Capítulo II-1

2344 Words
Capítulo II C APÍTULO IIDe la crianza, educación y manutención de Oliver Twist Durante los ocho o diez meses siguientes, Oliver fue víctima de una serie de maldades y engaños sistemáticos: le educaron «a mano». Las autoridades del hospicio informaron debidamente a las autoridades de la parroquia del hambre y la indigencia en que estaba sumido el pequeño huérfano. A su vez, las autoridades de la parroquia preguntaron con dignidad a las autoridades del hospicio si no existía ninguna mujer residente en el «hogar» que se encontrase en condiciones de suministrar a Oliver Twist el consuelo y el alimento que precisaba, a lo que las autoridades del hospicio respondieron con humildad que no. A la vista de esto, las autoridades de la parroquia resolvieron magnánima y humanitariamente que había que llevar a Oliver a la «granja», es decir, que había que llevarlo a un hospicio dependiente del primero, a unos cinco kilómetros de distancia, donde otros veinte o treinta menores que habían delinquido contra las leyes de pobres inglesas [2] se revolcaban por el suelo todo el día, sin el lastre de haber comido demasiado ni de ir demasiado abrigados, todo ello bajo la supervisión maternal de una señora mayor que acogía a los reos a cambio de la cantidad de siete peniques y medio por cabeza a la semana. Siete peniques y medio a la semana es una buena suma de dinero para la dieta de un niño; se puede conseguir mucho por dicho importe, lo suficiente para llenarle el estómago y que le dé un empacho. Pero la anciana era una mujer sabia y experta. Sabía lo que les convenía a los niños, y tenía también una noción bastante precisa de lo que le convenía a ella; por lo tanto, se quedaba con la mayor parte del estipendio semanal para su propio uso y disfrute, y asignaba a la nueva generación de la parroquia una dotación aún más baja de la que originariamente se le había destinado. Caía así aún más bajo tras haber tocado fondo; y se manifestaba como una grandísima filósofa experimental. Todo el mundo conoce la historia de otro filósofo experimental que ideó una gran teoría según la cual era posible mantener con vida a un caballo sin darle de comer, y que logró ponerla en práctica hasta el punto de reducir la alimentación de su propio caballo a una brizna de paja diaria. Sin duda lo habría convertido en un animal brioso e impetuoso, sin sustento alguno, si el caballo no hubiese muerto apenas veinticuatro horas antes de disfrutar de su primer bocado de aire. Desgraciadamente para la filosofía experimental de la mujer a quien se confió el cuidado de Oliver Twist, la puesta en marcha de su sistema producía resultados similares, ya que, justo cuando un niño había conseguido subsistir con la mínima ración posible de la peor comida posible, en ocho casos y medio de cada diez ocurría, perversamente, que dicho niño o enfermaba de frío o necesidad, o caía al fuego por falta de vigilancia, o estaba a punto de asfixiarse accidentalmente. En cualquiera de los tres casos, la desdichada criatura normalmente acababa yéndose al otro mundo, donde se reunía con los padres que nunca llegó a conocer en este. Ocasionalmente, cuando se abría una investigación más diligente de lo normal sobre un niño de la parroquia que se había pasado por alto al revolver un catre o que había muerto escaldado involuntariamente cuando daba la casualidad de que le estaban lavando —aunque este último accidente era muy poco frecuente, dado que en la granja lavarse era un suceso más bien raro—, al jurado le daba por hacer preguntas molestas, o a los feligreses por suscribir con sus firmas rebeldes un escrito de protesta. Sin embargo, estas impertinencias eran rápidamente neutralizadas por las pruebas del cirujano y el testimonio del pertiguero, el primero de los cuales siempre abría el cuerpo sin encontrar nada dentro (cosa más que probable), al tiempo que el segundo juraba siempre lo que la parroquia quería, con lo cual mostraba gran abnegación. Además, la junta hacía peregrinaciones periódicas a la granja, pero siempre enviaban al pertiguero el día antes para avisar de su visita. Cuando la visita se producía, los niños estaban pulcros y aseados, así que ¿qué más quería la gente? De este tipo de granja no cabía esperar ningún producto extraordinario ni abundante. El octavo cumpleaños encontró a Oliver Twist pálido y delgado, de estatura algo menguada y talle notoriamente estrecho; pero la naturaleza o la herencia habían implantado en el pecho de Oliver un espíritu bueno y fuerte, que había tenido espacio de sobra para desarrollarse gracias a la dieta escasa del establecimiento, y quizá pueda atribuirse a esta circunstancia que llegara a cumplir ocho años. Sea como fuere, el caso es que había cumplido ocho años, y estaba celebrando el cumpleaños en la carbonera con un selecto grupo de otros dos jovencitos que, tras participar con él de una buena paliza, habían sido encerrados allí dentro por el espantoso atrevimiento de tener hambre, cuando, de improviso, la señora Mann, la buena mujer de la casa, se vio sorprendida por la aparición del señor Bumble, el pertiguero, que se esforzaba por abrir la portezuela del jardín. —¡Dios mío! ¿Es usted, señor Bumble? —exclamó la señora Mann, asomando la cabeza por la ventana con bien fingido júbilo—. (Susan, sube a Oliver y a esos dos mocosos y lávalos inmediatamente.) ¡Madre mía de mi vida, señor Bumble! ¡Pero cómo me alegro de verle! El señor Bumble era un hombre gordo, y también colérico, así que, en vez de reaccionar con una actitud semejante ante un saludo tan efusivo, le dio a la portezuela una tremenda sacudida y acto seguido le propinó una patada que no podía haber salido de otro pie que no fuera el de un pertiguero. —¡Señor mío, figúrese —dijo la señora Mann mientras salía corriendo, pues para entonces ya habían quitado a los tres niños de en medio—, figúrese! ¡Mire que olvidarme de que el cerrojo estaba echado por dentro por el bien de los niños, angelitos…! Pero, por favor, pase, señor; pase, señor Bumble, se lo ruego. Aunque esta invitación vino acompañada de una reverencia que podría haber ablandado hasta el corazón de un coadjutor, no apaciguó al pertiguero, ni mucho menos. —¿Cree usted, señora Mann, que es esta una conducta respetuosa o correcta —inquirió el señor Bumble, empuñando su bastón—, hacer esperar a los funcionarios de la parroquia en la puerta del jardín, y más si vienen por asuntos de la parroquia relacionados con los huérfanos de la parroquia? ¿Se da cuenta, señora Mann, de que es usted, como quien dice, una delegada de la parroquia, además de una asalariada? —Le aseguro, señor Bumble, que solo les estaba diciendo a un par de nuestros queridos niños, que le tienen tanto cariño, que iba usted a venir —respondió la señora Mann con mucha humildad. El señor Bumble tenía una alta opinión de sus dotes como orador y de su importancia. Ya había hecho gala de lo uno y había logrado el reconocimiento de lo otro, así que se calmó. —Bueno, bueno, señora Mann —contestó en un tono más tranquilo—, es posible que sea así, es posible. Lléveme dentro, pues he venido por un asunto de trabajo y tengo algo que decir. La señora Mann acompañó al pertiguero a una pequeña sala con el suelo de ladrillo, le colocó un asiento y depositó solícitamente su sombrero de tres picos y su bastón sobre la mesa que había ante él. El señor Bumble se secó el sudor que la caminata le había hecho brotar en la frente, miró complacido el sombrero y sonrió. Sí, sonrió; al fin y al cabo los pertigueros también son humanos, y el señor Bumble sonrió. —No se ofenda por lo que voy a decirle —apuntó la señora Mann con una dulzura cautivadora—. Ha caminado usted mucho para llegar hasta aquí; si no, ni se lo diría. ¿Quiere usted tomar una copita de algo, señor Bumble? —Nada, nada —dijo el señor Bumble, agitando la mano derecha de forma digna, aunque plácida. —Sí que va usted a tomar algo —dijo la señora Mann, quien había advertido el tono de la negativa y el gesto que la había acompañado—. Solo un dedito, con un poco de agua y un terrón de azúcar. El señor Bumble tosió. —Solo un dedito —insistió persuasiva la señora Mann. —¿De qué? —preguntó el pertiguero. —Bueno, pues de algo que tengo en casa para mezclarlo con el jarabe de nuestros queridos niños cuando no se encuentran bien —replicó la señora Mann a la vez que abría una rinconera y sacaba una botella y un vaso—. Es ginebra. —¿Da usted jarabe a los niños, señora Mann? —preguntó Bumble, siguiendo con la mirada el interesante proceso de la mezcla. —Claro que sí, pobrecitos míos, aunque es caro —respondió la mujer—. No soportaría ver cómo sufren ante mis ojos, señor, ya lo sabe. —No —dijo el señor Bumble en tono de aprobación—, claro que no. Es usted una mujer humanitaria, señora Mann —entonces ella le puso el vaso delante—. En cuanto pueda, lo mencionaré ante la junta —él se lo acercó—. Se comporta como una madre —removió la ginebra con agua—. A… a su salud, señora Mann —y se bebió la mitad de un trago—. Y ahora, a lo que íbamos —dijo el pertiguero, sacando un cuaderno forrado en cuero—. El niño que fue medio bautizado como Oliver Twist cumple hoy ocho años. —¡Que Dios le bendiga! —interrumpió la señora Mann, irritándose el ojo izquierdo con el pico de su mandil. —Y a pesar de haber ofrecido una recompensa de diez libras, que luego se aumentó hasta veinte; a pesar de los esfuerzos excepcionales, yo diría que hasta sobrenaturales, hechos por la parroquia —dijo Bumble—, nunca hemos podido averiguar quién es su padre, o cuál era el domicilio, nombre o condición de su madre. La señora Mann se llevó las manos a la cabeza en señal de asombro, pero, tras un instante de reflexión, añadió: —Entonces, ¿cómo es que tiene nombre? El pertiguero se irguió orgulloso y respondió: —Yo lo inventé. —¿Usted, señor Bumble? —Yo mismo, señora Mann. Bautizamos a los niños abandonados por orden alfabético. El anterior era S, así que le puse Swubble. A este le correspondía la T, así que le llamé Twist. El próximo que llegue será Unwin, y el siguiente Vilkins. Tengo todos los apellidos preparados hasta el final del alfabeto, y luego el alfabeto entero una vez más, hasta llegar a la Z. —¡Sin duda es usted un hombre de letras, señor! —exclamó la señora Mann. —Bueno, bueno —dijo el pertiguero, claramente halagado por el cumplido—, es posible, es posible, señora Mann. —Y continuó, tras apurar de un trago el vaso de ginebra con agua—: Oliver es ya demasiado mayor para vivir aquí, por lo que la junta ha determinado que regrese al hospicio. Yo mismo he venido a llevármelo, así que hágalo venir inmediatamente. —Voy a buscarlo ahora mismo —dijo la señora Mann, abandonando la sala con tal propósito. Y así Oliver, a quien para entonces ya habían conseguido arrancarle aquella parte de la capa externa de suciedad, incrustada en la cara y las manos, que era posible quitar en un solo baño, fue conducido a la sala por su benevolente protectora. —Hazle una reverencia al caballero, Oliver —le ordenó la señora Mann. Oliver hizo una reverencia, repartida a medias entre el pertiguero, en la silla, y el sombrero de tres picos, sobre la mesa. —¿Quieres venir conmigo, Oliver? —preguntó el señor Bumble con voz solemne. Oliver estuvo a punto de contestar que se iría con cualquiera sin pensarlo ni un segundo, pero al levantar la vista su mirada chocó con la de la señora Mann, que se había situado detrás de la silla del pertiguero y le agitaba el puño con rostro furioso. Oliver captó la indirecta de inmediato, ya que aquel puño se había estampado demasiadas veces sobre su cuerpo para no estar también profundamente grabado en su recuerdo. —¿Ella viene también? —preguntó el pobre Oliver. —No, ella no puede venir —respondió el señor Bumble—, pero irá a visitarte de vez en cuando. Esto no consoló demasiado al niño, quien, a pesar de su juventud, fue lo bastante sensato para aparentar que sentía una gran pena al tener que marcharse. No le resultó demasiado difícil derramar algunas lágrimas. El hambre y los malos tratos recientes son grandes aliados si se quiere llorar, y la verdad es que Oliver lloró con gran naturalidad. La señora Mann lo abrazó mil veces, y le obsequió con algo que Oliver anhelaba con mucha más intensidad: un trozo de pan con mantequilla, para que no pareciera que había pasado demasiada hambre cuando llegase al hospicio. Con la rebanada de pan en la mano, y la pequeña gorra de paño marrón de la parroquia en la cabeza, Oliver abandonó junto al señor Bumble el desgraciado hogar donde la penumbra de sus años de niñez no se había visto nunca iluminada por una palabra o una mirada amables. Y, sin embargo, cuando la verja se cerró tras él, le embargó una profunda tristeza infantil. Por desdichados que fueran, los compañeros de infortunio que dejaba atrás eran los únicos amigos que había conocido, y por primera vez una sensación de soledad en medio del ancho mundo le inundó el corazón.
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