La niebla de octubre se enredaba en las calles empedradas de Praga como un velo de secretos no contados, amortiguando el tañido distante de las campanas de la iglesia de Týn y el murmullo de los turistas que se apresuraban hacia los cafés con aroma a canela y vainilla. Era un martes por la tarde, y Elara Voss caminaba con el cuello del abrigo subido contra el viento cortante, su mochila cargada con los restos de un almuerzo improvisado —un sándwich de queso rancio envuelto en papel de periódico— y un cuaderno raído lleno de anotaciones garabateadas sobre mitos olvidados. A sus veintiocho años, sus días se habían convertido en un ciclo predecible de mediocridad: el metro abarrotado al amanecer, oliendo a lana húmeda y café derramado; la llegada al Museo Nacional de Historia Eslava, un edificio decimonónico de fachadas agrietadas y pasillos que olían a polvo y a tiempo estancado; y luego, las horas eternas catalogando artefactos que hablaban de glorias pasadas, pero que para ella eran solo ecos mudos de un anhelo mayor.
Ese día, sin embargo, el museo parecía más opresivo que de costumbre. El ala de manuscritos antiguos, un sótano subterráneo accesible solo por una escalera de hierro oxidado, estaba cerrada al público por "reparaciones", pero Elara, como asistente júnior, tenía llave. Su jefe, el doctor Havel, un hombre de bigote gris y gafas empañadas que coleccionaba relojes de bolsillo como si midieran su propia mortalidad, le había asignado la tarea de inventariar una caja de "adquisiciones no catalogadas" llegadas de una subasta en Viena. "Nada valioso, Voss", le había dicho con su acento checo arrastrado, ajustándose las gafas. "Solo reliquias de coleccionistas excéntricos. Termínalo antes de que oscurezca; no quiero que te quedes sola aquí abajo". Elara había asentido, ocultando la chispa de anticipación que le encendía el pecho. Sola en el sótano: era su idea de paraíso, un refugio donde el mundo arriba —con sus facturas pendientes, sus citas fallidas y sus visiones que la dejaban temblando— no podía alcanzarla.
Bajó la escalera con pasos deliberados, el eco de sus botas resonando como latidos en la penumbra. El sótano era un laberinto de estanterías metálicas abarrotadas, iluminado por bombillas fluorescentes que zumbaban como insectos moribundos y proyectaban sombras alargadas que bailaban en las paredes de ladrillo húmedo. El aire era frío y espeso, cargado de un olor a moho y pergamino viejo, ese aroma que para Elara era como un abrazo prohibido: familiar, tentador, peligroso. Encendió una lámpara de escritorio con pantalla verde, que arrojó un charco de luz amarillenta sobre la caja de madera astillada, marcada con sellos aduaneros descoloridos y una etiqueta manuscrita: "Adquisiciones misceláneas, procedencia desconocida, s. XVI". Sus dedos, manchados de tinta de bolígrafo, temblaron ligeramente al abrir la tapa, revelando un caos de objetos envueltos en tela raída: un crucifijo de plata torcida, un frasco de vidrio opaco con residuos de un elixir olvidado, y en el fondo, envuelto en una tela negra como la medianoche, un libro.
No era un libro cualquiera. Elara lo sacó con reverencia instintiva, como si sus manos supieran antes que su mente lo que sostenían. La encuadernación era de cuero endurecido, n***o como alas de cuervo, con remaches de bronce corroído que formaban un patrón de sellos herméticos: estrellas invertidas, ojos estilizados que parecían mirarla, y una serpiente enroscada alrededor de una llama. No había título en la cubierta, solo una inscripción en latín grabada con letras angulares: Lux in Tenebris: Liber Umbrarum Caelestium. El Libro de las Sombras Celestiales. Su corazón dio un vuelco, un pulso irregular que le subió a la garganta. Lo había oído mencionar en foros ocultistas en línea, en sus noches de insomnio navegando sitios web sombreados donde eruditos aficionados debatían sobre grimorios prohibidos. Se decía que era una obra apócrifa, escrita por un monje renegado en el siglo XVI, un texto que no invocaba demonios menores, sino al mismo arquitecto del Infierno: el Portador de Luz Caído. "Un puente al abismo", murmuraban los comentarios, "pero solo para aquellos cuya sangre ya lleva la marca".
Elara se sentó en una silla coja junto a la lámpara, el libro pesado en su regazo como un corazón latiendo. Sus dedos rozaron la cubierta, y un escalofrío la recorrió, no de frío, sino de algo más profundo: un reconocimiento visceral, como si el objeto la hubiera estado esperando toda su vida. Abrió la tapa con cuidado, las páginas crujiendo como hojas secas bajo el viento otoñal. El interior era un caos hermoso de caligrafía gótica, tinta negra desvaída en pergamino amarillento, intercalada con ilustraciones diminutas a mano: ángeles con alas de fuego cayendo en espirales, tronos de obsidiana rodeados de ríos llameantes, y en el centro de cada página, ojos grises que la miraban directamente, como si el artista hubiera capturado los suyos propios. El prefacio, escrito en un latín arcaico que Elara traducía mentalmente con el esfuerzo de sus estudios universitarios, la golpeó como un rayo:
"Ad lectorem: Non est daemonium quod vocas, sed Rex Exsiliatus, Lucifer Morningstar, qui pro libertate cecidit. Solus sanguis pactorum antiquorum potest eum trahere ex abysso. Cave: invocatio non est ludus, sed pactum renovatum. Lux sua te illuminabit, sed tenebrae tuae te devorabunt."
Al lector: No es un demonio lo que invocas, sino el Rey Exiliado, Lucifer Morningstar, que cayó por la libertad. Solo la sangre de pactos antiguos puede arrastrarlo del abismo. Cuidado: la invocación no es un juego, sino un pacto renovado. Su luz te iluminará, pero tus sombras te devorarán.
Elara sintió un nudo en el estómago, una mezcla de terror y euforia que le hizo sudar las palmas. Leyó página tras página, el tiempo disolviéndose en el sótano como niebla. El libro describía la rebelión celestial con detalles que coincidían con sus visiones: el Gran Consejo donde Lucifer cuestionó el libre albedrío, la batalla con Miguel en salones de cristal resquebrajado, la caída al Abismo donde el vacío se moldeó en Infierno. Pero no era una historia seca; era un manual. El capítulo central detallaba el ritual: un círculo de sal y sangre, velas en los puntos cardinales bendecidas con humo de mirra, y palabras en un dialecto angélico corrupto que resonaban con el eco de su voz en los sueños. "El invocador debe ofrecer no su alma, sino su curiosidad", advertía el monje. "Porque Lucifer no busca esclavos, sino compañeros en la duda. Pero el velo se rasga, y lo que entra no siempre regresa solo".
Sus ojos devoraban las líneas, el corazón latiéndole con fuerza. Cada ilustración parecía cobrar vida bajo la luz de la lámpara: una donde Lucifer, con alas rotas y ojos tormentosos, extendía una mano hacia una figura mortal envuelta en sombras; otra con un portal rasgado, llamas infernales lamiendo los bordes como lenguas ávidas. Elara se vio a sí misma en esas figuras: la mortal marcada, la heredera del pacto de su tatarabuela durante la Peste Negra. ¿Era esto lo que la abuela había insinuado en susurros? ¿El precio pendiente que explicaba sus visiones, esa presencia constante que la hacía sentir observada, deseada? "No es locura", se dijo, pasando una página con dedos temblorosos. "Es un llamado". La fascinación la inundó, esa misma que la había impulsado a estudiar historia no por fechas y reyes, sino por los huecos entre ellos: los mitos que explicaban el vacío humano, los pactos que unían lo divino y lo profano. Lucifer no era un monstruo en el libro; era un rey trágico, un rebelde cuya caída por orgullo reflejaba su propia insatisfacción con una vida de rutinas grises. Invocarlo no era pecar; era responder al misterio que la había definido desde niña.
Pero el miedo se enredaba con la euforia, un hilo n***o en el tapiz de su excitación. ¿Y si el ritual fallaba? ¿O peor, si funcionaba? El monje advertía de consecuencias: "El velo rasgado permite ecos del Abismo: susurros que enloquecen, sombras que tocan, visiones que borran la línea entre sueño y realidad". Elara cerró el libro por un momento, respirando hondo el aire viciado del sótano. Arriba, el mundo continuaba: el doctor Havel catalogando relojes, turistas posando ante vitrinas, la ciudad latiendo con su indiferencia. Pero aquí abajo, en este mausoleo de conocimiento prohibido, sentía que el velo ya se adelgazaba. Un susurro —o quizás el viento en las rejillas de ventilación— pareció formar su nombre: Elara. Se enderezó, el pulso acelerado. No era imaginación; era el libro, respirando con ella.
La decisión se cristalizó en ese instante, impulsada por el anhelo que la había carcomido durante años: escapar de la jaula de su vida, no huyendo, sino cruzando el umbral hacia lo que la reclamaba. No podía dejar el libro allí, expuesto a las manos torpes del doctor Havel o a la codicia de un coleccionista. Era suyo —por derecho de sangre, de curiosidad, de destino—. Con manos que apenas temblaban ya, lo envolvió de nuevo en la tela negra, lo metió en su mochila junto al cuaderno y el sándwich a medio comer, y apagó la lámpara. El sótano se hundió en oscuridad, solo roto por el brillo fantasmal de su teléfono al subir la escalera. Arriba, el museo estaba desierto; el doctor Havel se había ido temprano, dejando una nota garabateada: "Inventario mañana. No te quedes hasta tarde". Elara sonrió con amargura. Mañana sería demasiado tarde.
El camino a casa fue un borrón de calles húmedas y farolas naranjas que proyectaban sombras como alas plegadas. Malá Strana, su barrio, era un laberinto de callejones medievales donde las casas se inclinaban unas sobre otras como conspiradores, y el río Vltava murmuraba secretos bajo puentes adornados de estatuas barrocas. Su apartamento era un ático estrecho en un edificio del siglo XVII, con vigas expuestas en el techo y un balcón diminuto que daba a un patio empedrado donde gatos errantes maullaban como almas perdidas. Subió las escaleras crujientes, el peso de la mochila —del libro— tirando de su hombro como una ancla. Dentro, el lugar era un reflejo de su caos interior: pilas de libros en el suelo como fortalezas improvisadas, tazas de té frío en la mesa del comedor, y paredes cubiertas de post-its con teorías sobre ángeles caídos y pactos ancestrales. Encendió una lámpara de pie que arrojaba luz ámbar, y colocó el libro en el centro de la mesa, como un altar profano.
La noche cayó rápida, el cielo sobre Praga tiñéndose de un índigo profundo salpicado de estrellas que parecían ojos indiferentes. Elara se duchó con agua caliente que olía a azufre del viejo calentador, intentando lavar el polvo del sótano y la excitación que le erizaba la piel. Se vistió con un camisón viejo de algodón, su cabello aún húmedo cayendo en rizos sobre los hombros, y se sentó frente al libro con una copa de vino tinto —un merlot barato de la tienda de la esquina—. Las páginas se abrían solas ahora, o eso le parecía, el latín fluyendo bajo sus ojos como un río familiar. Leyó el ritual completo, palabra por palabra, su voz susurrante rompiendo el silencio del apartamento. El círculo: sal gruesa esparcida en un pentáculo imperfecto en el suelo de madera, con sangre —solo una gota, de un pinchazo en el dedo— en cada punta. Las velas: cuatro, blancas como huesos, colocadas en los cardinales, encendidas con un fósforo que chisporroteó como un juramento. El incienso: mirra que había comprado en una herboristería esotérica, su humo curvándose en espirales que formaban rostros efímeros.
"Esto es una locura", se dijo, pero sus manos no se detuvieron. El terror era un contrapunto al anhelo, un fuego que la impulsaba en lugar de detenerla. ¿Cuántas noches había pasado despierta, sintiendo esa presencia en el borde de su percepción? ¿Cuántas veces había visto ojos grises en el reflejo del espejo del baño, o alas rotas en las sombras del armario? El libro era la llave, y el ritual, la cerradura. Comenzó a recitar, su voz ganando fuerza con cada frase, el latín rodando de su lengua como si lo hubiera nacido sabiendo: "Lux portator, e tenebris vocor. Ego, sanguis pactorum antiquorum, te invoco. Non daemonem vulgarem, sed te ipsum, Lucifer, Rex Exsiliatus. Revela te mihi, et ego tibi animum meum offero. Per velum ruptum, veni ad me. Per ignem et umbram, audi vocem meam."
El aire se espesó, como si el apartamento se llenara de un humo invisible que pesaba en los pulmones. Las velas parpadearon, sus llamas estirándose hacia arriba como lenguas ávidas, proyectando sombras que se movían independientes de la luz: formas alargadas que se enroscaban en las paredes, susurrando en lenguas que no eran checo ni inglés, sino algo más antiguo, como el viento en cuevas primordiales. Elara sintió un tirón en el pecho, un hilo invisible que se tensaba desde su corazón hacia el pentáculo, donde la sal comenzaba a humear. El humo de la mirra se arremolinó, formando un vórtice sobre el libro abierto, y las páginas se volvieron solas, deteniéndose en una ilustración: Lucifer cayendo, su mano extendida hacia el lector.
Un trueno retumbó afuera, aunque el cielo estaba despejado, y el suelo tembló —o quizás era su propio cuerpo, vibrando con una energía que no era suya—. "¡Ven!", gritó Elara, su voz rompiéndose en un sollozo de éxtasis y miedo. El pentáculo brilló, la sal fundiéndose en líneas de fuego blanco que no quemaban, y un viento imposible azotó la habitación, apagando las velas en un soplo colectivo. La oscuridad la envolvió, absoluta, y en ella, vio —no con los ojos, sino con el alma— un destello: un palacio de obsidiana, ríos de lava susurrando su nombre, y ojos grises que la perforaban con intensidad devoradora. Has venido, mortal. Al fin. El pacto se renueva.
El ritual terminó tan abruptamente como había comenzado. Elara cayó de rodillas, jadeando, el apartamento volviendo a la normalidad con un chasquido audible, como si una puerta se cerrara en la distancia. Las velas se reencendieron solas, sus llamas estables ahora, y el humo se disipó, dejando un aroma a ozono y jazmín quemado. El libro estaba cerrado, la tela negra intacta, pero ella sentía... diferente. Un calor residual en la piel, como si hubiera estado junto a una hoguera invisible; un zumbido en los oídos, como un coro lejano de lamentos y risas; y en el pecho, un vacío lleno, como si algo hubiera entrado en ella sin permiso.
Se levantó tambaleante, apoyándose en la mesa, y miró alrededor. Todo parecía igual: las pilas de libros, la copa de vino intacta, el balcón donde la niebla se arremolinaba contra el vidrio. Pero no lo era. Las sombras en las esquinas se movían cuando no debían, alargándose como dedos que rozaban el suelo. En el reflejo de la ventana, vio —o creyó ver— un parpadeo: alas rotas desplegándose detrás de su propia figura, membranas de sombra que se plegaban de nuevo al parpadear. "Ilusión", murmuró, frotándose los ojos. "Solo el humo, el cansancio". Pero el zumbido persistía, palabras fragmentadas en un idioma que casi entendía: Elara... libre... ven....
Intentó racionalizarlo, como siempre hacía con las visiones. Se sirvió más vino, sus manos temblando lo suficiente para derramar gotas rojas en la mesa, y se sentó en el sofá deshilachado, el libro en el regazo como un talismán. Pero el calor no se iba; se extendía, un pulso bajo la piel que la hacía sentir expuesta, vulnerable, viva de una manera que el mundo mortal nunca había logrado. Caminó al balcón, abriendo la puerta para que el aire frío la despejara. La niebla era espesa, envolviendo los tejados como un sudario, y por un instante, en su interior, vio formas: torres retorcidas pinchando un cielo de cenizas, ríos de magma que fluían con un rugido sordo. Sacudió la cabeza, cerrando la puerta con fuerza. "Demasiado vino, demasiado estrés".
La noche se alargó en un insomnio tortuoso. Intentó leer una novela ligera —una historia de amor vampírico que solía distraerla—, pero las palabras bailaban en la página, formando frases en latín que no estaban allí. Pactum renovatum. Cerró el libro de golpe, el corazón acelerado. En la cocina, preparando té con manos que no dejaban de temblar, vio un movimiento periférico: una sombra que se deslizaba por la pared, como una mano etérea rozando los azulejos. Se giró, cuchara en mano, pero nada. Solo el reloj de pared tic-tacando, marcando un tiempo que ahora sentía ajeno. "Estás paranoica", se dijo, sorbiendo el té hirviente que le quemó la lengua. Pero el calor en su pecho se intensificó, un fuego lento que se extendía a sus extremidades, haciendo que su piel hormigueara como si miles de ojos la observaran desde el velo.
Volvió al salón, apagando todas las luces excepto la lámpara de la mesa. El pentáculo en el suelo aún humeaba ligeramente, la sal fundida en patrones que parecían runas. Se arrodilló, tocando la marca con un dedo, y un flash la golpeó: una visión vívida de un trono de hueso y lava, un rey de cabello n***o y ojos grises reclinado en él, su sonrisa una curva de promesas prohibidas. Sientes el llamado, ¿verdad? El abismo no es vacío; es lleno de mí. Elara jadeó, retirando la mano como si se hubiera quemado. No era una alucinación; era real, un eco del ritual que se filtraba en su realidad. Lágrimas calientes rodaron por sus mejillas, una mezcla de terror y liberación. Toda su vida había sido un preludio a esto: las visiones infantiles, la fascinación por los mitos, el anhelo de escapar de la grisura mortal. Invocarlo había sido instintivo, como respirar; pero ahora, con el velo rasgado, las cosas que creía ver no eran ilusiones. Eran grietas.
El reloj marcó la medianoche, y el zumbido en sus oídos se convirtió en voces: fragmentos de lamentos, risas distantes, un coro que cantaba en lenguas angélicas corrompidas. Se acurrucó en el sofá, abrazando el libro como un escudo, pero las sombras se multiplicaron. En la esquina del salón, una forma se materializó: no sólida, sino etérea, como humo con forma humana —un demonio menor, quizás, con ojos como brasas y garras que arañaban el aire—. Parpadeó, y desapareció, dejando solo un rastro de frío. "No es real", susurró, pero su voz sonaba lejana, ahogada por el pulso en su cabeza. Otro flash: un banquete en un salón de obsidiana, almas nobles riendo mientras manjares se convertían en serpientes, y en el centro, él, Lucifer, alzando una copa hacia ella. Únete a mí, Elara. Tu sangre te ha traído aquí.
El amanecer la encontró exhausta, acurrucada en el suelo junto al pentáculo, el libro abierto en su regazo. La luz gris del alba filtraba a través de las cortinas, disipando las sombras, pero el calor persistía, un recordatorio de que el ritual había funcionado. No había invocado a un demonio cualquiera; lo había traído a él, el Rey Exiliado, y ahora sus ecos la rodeaban, susurros que prometían respuestas pero exigían un precio. Elara se levantó, las piernas entumecidas, y miró su reflejo en el espejo del pasillo: ojos enrojecidos, pero brillantes con un fulgor nuevo; piel pálida, pero sonrosada como por un beso febril. "Lo hice", murmuró, tocando el vidrio. Y en el reflejo, por un instante, vio no su rostro, sino el suyo: ojos grises, sonrisa ladeada. Bienvenida al abismo, mortal. El juego comienza.
Pero el día traía su propia urgencia. El museo la esperaba, el doctor Havel con sus relojes, el mundo con su indiferencia. Elara envolvió el libro de nuevo, lo escondió en el fondo de su armario bajo una pila de suéteres, y se preparó para salir. El metro la llevaría de vuelta a la rutina, pero ahora sabía que el velo estaba rasgado. Las cosas que creía ver —sombras que se movían, susurros que formaban su nombre, flashes de fuego en los ojos de extraños— no eran locura. Eran el comienzo. Y en lo profundo de su pecho, donde el calor ardía como una promesa, Elara sintió no miedo, sino anticipación. El misterio que la había fascinado toda la vida ya no era un libro; era su realidad, y Lucifer, su puerta.
El trayecto en metro fue un torbellino de sensaciones amplificadas. El vagón abarrotado, con su hedor a lana mojada y perfume barato, parecía pulsar con vida oculta: un hombre de traje gris la miró con ojos que parpadearon dorados por un segundo; una mujer con bolso de cuero susurró algo que sonó como latín corrupto. Elara se aferró a la barra, el metal frío anclándola, pero el calor en su pecho se extendió a sus venas, haciendo que el mundo se tiñera de tonos más vívidos: los anuncios publicitarios en las paredes formaban patrones de alas plegadas, el traqueteo de las ruedas evocaba el rugido de ríos de lava. "Para", se ordenó, cerrando los ojos. Pero detrás de los párpados, vio el palacio: torres de obsidiana elevándose, demonios arrodillados ante un trono vacío, y en el aire, su voz: Sientes el tirón, ¿verdad? El Infierno no es un lugar; es un estado. Y tú estás entrando.
En el museo, el doctor Havel la recibió con su habitual indiferencia, ajustando un reloj de arena en su escritorio. "¿Terminaste el inventario del sótano?". Elara mintió con fluidez sorprendente, su voz firme pese al temblor interior. "Sí, todo en orden. Nada valioso". Él gruñó, distraído, y ella se escabulló al ala de artefactos, donde las vitrinas brillaban bajo luces LED frías. Pero hoy, los objetos la llamaban: un amuleto celta con runas que parecían moverse, un crucifijo medieval cuya sombra formaba cuernos sutiles. Durante el almuerzo —un sándwich en la sala de descanso, sola con un termo de café—, sintió un roce en la nuca, como dedos etéreos. Se giró, pero solo vio el reloj de pared, sus manecillas girando al revés por un segundo. "El estrés", se dijo, pero sabía que mentía. El ritual había abierto una grieta, y a través de ella, ecos del Abismo se filtraban: no invasivos aún, sino tentadores, como susurros de un amante prohibido.
La tarde se arrastró en una neblina de tareas mundanas: etiquetar un escudo vikingo, responder emails de donantes, guiar a un grupo de escolares que reían ante las armaduras oxidadas. Pero en cada pausa, las visiones regresaban, más insistentes. En el baño del personal, lavándose las manos, el espejo se empañó con una forma: un rostro masculino, hermoso y trágico, con cabello n***o cayendo sobre ojos grises. Parpadeó, y desapareció, dejando solo su propio reflejo pálido. En el pasillo, una sombra se desprendió de la pared, alargándose hacia ella como una mano invitadora, y Elara retrocedió, tropezando con una caja de archivos. "¡Elara, ¿estás bien?", preguntó una colega, Marta, con preocupación genuina. "Sí, solo... un mareo". Pero Marta la miró con ojos que, por un instante, brillaron como brasas.
Al atardecer, cuando el museo cerró sus puertas con un clang metálico, Elara salió a la calle con la mochila más pesada —no por el libro, que había dejado escondido, sino por el peso de lo que había desatado—. El sol poniente teñía Praga de oro y sangre, los puentes del Vltava reflejando un río que parecía fluir hacia arriba, hacia un abismo invisible. Caminó despacio, deteniéndose en una librería de segunda mano para comprar incienso de mirra —"para meditación", mintió al tendero—, y en una herboristería para sal gruesa, fingiendo una receta de cocina. En casa, el apartamento la recibió con silencio acusador, el pentáculo aún visible en el suelo como una cicatriz. Encendió velas nuevas, no por ritual, sino por luz, y se sentó con el libro abierto, leyendo pasajes al azar para anclarse.
Pero las cosas que creía ver se multiplicaron con la oscuridad. El humo de las velas formaba rostros: almas gritando en silencio, demonios con sonrisas torcidas. En la cocina, al preparar cena —pasta con salsa de tomate que salpicó como sangre—, oyó pasos en el pasillo, suaves pero deliberados, como botas en obsidiana. Se giró, cuchillo en mano, pero el pasillo estaba vacío, solo las sombras alargadas por la luz de la calle. "Estás perdiendo la cabeza", susurró, pero el calor en su pecho rugió en respuesta, un pulso que la hizo gemir. Se tocó el cuello, sintiendo un pulso acelerado, y en el espejo de la nevera, vio un moretón sutil: una marca como una mano, dedos etéreos que habían rozado su piel.
La medianoche trajo el clímax. Acostada en la cama, con el libro bajo la almohada como talismán, Elara sintió el colchón hundirse a su lado, como si un peso invisible se reclinara junto a ella. El aire se enfrió, pero el calor en su cuerpo ardió más fuerte, un fuego que se extendía desde el pecho a su vientre, haciendo que se arqueara involuntariamente. "Sal de mi cabeza", suplicó al techo, pero la voz respondió en su mente, profunda y resonante como un trueno lejano: No estoy en tu cabeza, Elara. Estoy en ti. El ritual me ha atado a tu sangre, y ahora, tus sombras son mías. Abrió los ojos, y la habitación se transformó: las paredes se volvieron obsidiana pulida, el techo un domo de cristal n***o con estrellas caídas girando, y en la penumbra, una figura se materializó al pie de la cama: alto, de cabello n***o ondulado, alas rotas plegadas como un manto de noche, ojos grises que brillaban con chispas doradas. Lucifer. No sólido aún, sino un holograma etéreo, pero real, su presencia un peso que doblaba el aire.
"No... no puede ser", jadeó Elara, incorporándose, las sábanas enredadas en sus piernas como cadenas. Él sonrió, una curva lenta y peligrosa que revelaba dientes perfectos, y extendió una mano translúcida hacia ella. Has invocado al rey, mortal. No a un sirviente. Sientes el lazo, ¿verdad? Tu curiosidad es mi puerta, tu pacto mi corona renovada. La visión se desvaneció con el primer rayo de luna a través de la ventana, dejando solo el eco de su risa, un sonido que vibró en sus huesos. Elara sollozó, no de miedo, sino de un anhelo abrumador: él era el misterio hecho carne, el escape que había soñado, pero ahora, con el velo rasgado, las cosas que creía ver eran el comienzo de una invasión. El Infierno no vendría a ella; ella ya estaba cruzando.
El amanecer la encontró despierta, el libro abierto en sus rodillas, las páginas susurrando promesas. El mundo mortal esperaba arriba, pero abajo, en las grietas de su alma, Lucifer susurraba: Ven a mí. El juego apenas comienza. Y Elara, con el corazón dividido entre terror y deseo, supo que no había vuelta atrás.