo que lo que dice es verdad: ha sido un accidente. —Así ha sido, se los juro —interrumpo—. Mi padre estaba borracho, ha discutido conmigo mientras yo conducía, me agarró, luche con él y cuando menos esperé, estaba golpeando el coche... Otra vez el llanto me atragantó y volví a esconder mi rostro entre mis manos. No lo puedo ver, pero sí siento el puñetazo que el diablo suelta contra la cama, porque esta se estremece. Él ruge con ferocidad y, endemoniado, destapa mi rostro y me sujeta por la nuca y el nacimiento de mi cabello, y me obliga a verle. —Accidente o no, has arruinado mis planes y debes pagar —amenaza. Me suelta, empujándome contra la cama y se dirige al de la pistola: —¡Mátala! Oigo el ’clic' del seguro del arma y contengo el aliento. Mi corazón está a nada de estallar y comienzo a ver mi vida pasar por mi mente. «Voy a morir», pienso, y rápidamente maquino algo que pueda salvar mi vida, pero lo único que se me ocurre es suplicar. —Por favor no... Tenga piedad de mí. No me mate... No me mate... —pido con las manos unidas frente a mi rostro, como si estuviera rezando. No sé si el mismísimo Dios me ha escuchado, pero el hombre mayor vuelve a interceder. Se acerca al diablo y le susurra algo al oído. El demonio lo mira, con el ceño fruncido, y una sonrisa diabólica y espeluznante aparece en su boca. Vuelve a acercarse a mí. Otra vez me sujeta por la nuca y el cabello y pega su rostro al mío, dejándolo a escasos centímetros. —¿Cuál es tu nombre? —pregunta. Trago saliva a lo grueso. —S-Skylar... Skylar Grey. —La sonrisa en su boca se ensancha. —Yo necesitaba casarme, Skylar Grey, pero tú has arruinado mis planes. ¿Cómo vas a enmendar los problemas que me has provocado? Lo miro, sin saber qué responder, pues no tengo idea alguna de lo que habla. —Necesito una esposa —dice con frialdad, como si hablara de un par de calcetines—. ¿Dónde puedo conseguir una esposa para ya mismo? Sigo viéndolo sin entender. Esperando que le dé la orden a su matón, para que acabe con mi vida. —Elige, Skylar Grey, ¿prefieres morir o prefieres convertirte en mi esposa? Otra vez me atraganto y nada tiene que ver con el llanto. Mis ojos se abren con mucha amplitud y lo observo, desconcertada. «¿Es en serio lo que ha dicho? ¿Quiere que me case con él, para salvar mi vida?». —¡Elige de una puta vez! —grita, furioso y amenazante—. ¿La muerte o el matrimonio? No tengo idea de quién es aquel hombre, pero me aferro a mi única esperanza de vida. Ya luego me preocuparé de los otros problemas. Mi prioridad en ese momento es mantenerme con vida. —Voy a casarme con usted —respondo—. Seré su esposa... Seré su esposa. Ríe descabelladamente y me suelta. Se alisa la ropa con las manos, se peina el cabello hacia atrás y descontractura su cuello. —Vladimir, consigue un cura y tráelo aquí. Nos casaremos en la iglesia del hospital lo más pronto posible. Así que apresúrate. —Sí, Pakhan — responde el tal Vladimir y rápidamente se va. Los cinco se quedan ahí. No me miran y hablan entre ellos, en su idioma. Aunque no me presten total atención, son amenazantes y ni loca me atrevería siquiera a moverme. Un rato después, el tal Vladimir regresa y habla en su idioma. El demonio habla y el del parche y el de la pistola asienten. Dan la vuelta y vienen hacia mí. Me agarran por los hombros y a rastras me sacan de la cama y de la habitación, caminando detrás de los otros. Llegamos hasta la pequeña camilla del hospital, me lanzan al suelo y caigo de rodillas frente al altar. El cura está tan asustado como yo lo estoy. Nos pregunta nuestros nombres y solamente ahí me entero de que mi futuro esposo se llama Alexei Rhyzov. El cura oficia la ceremonia rápidamente, de tal manera que solo debemos decir el «Sí, acepto». Gracias a Dios no hay beso. Tampoco hay felicitaciones, ni nada por el estilo. Pero, el diablo les da la orden de sacarme de ahí, entonces hablo. —Señor, disculpe, pero no puedo irme. —¿Por qué no? —ruge, como si pensara que me estoy negando a cumplir su petición. —Eh, porque la policía me ha detenido y debo ir presa. El hombre emite una risa macabra y niega, como si mi comentario le causara diversión. —Eso ya está arreglado —dijo—. No vas a ir a ninguna prisión. Lo miro con el ceño fruncido y con una estúpida expresión de confusión en mi rostro. —Yo me encargué de comprarte —agregó con una sonrisa en su boca y los hombros encogidos—. La mujer que arruinó mis planes, iba a ser mía, viva o muerta.
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