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Esposo perverso

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Blurb

Un vínculo fatal que nunca estuvo destinado a perdurar.

Knox Maddox era un billonario acostumbrado a obtener lo que quería. El dinero, las mujeres y sus fetiches sexuales, eran la esencia de Maddox, hasta que una noche, uno de sus más grandes apostadores perdió el juego y la deuda solo se saldó con esa jovencita de rostro angelical que lo acompañaba al casino.

Riley Cyrus sabía que las adicciones de su padre al póker cobrarían factura algún día, pero jamás imaginó que sería con ella, ni que se convertiría en el precio a pagar de una deuda de juego.

Sin curvas, sin demasiada personalidad y en sumisión absoluta fue entregada a Knox Maddox, el único y poderoso dueño del casino Red Palace ubicado en Las Vegas. Riley fue el premio de consolación de Knox; un hombre al que el b**m le quedaba corto, Lujurioso, pecaminoso, pervertido y dominante, rompió a Riley cuando le enseñó que lo peor que podía sucederle no era ser entregada a él, sino corromperse con su guardaespaldas.

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1 | Una ávida apuesta
Los ojos grises del apostador estaban sobre uno de sus contrapartes. Una ligera capa de mador iluminaba su frente, y un casi imperceptible tic nervioso hacía vibrar su pierna derecha. Las gotas más gruesas de sudor resbalaban por su espalda cuando miró las dos cartas en su mano. James Cyrus era un ávido jugador de póker. Era conocido como la manga mágica, porque cuando pensaban que podía perder, sacaba un as de debajo de su manga. Era conocido en casi todos los casinos del sur de Nevada, en especial, los que se encontraban en la zona VIP de Las Vegas. El dinero que ganaba en las apuestas, lo bebía el resto de la semana hasta que el siguiente sábado por la noche regresaba al casino humeante y dejaba el resto del dinero en nuevas apuestas. Era un círculo vicioso que parecía interminable. James dormía y bebía casi toda la semana, y los sábados, era cuando sentía que vivía, que era libre, que podía regresar al lugar donde era feliz. Y sí, siempre encontraba la forma de ganar, pero no esa noche, no cuando el Gran Jefe estaba mirándolo desde el vidrio ahumado en la zona alta del casino. Esa noche, la suerte no lo acompañaría. —Última oportunidad para retirarte —dijo el hombre de piel cenizosa con las dos cartas pendiendo de su mano—. Puedes huir. James no era un hombre que huyera. Eran pocas las veces que perdía, y eso lo animaba y le inyectaba adrenalina a su corazón. Era tanta su confianza, que siempre apostaba al caballo ganador. No importaba lo oscuro que estuviese la ronda. James siempre ganaba, pero cuando su mano estaba ante la mano del Gran Jefe, nadie en esa miserable vida de casinos y licor, lo salvaría. —Gracias por la preocupación, pero un Cyrus no retrocede —dijo James pidiendo dos cartas para completar su mano. El hombre con el que jugaba en la mesa de seis jugadores, era la mano derecha del Gran Jefe; un hombre tan imponente como el enorme Empire State. El Gran Jefe no solo era dueño de ese casino donde estaba jugando James, sino de una cadena de hoteles, casi tan excelentes como el Caesars Palace. El Gran Jefe envió a Ranger, su mano derecha, a jugar con el hombre que apostaba de forma desproporcional, para obtener lo que deseaba de él. Ese no era un juego justo ni limpio, y James lo comprobó cuando el hombre ante él, aquel que tenía una mano sobre la mesa verduzca y la otra golpeando el borde de madera, le sonrió de forma aterradora. —Debiste seguir tus instintos —dijo Ranger. James soltó una calada de cigarrillo y alzó el mentón. —Lo hice. Ranger se inclinó y su enorme musculatura ensombreció la mesa. Ranger no solo era quien hacía el trabajo sucio para el Gran Jefe, sino que tenía sus manos cubiertas de sangre. Era el líder de los verdugos, aquellos que perseguían a los deudores. —Tus instintos son una mierda —dijo Ranger dejando caer con lentitud su mano a la mesa que los separaba—. Flor imperial. James miró con asombro como ese hombre tenía la jugada de uno en un millón en su mano. En sus cinco años jugando y apostando al póker, solo conocía de un hombre que tenía esa mano. Era casi tan improbable como que en ese instante, bajo el techo de cristal del casino, lo golpeara un rayo sin tormenta. —¡Maldición! —gruñó James dejando sus cartas abajo. Ranger movió la cabeza para que el resto de los hombres que los acompañaban en la mesa, se levantara y los dejaran concretar la forma en la que el desafortunado James pagaría. El juego comenzó perfecto para James, y terminó batiéndose un duelo con un hombre que no pensó jugaría tan bien, o que el destino le sonreiría cuando James no tenía forma de pagar esa suma de dinero. Duplicó un dinero que estaba perdiendo porque pensó que ganaría. Por desgracia, el diablo que le sonreía sobre el hombro y le susurraba que jugase, que no perdería, esa noche le falló. —Duplicaste una apuesta que perdiste —dijo Ranger con ambas manos sobre la mesa y el entrecejo fruncido—. ¿Cómo pagarás? James se tocó los bolsillos con destreza. Tenía un par de cosas que podía empeñar, al igual que su casa, su auto y dinero que podía robar de la casa donde su hija trabajaba. Sí tenía forma de pagar un puñado de lo que debía. El problema era que el Gran Jefe no quería que le pagasen limosnas. Quería el pago completo. —Tengo un reloj, un auto, mi casa —dijo James. James conocía la reputación de los casinos cuando no podían pagar. En uno que frecuentaba, fue testigo de cómo a un hombre le cortaban dos dedos sobre sus cartas, y como a otro le clavaban un cuchillo en la mano de jugar. Los casinos no los controlaban personas con almas, ni con buenos sentimientos. Eran juegos lícitos, gobernados por personas ilícitas que no perdonaban. —Ni tu puto riñón te salvará, Cyrus —escupió Ranger—. Son quince millones los que les debes al casino. Arrodíllate y besa el jodido anillo de Maddox, o paga con tu culo la apuesta que hiciste. Si había algo que James tenía, era dignidad. Él aborrecía cuando los hombres se arrodillaban y besaban las manos de los jefes de los casinos. Le parecía tan humillante, que juró nunca hincarse de rodillas ante otro hombre que solo tenía más dinero que él. —No me arrodillaré —rezongó James. Ranger apretó sus puños y los usó como impulsador para levantarse. James era un hombre delgado, encanecido por la mala vida que llevaba y que con un puño de Ranger, conocería el infierno. Ranger, quien era estratosféricamente musculoso, lo miró de forma intimidante, sentenciándolo a muerte. —Si no te arrodillas, tendremos un problema —gruñó Ranger—. Tenemos formas dolorosas de cobrar nuestras deudas. Cyrus se mantuvo sentado, mirando la Flor Imperial en la mesa. Cyrus era un hombre educado, que no llegaba a los puños, y nunca estuvo involucrado en una pelea cuerpo a cuerpo. Él conocía sus leyes como ciudadano, y aquellas que lo amparaban ante los juegos. A diferencia de otros, él no permitiría que le cortaran un dedo, así como tampoco besaría la jodida mano de un Maddox. —No pueden tocarme —dijo James. Ranger crujió el hueso de su cuello de forma sonora y sonó los huesos de sus manos cuando comenzó a redirigirlos. Ranger no tenía órdenes de torcerle un hueso ni arrancarle la garganta. Su orden era intimidar, persuadir y conseguir aquello que Maddox quería; aquello que se encontraba sentado de piernas apretadas al fondo de la mesa, con una agitada respiración por la pérdida. —No tenemos que tocarte —agregó Ranger mirando a la jovencita al fondo—. Solo verte sufrir por quien sí toquemos. Cyrus no miró atrás. Sabía a quien miraba Ranger. —Es un casino, no la prisión —replicó James. —Esto es un casino de prestigio, ubicado en el mejor lugar de Las Vegas. —Ranger sonó el tacón de su zapato en el piso cuando dio un paso más cerca hacia James—. Conoces nuestra reputación, James Cyrus. No nos hicimos famosos por regalar dinero. Cyrus, quien sabía que ellos siempre encontraban una forma de cobrar sus deudas, miró a Ranger y se colocó de pie. Era un hombre de palabra, y sabía que no saldría con vida si no dialogaba la forma de pagar la factura que solo cancelaría con un órgano. —¿Qué quieren? —indagó James—. Puedo darles lo que quieran. Ranger miró al hombre más bajo que él. —El Gran Jefe la quiere a ella —dijo Ranger mirando a la chica. El corazón de Cyrus se sobresaltó cuando escuchó la petición. Cyrus tragó saliva y el sabor de la nicotina. Ella era su niña, su adoración, lo único que le quedó de su esposa muerta. —Es mi hija —dijo Cyrus en un gemido. Ranger regresó la mirada a James. —Es el pago de tu deuda. James dio un paso atrás. Aunque Ranger lo intimidaba con su musculatura, hablaban de una persona, de su hija. Él sería incapaz de entregarla. Ella era todo lo que Cyrus tenía en la puta vida. Cyrus le dio una última calada a su cigarrillo, lo dejó caer y lo aplastó con el tacón de su bota. Si tenía que arrodillarse, lo haría, siempre que no se atrevieran a tocar a la princesa de Cyrus. —No. Ella es mía. —También tu vida, y podemos quitártela —replicó Ranger. Uno de los escoltas del Gran Jefe se acercó a Ranger y le dijo al oído una petición del Gran Jefe acerca de James y su hija. El Gran Jefe no tenía tiempo para dialogar la entrega de la chica. Sería suya esa misma semana, y si requería que Cyrus lo conociera para entregársela, que así fuese. Por eso pidió encontrarse con él. —El señor Maddox quiere verte —le dijo Ranger. Cyrus no miró atrás, ni comprobó que su hija se encontrase bien. Siguió a Ranger por las escaleras doradas hasta la zona alta. Todo estaba oscuro, sombrío, tenebroso. Las escaleras eran doradas, las paredes negras. El interior del lugar desde donde el Gran Jefe comprobaba que todo marchase tal cual sus exigencias, era amplio, con sillones, un enorme bar, varias puertas, incluso una cama tendida que no había sido tocada en un par de horas, después del trío en el que el Gran Jefe estuvo involucrado con dos de sus meseras. No tenía mucha clase cuando de mujeres se hablaba. El Gran Jefe se encontraba mirando por el cristal cuando Ranger sujetó a James del codo y lo empujó dentro, cerrando la puerta al salir. James miró atrás y luego al Gran Jefe. Era un hombre enorme, casi el doble del tamaño de Ranger. Las camisas abrazaban su torso, los pantalones eran como una segunda piel y su cabeza estaba escasa de cabello. Era un hombre que solo con el físico, intimidaba. La habitación se encontraba a tenue luz, solo con el brillo de las luces del casino lamiendo el suelo y parte del cuerpo del Gran Jefe. Cyrus apretó sus manos sudorosas y se acercó tan solo dos pasos al hombre que no movió un músculo cuando entró. —Señor, le juro que le pagaré la deuda. Por favor no me quite a mi hija —suplicó Cyrus cuando el Gran Jefe era peor de lo que decían—. Le juro de rodillas que le pagaré cada centavo. Ante Ranger, Cyrus fue un hombre que no se dejaba doblegar, pero ante el Gran Jefe, Cyrus se colocó de rodillas como un devoto en la iglesia. Incluso colocó las manos con las palmas hacia arriba en señal de rendición. El Gran Jefe ni siquiera lo miró. Siempre era igual, todos los hombres eran iguales. Tenían testículos para apostar, pero jamás para pagar sus deudas de juego. Eran muchos los que se orinaban cuando él los veía, o que preferían cortarse ellos mismos sus extremidades antes de que lo hiciera uno de los verdugos, tal como el Gran Jefe le gustaba llamar a sus hombres. —Levántate, Cyrus —dijo el Gran Jefe en un tono de voz tan gutural, que erizó su piel—. No soy un dios para que te arrodilles. El Gran Jefe no comprobó si se levantó o no del suelo. El Gran Jefe veía algo más interesante. Él veía ese jugoso pago removerse incómoda en la silla aterciopelada donde Cyrus la dejaba cada fin de semana hasta que tiraba de su muñeca y la sacaba al ganar dinero para comprar el licor de la semana. Ella era una diosa entre mortales, era la jodida devoción de su padre, y la que sería la puta obsesión del Gran Jefe cuando probara entre sus piernas y conociera que el jodido cielo estaba en sus gemidos. —¿Es tu única hija? —preguntó el Gran Jefe. Cyrus limpió sus rodillas y bajó la cabeza. Ya no era el imponente que discutió con Ranger en la mesa. Estaba ante una especie de deidad de los casinos, el que tenía la reputación del mal carácter y la voz tan gruesa como su jodido pene. —Sí, señor. El Gran Jefe movió el cuello para escanear lo inocente que lucía la jovencita con una blusa color pastel y un pantalón ceñido. Jamás la vio usando algo provocativo, pero se la imaginó con un jodido liguero apenas que la cubriese, y su lengua sorbiendo su pene. De solo imaginarla, se le endurecía tanto, que apretaba su pantalón. —Siempre la traes. ¿Por qué? Cyrus tragó. No esperaba que ese hombre quisiese hablar. —No me gusta dejarla sola en casa. Tengo algunos problemas de juego. Le debo dinero a muchas personas, pero le juro que a usted sí le pagaré —aseguró Cyrus hablando con rapidez. El Gran Jefe, aunque no lo deseaba, despegó la mirada de la joven en la zona inferior y miró a Cyrus. Era la primera vez que Cyrus lo conocía, y maldición, sí que era un jodido hombre imponente con esa mandíbula cuadrada y las cejas pobladas que no hacían más que convertir sus ojos en los de un depredador. —No dudo que cancelarás tu deuda. Me pagarás con ella. Cyrus continuaba reacio al tema. Debía existir otra manera de poder pagar la deuda y que su hija estuviese exonerada. —Me dijeron que si me arrodillo y beso su anillo, podré pagar la deuda —comentó Cyrus, esa vez dispuesto a hacerlo por ella. Sí que era una manera de pagar deudas. Usualmente las aceptaba, seguido de un dedo menos, pero con Cyrus no quería eso. Él quería coger tan duro a su hija, que con cada eyaculación dentro de ella, sería un monto menos que le debería al casino. —No funciona de esa forma —respondió mintiéndole a conveniencia—. Acepto ese trato cuando la persona no tiene más que su vida, pero tú tienes una hija deliciosa que me gustaría probar. No imagino lo buena que debe ser en la cama. Las que poseen un rostro angelical, son las que gimen hasta enronquecer. A Cyrus se le erizó el vello de la nuca cuando lo escuchó hablar. Su hija no era vendible, ni un juguete s****l de un casi mafioso. Ella no sería su pago. Prefería que le cortaran la mano, antes de entregársela a un hombre que la destriparía como pescado. Su hija era virginal, inocente de sus pecados. Hacerle eso era sentenciarla a una vida de miseria donde Cyrus se preguntaría cada día si soportaría los castigos del Gran Jefe, o la había asesinado. —Lo siento, señor, pero no se la daré —dijo Cyrus decidido. El Gran jefe movió sus hombros y sus brazos se engrandecieron. —No te la pedí, Cyrus. Tu hija fue mía cuando decidiste continuar el juego sin una carta que pudiera salvarte —graznó—. Ella fue mía desde el momento que aceptaste ese juego. Es hermosa, y sumisa. Es perfecta, y la quiero para mi colección. Cyrus le mantuvo la mirada grisácea al Gran Jefe. No cedería, no con ella. Su hija era suya, y no la perdería por una puta deuda. —Conozco las leyes, y sé que esto es ilegal —gruñó Cyrus. El Gran Jefe movió la cabeza. Admiraba a las personas que tenían la osadía de retarlo, pero no le gustaba cuando lo hacían. —Puedes conocer las leyes, pero no mis formas de cobrar una deuda —respondió Maddox sereno—. El infierno es un carrusel, comparado con lo que mis verdugos pueden hacerte. Entregarme a tu hija es un premio, para lo que pueden hacerle en tu presencia. El Gran Jefe se acercó un paso que Cyrus sintió agigantado. —Es ella, o tus manos en la mesa de póker como ejemplo para los demás. Y cuando tenga tus manos, tendré a tu hija bajo la mía. Cyrus no pudo responder nada. Entendía que era ella, o su muerte e igual la tendría. No existía escapatoria. Siempre sería como Knox Maddox lo quería, y en ese momento, la quería a ella. —Te daré un día para que lo pienses —dijo Maddox retrocediendo—. Si intentas comunicarte con alguien para sacarla de Nevada, la conseguiré, y tu castigo será peor. El Gran jefe regresó a la ventana, a ver a su chica nerviosa mover los ojos y preguntarse dónde se encontraba su padre. —No me gusta que me desobedezcan, Cyrus, ni que me digan no —finiquitó—. Conserva tus manos. No me sirven. Maddox lo echó de su salón, y contempló a su siguiente sumisa, aquella que haría lo que él quisiese, cuando quisiese, y que sería la Gran Reina de todos los casinos cuando se inclinase tanto ante él, que no vería una jodida existencia sin Knox Maddox en ella.

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