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Amapolas

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Amapolas es un cuentario que contiene distintas historias que giran en torno a una temática siniestra que recurre a elementos nostálgicos. El título de este cuentario, utiliza el nombre de la flor Amapola haciendo referencia al significado de muerte; una muerte compacta donde los protagonistas apagan sus almas por el acecho constante de un monstruo llamado subconsciente.

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Despojos que embalsaman los recuerdos
En el silencio de la habitación aún pueden escucharse las carcajadas de Ramiro Cueva y del pequeño Andrés. Es como si aún caminaran en puntillas por los pasillos y sus almas se avivaran en el crujir de la vieja madera. De vez en cuando, se oyen susurros o uno que otro plato en la cocina. A veces, ves vagar sus sombras, o juegan contigo en el reflejo del espejo; tal como si se negasen a dejar el hogar en el que se amaron como padre e hijo, y se aferraran a la vida que ya no está. Me pregunto si en algún momento pasará por sus mentes el hecho de que nosotros, quienes los percibimos, somos los otros, y ellos los asustados dueños. Me pregunto si pueden verme, o somos también el crujir de su madera. La esposa de Ramiro Cueva murió cuando Andrés nació. Siempre fueron los dos. Padre e hijo caminaban tomados de la mano cada mañana, y se sentaban frente a un viejo árbol que había frente a su casa. La casa de Ramiro siempre olía a pan caliente y se escuchaban las risas desde la ventana de la cocina que estaba frente a la calle principal del barrio en el que vivían. Los vecinos los querían tanto por el amor que se tenían. Ramiro siempre fue un padre leal y atento a las necesidades de su hijo. Nunca habló de Cristina, su difunta esposa. Cada vez que alguien mencionaba el tema, Ramiro desviaba la charla y las personas se perdían en su elocuencia y buen carisma. Aunque la casa se encuentre apolillada y descompuesta, Andrés y Ramiro aún se encuentran en el ambiente. Aún están sus cosas intactas: los libros en el escritorio, la televisión enchufada, las camas desarregladas, las fotos en la sala, y la sangre impregnada en las sábanas. A veces, los monstruos que acechan en las noches son los mismos que juran dar la vida por el otro. Ramiro fue el monstruo que fingió que el dolor no le carcomía el alma, que el amor y la buena crianza pagarían las deudas y que las voces en su cabeza desaparecerían con un par de rezos al día. Una tarde, Ramiro decidió invisibilizar la responsabilidad paternal, y se convirtió en una especie de romántico que procura actos heroicos que terminan siendo catastróficos. Y cuando la realidad tocó su puerta, el suplicio fue ensordecedor. Ramiro ¡Qué reconfortante es el olor a pan caliente! El sol del mediodía entrando por la ventana de la cocina, la sonrisa de Andrés de buenos días, y la belleza de mi esposa siendo escoltada por las plantas del jardín. Los despojos que embalsaman los recuerdos cuya existencia es a medias, se vuelven cada día más vivaces, pero la muerte toca mi puerta apenas oscurece. Vuelvo a escuchar las súplicas de Andrés; siento su ritmo cardiaco perdiendo fuerza mientras aprieto más la almohada contra su rostro. El olor a madera vieja y apolillada me recuerda que esto no es un sueño, sino una paga. Pensé que todo acabaría después de aquella noche, pero el pálido rostro de mi hijo me castiga día tras día, y la sensación de deambular en una realidad inexistente por un segundo de placer y familiaridad me consume el cuerpo y alma. A veces, como padres fallamos en pensar qué es lo mejor para nuestros hijos. Nos encerramos en el egoísmo de creer que todo lo que hacemos es por su bienestar, pero tropezamos, y los echamos en el fango junto a nosotros para que también paguen nuestros pecados. Las lágrimas de Andrés son los nuevos susurros en mi cabeza, y la imagen de Cristina desangrándose como hace diez años es una especie de colisión que aniquila sin piedad el aliento infernal que aún me queda. Mi mayor castigo será no reunirme con los míos, y su mayor bendición será no reunirse conmigo. Si en algún momento volvemos a cruzar nuestros caminos fuera de este mundo, espero no me tengan misericordia, ni intenten comprender mi proceder. Anhelo que me olviden y me maldigan. Por eso, hoy, antes de que el sol se oculte, tomo sus manos y acaricio sus desgastados rostros y me despido: “Mi paracaídas empezó a caer vertiginosamente. Tal es la fuerza de atracción de la muerte y del sepulcro abierto. Podéis creerlo, la tumba tiene más poder que los ojos de la amada. La tumba abierta con todos sus imanes. Y esto te lo digo a ti, a ti que cuando sonríes haces pensar en el comienzo del mundo” (Huidrobo 1931)

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