Yo

2829 Words
           Mientras la seguía por la sombra de la entrada, mi cuerpo temblaba.          Lo muy decidida que estuve los últimos cuatro días, no se parecía a este momento.          Consuelo Castro vestía impecable. Un vestido verde botella tallado al cuerpo y zapatos altos color n***o. Había estado de luto hasta ese día, o por lo menos no vistió de n***o cerrado o blanco impecable como había estado haciéndolo desde la muerte de Flor, su hija. Su cabello iba recogido en un moño y sé que me veía por el rabo del ojo.          –Sé que Santos debió estar aquí pero ya llegará. –Dijo con tono neutro. Yo no respondí nada. El no me interesaba. En la jefatura su olor a alcohol era insoportable y al firmar tanto el documento de matrimonio como la partida de nacimiento de  Flor Elena, como mi hija o nuestra, se marchó. Los Castro lo arreglaban todo.          Yo estaba ansiosa por llegar a la casa y ver a la niña, pero ahora caminando por la sala de la casa Castro, tenía mucho miedo. Mi padre y Chico tenían las cabezas bajas en la jefatura. Ellos  claro que no estaban de acuerdo. Sin embargo, ambas madres sí. Para la boda por civil estuvieron presentes pocas personas, Milagros y Gilberto tenían caras largas, De los Castro, ningún hermano de Santos. Cuando Consuelo llegó esa mañana de casa y contó a su marido lo que había hecho, Chico estalló. –¿Qué hiciste qué? –La detuvo en la sala por donde yo ahora pasaba. –Alguien tenía que resolver el problema de la falta de madre de mi nieta y el nuevo estatus de viudo de mi hijo mayor. –No había nada que resolver Consuelo. –Sé que Chico no lo entendía, sé que como mi padre, opinaba lo contrario. –Eso es lo que tú piensas, eso es lo que tú crees que es lo mejor. Pero tu no estas aquí para ver como la familia se está derrumbando desde que los Rivero entraron en ella. –¿De qué hablas? Son cosas que pasan. Astrid está muerta, era la esposa de Santos. –Lo dejó viudo y con una niña. ¡Una niña Chico! –¡Tu nieta, pensé que la querías! –No he dicho que no la quiera. Pero alguien tiene que criarla, cuidarla y no seré yo. Crecerá bajo mi tutela pero yo no estoy para cambiar pañales o dar teteros. Además…–Mientras ella hablaba Chico negaba con la cabeza. –Flor no puede ser una huérfana. Tú andas todo el tiempo por fuera, disfrutando de tu vida de político y ahora de constructor. –Es mi trabajo, mi oficio, lo que te da las comodidades que te das. –Le escupió a la cara. –Mis hijos me las p**o yo. –Como la esposa de Chico Castro y no tenías por qué ir  a obligar a esa muchacha a que se casara con Santos. –Yo no obligué a nadie. Ni siquiera la vi. –Fuiste a sembrar la duda en la cabeza de su madre. Dudo mucho que Virginia acepte ese sacrificio. –¿Cu{al sacrificio? –pos las escaleras, después de seguramente escuchar los gritos de sus padres, apareció Eugenio. –¿Mamá, papá? –Tu madre ha tenido la grandiosa idea de casar a Virginia con el despechado de tu hermano Santos. –¿Qué? No mamá, por favor no lo hagas. –Cuantos escrúpulos en esta sala. –Consuelo los señaló a los dos–Yo no voy a obligar a nadie a hacer nada. Pero mi nieta Flor no saldrá de aquí a esa casa y tampoco aceptaré visitas frecuentes. –Está bien, estoy de acuerdo contigo en que los Rivero trajeron la mala suerte a nuestra casa. Pero ¿Por qué agregar otra Rivero a la lista? –Porque está dispuesta y Flor la necesita. Antes que mi hijo quede como el viudo triste de la ciudad, alguien debe calentar su cama y criar a su hija. –¡No puedo creer lo que escucho! –No mamá, no. Sabes lo que me interesa Virginia. He estado esperando el momento preciso para poder acercarme a ella. –Solo lo harás como su cuñado. –Admitió muy segura. Creo que Consuelo Castro me había estado observando desde hacía mucho tiempo, y muy bien. Mi apego por la niña la convenció de que yo sería una buena niñera y una sumisa esposa. –¡No! Me opongo a tu plan. Virginia no está interesada en Santos. –¿Y en ti si? –Consuelo lo miró  fijamente. En ese momento, Chico no podía comprender en que momento su esposa lo tramó todo. –Hablaré con Virginia. –La retó Eugenio. –Tu te irás al exterior y no estorbaras. –¿Estorbar? –Sí. No hablarás con nadie. –Consuelo creo que la perdida de nuestra hija te afectó más de lo que creí. –Su esposo trató de acercarse convencido de que aquel era un terrible plan. –Mamá, –Eugenio quiso ser amigable y extendió ambas manos. –entre todos cuidaremos de la niña y buscaremos a Santos donde esté para que se recupere. –Ustedes pueden hacer lo que quieran, todo menos intervenir en la decisión. Los pasos de ella acallaban los míos, sonando sobre su pulido piso. Firme y muy segura de que me tenía bajo su merced, siguió hacía el estrecho pasillo a un lado de las escaleras para llegar a la cocina. Hacíamos el único ruido de la casa, porque estaba sola, Eugenio se había ido al exterior después de irrumpir en mi casa. –¡Virginia! ¡Virginia! Claro que lo escuché de inmediato y me incorporé en la cama. En la otra cama no había nadie pero la puerta se abrió. –Es Eugenio Castro. Tal vez Harold o Tomás habían gritado que venía un carro por el camino, pero yo no los escuché. Creo que el cansancio y el llanto me vencieron. –¿Le pasó algo a la niña? –No lo sé. Solo grita desde afuera. Corrí fuera del cuarto, bajé seguida por Milagros y una vez en la entrada de la casa, mamá y Gilberto estaban con él. –¿Pasó algo con la niña? –Preguntó Gilberto. –No. Solo quiero hablar con Virginia. –Explicó acomodándose el cabello y mirándome aparecer. –No vayas Virginia. –Me detuvo por el brazo Milagros. –Recuerda que papá nos advirtió de ellos. –No estamos solos. –Mamá se volteó a verme y después lo miró a él. No sé porque le parecía tan imposible que alguien se fijara en mí, que Geño Castro, apenas de 16 años y porte de mayor edad, se interesara en su hija. –Virginia, debo hablar contigo. –me dijo muy bajito, casi suplicando. –¿Le pasó algo a Flor? –Le pregunté muy preocupada ¿qué otra cosa hubiese hecho que el viniera hasta aquí? –No, no. La niña está bien. –Miró a Gilberto y a mamá, Milagros se mantenía a una distancia prudencial. –Pasa Eugenio y conversa dentro de la casa, toma algo, vienes muy agitado. –No, no gracias señora Trina, yo solo quiero que Virginia me escuche. –Volvió a enfocarme–Mi madre me ha dicho que…–se le secó la boca y tragó–se lo importante que es esa bebé para ti pero no puedes sacrificarte así por ella. –¿Qué te ha dicho tu madre? –Le pregunté mirando a mamá que me lanzaba una advertencia, pero no salía de su asombro. –Que te casarás con Santos. Cuando pensaba en casarme me regodeaba mirando a mí alrededor para encontrar al hombre que me desposaría. Me preguntaba ¿cuál de ellos sería? La mayoría iban tras Astrid. Yo hacía más grupos de amigas, hablaba de libros, de libertad de derechos. A veces sentía como me rechazaban y volvían al cómodo nicho de la cocina dela casa. Ahí Carmen, Charito y Auxiliadora me escuchaban, me entendían y hablaban sobre sus experiencias reales, sin tapujos. Ahora este pelirrojo con cara de súplica se paraba frente  a mí casi humillándose. Condujo desde su casa para verme. ¿Algún otro joven sentiría alguna vez esa necesidad por mí? –Es la púnica forma de cuidar de mi sobrina. –Respondí. Estática con los puños apretados. –No, claro que no. Santos era el esposo de Astrid, su hija será cuidada en la casa por todos. Todos. Por él. El que violó a Mariana. –Escucha Eugenio. –mamá se interpuso entre nosotros. –Lo mejor es que regreses a tu casa. –Señora Trina. –Sus ojos verdes no estaban endulzados, más bien hervían en su cara. –No puede permitir esto…Virginia…–Me miró a mí. –Virginia yo…no lo hagas. Tu no quieres a Santos y él tampoco a ti. Era verdad. Para mi Santos era el enamorado de Astrid. Y ser su esposa sería un castigo, uno que debía imponerme si quería estar junto a Flor. –Eugenio vuelve a casa. –Mamá lo empujó suavemente. –Por favor. –No la deje señora Trina. No lo hagas Virginia. Lo único que hice fue darle la espalda y regresé a mi cuarto. No sé qué pasó a mis espaldas. Solo sé que dos días después Eugenio se fue a los Estados Unidos.   Por eso la casa estaba tan silenciosa y rígida. La gente en la cocina nos miró cuando aparecimos y guardaron silencio. No estaba Ismenia, la busqué de inmediato en la inmensa cocina. –Necesito que me presten atención. –dijo mi nueva suegra. –Desde hoy Virginia vivirá en esta casa. –Por supuesto, yo no quería vivir en la casa que fuera de Astrid y ella me quería ahí para vigilarme. –Será llamada señora y tratada como una señora pues es la esposa de Santos. –No se sorprendieron, habían escuchado todo el alboroto desde hacía días atrás. –Y la madre, escúchenme bien, la madre de Flor Elena. No se atrevieron a mirarse entre ellos. La madre de la pequeña Flor era mi hermana Astrid pero ahora todo ese pasado parecía haber desaparecido. La hermosura provocativa de mi hermana se esfumó y la bebé tenía un acta de nacimiento con mi nombre. –Bienvenida señora. –Saludó Domingo desde un rincón. Era el único varón en la cocina. Me preguntaba dónde estaba Reynaldo. –Ella es Dorita. –La señaló y así hizo con el resto. –Inés, Meche, que trabaja afuera, Rafaela y a Domingo que ya lo conoces, Ellos están aquí para lo que necesites. –Gracias. –Apenas pude decir eso y medio sonreírles. Inés, la mujer mayor de casi cincuenta años me miró con lástima. –Falta Ismenia ¿Dónde está? –Está arriba seguramente, cuidando a la pequeña Flor. Cuando decía la pequeña Flor, sonaba muy falsa. La pequeña Flor era como el eco de la vergüenza hasta este día. La pequeña Flor era el recuerdo de la primera Flor que fue arrebatada de esta vida, según ella, por causa de mi hermano Gonzalo. La pequeña Flor era la muestra de la debilidad de Astrid. Quien respondió fue Rafaela. Era muy joven, vestía impecable su uniforme blanco y n***o. –Sigamos arriba, ya por ti misma conocerás la casa. –dijo caminando fuera de la cocina y yo la seguí. Arriba era sinónimo de habitaciones donde seguramente estaba Flor. –no estaba ahí Reynaldo. –Señalé la cocina mientras subíamos. –Se ha ido. Nunca está mucho tempo en la casa. Es inestable e irresponsable. Sé que te servía de chofer, Pero para cualquier cosa que necesites utiliza a Domingo. –Se detuvo a mitad de las escaleras, se volteó y clavó sus verdes ojos en mí. –Consultándome primero. –Sí, por supuesto. –Siguió arriba y yo fui atrás. Nunca mencionó donde estaba Santos. ¿Por qué no era él quien me mostraba la casa? Para mí mucho mejor. A mí solamente me interesaba ocuparme de Flor.   –¿Qué crees que estás haciendo Virginia? –Recordé a papá cuando entró en mi habitación ese día. Con una expresión tan triste y de tanta preocupación que me sentí culpable. Él estaba enfermo y yo le ocasionaba preocupaciones. –Casarte con Santos Castro es un sacrificio muy alto para cuidar a la hija de Astrid. Perderás tu independencia, vivirás con un hombre despechado, al que no quieres. Tendrás que compartir cama con él ¿sabes de lo que te hablo? –Sí, creo que si papá—Compartir cama con él era dejar que me tocara y me hiciera hijos. Me estremecí. Astrid no parecía muy feliz de esos detalles matrimoniales. –Tu destino es ser enfermera y ayudar de otra manera a la familia. Ya veremos cómo cuidar  de la niña, pero tu Virginia, no tienes por qué hacerlo. –Se lo prometí papá. –Se levantó de mi cama y golpeó el aire. –Yos e lo prometí a Astrid ahí cuando moría. Ahí llena de sangre con tan pocas fuerzas, no he podido olvidar ese momento papá. Esa casa papá, no está bien para la niña. Esos muchachos…Consuelo… no la cuidarán. La despreciarán por ser la hija de una muchacha débil. –¡Astrid no era una débil! –Es lo que ellos piensan de ella. –Le respondí–Yo debo cuidarla y darle amor porque ellos no lo harán. –Me levanté y me acerqué a él. –te apuesto que ahora mismo la está cuidando una del servicio. –La niña es una pequeña Virginia…tu vida está empezando, nos aves nada de bebés y vas a malgastar tu juventud al lado de Santos. –debo arriesgarme papá. –dime la verdad. –Me tomó por los hombros. –Pasó algo entre ustedes durante el tiempo que estuviste allá? –No papá, claro. –Entonces ¿por qué Consuelo le afirmó a tu madre que tu y él dormían en la misma casa solos? –El siempre ha estado borracho papá. Yo me encierro en el cuarto con la niña para que no le haga daño. –Es muy violento Virginia, con más razón para negarme a que hagas algo como eso. –Pero puedo soportarlo papá. –Apreté sus manos. –Pero la niña no, Ella verá el desprecio en los ojos de ese hombre que es su padre y le hablarán mal de su madre. Ella me necesita. Rompió en llanto y me abrazó con fuerza, muy fuerte los dos lloramos.     –Domingo es muy servicial, responsable. Para lo que necesites moléstalo a él. –Siguió diciendo hasta llegar a la planta alta y tomar a la izquierda. No creo que Reynaldo fuese lo que ella dijera. Siempre se mostró muy preocupado por ayudar y  hacer su trabajo. –De este lado quedaba mi anterior cuarto de casada. –Escuché un ruido, un quejido: ¡Flor! –Está sola ésta ala, las otras habitaciones quedan a la derecha y bueno ya cada uno delos muchachos se han ido a superarse. –La superación de los Castro. –Este será  tu cuarto. –Abrió la puerta. Y sí, con Ismenia cargándola estaba Flor, casi lloro de la emoción al verlas. –¡Señorita! –¡Ah señora! Ahora señora Ismenia. –Corrigió mi suegra. –Sí, señora. ¡Qué bueno verla! Yo no paraba de sonreír viendo a la bella pelirroja en sus brazos. Fui y la tomé para besarla. Cuatro días sin ella fueron para mí una eternidad. –El cuarto es grande. –Seguía Consuelo. Ni siquiera tuvo una atención para su nieta. –Y tiene una puerta que da al cuarto de la bebé. –Abrió la puerta y se cercioró de que yo la siguiera para verla. –Los niños deben ocupar sus propios cuartos ¿entiendes? –S-si. –Respondí y volví a besar a la bebé en la frente, la apreté con fuerza, no podía creer que la tuviera ya en mis brazos. –La extrañó mucho señori…señora. –Me susurró Ismenia. Me extrañó, le hice falta como ella a mí. –Ayer terminé de limpiarlo y acomodé todas las cosas que habían en la otra casa aquí. –La escuché y la seguí con Flor todavía mirándome. –Aquí durmieron mis cuatro hijos antes de pasarlos al ala de la derecha. Este ahora será el cuarto de la pequeña Flor. Todavía olía  a pintura, pero era grande, iluminado y hermoso. Color verde agua con decoraciones rosadas. La cuna, el caballito de madera y el gabetero eran color crema pastel y pocos peluches adornaban el lugar. –Te dejo para que te ambientes. –Giró en sus talones. –Ah, el baño queda en el pasillo, es privado, para recién casados. –Yo era la recién casada. Yo. Virginia de Castro.                  
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