Prólogo

964 Words
La explosión salió de la nada. Y arrasó con todo. Los restos de la ciudad, de la civilización entera, les habían caído encima en una maraña de escombros y polvo, tanto polvo. Un escalofrío recorrió la espalda del hombre mientras imaginaba los resultados en las áreas más centrales, ¿qué tan lejos se encontraban ellos? Unas cuantas decenas de kilómetros cuando menos. Y aun así… aun así… Comenzaron a temblarle las manos, después los brazos completos, se las ingenió para incorporarse, empujando su silla a un lado, o lo que quedaba de ella en realidad. Tenía que ponerse de pie, no había otra alternativa. Estaba solo en aquel momento, en el instante mismo en que el tiempo parecía haberse detenido y reanudado con tal violencia que los aplastó a todos. Existía menos de un segundo de diferencia entre el antes y el ahora, entre la Tierra antes de y la Tierra después de. Nunca, ni siquiera en sus sueños más locos, llegó a pensar que formaría parte de la historia después de. Era un acontecimiento importante, terrorífico, que implicaba la desaparición de las cosas que conocía, las que amaba. Le fallaron las rodillas, sintió nauseas, pero se obligó a avanzar. Tenía que hacerlo. Tenía que hacerlo. Tenía que hacerlo. Contra todo pronóstico, la puerta cedió el intentar abrirla. Fue un alivio, lo único que le faltaba era estar encerrado en semejante situación. Eso no implicaba que estuviese preparado para lo que encontró. Salir de su pequeña habitación en la sala de descaso implicó salir del edificio. Miró asombrado los cielos oscurecidos, teñidos de humo. El viento le despeinó el cabello y le llenó los ojos de polvo, como si estuviese determinado a hacerlo llorar de una forma o de otra. El edificio donde se encontraba constaba de dos plantas, nada ostentoso, simplemente oficinas desperdigadas a lo largo de un par de hectáreas; eran oficinas militares después de todo, llamar la atención no contaba entre sus planes. Aun así, la mitad de la unidad en la que él se encontraba había desaparecido y lo que quedaba se las arreglaba a duras penas para mantenerse en pie. Todo estaba cubierto por árboles arrancados de raíz y un enorme camión de carga, el cual había evitado mirar directamente por el bien de su estómago, cortaba todo por la mitad. Un olor persistente a quemado le calaba en la nariz. Se alejó del marco de la puerta, sus pies tambaleando, temeroso de que los cimientos del edificio colapsaran, enterrándolo junto con su silla y su taza favorita, la que rezaba de forma inocente que era el mejor padre del mundo, la misma de la que había estado bebiendo su café antes de que todo se fuera a la mierda. Cerró la puerta, más por costumbre que verdadera necesidad, no quedaba mucho en aquella habitación por lo qué preocuparse, aunque, cuando se alejó lo suficiente del muro que marcaba el límite entre la sala de descanso y el exterior, deseó volver adentro. El silencio era perturbador. Las oficinas siempre estaban llenas de personas, el bullicio era tal que uno no podía esperar a volver a tener un poco de calma y soledad. Pero ahí afuera no había ruido alguno que dejara entrever que, unos minutos antes, ese lugar había existido vida alguna. Se le erizó la piel. ¿Acaso no quedaba nadie además de él? El humo le llenó los pulmones con fuerza y las ganas de toser poco a poco se convirtieron en arcadas. Cayó de rodillas, sus piernas no podían seguir sosteniéndolo, pero eso le ayudó a escapar del humo que se elevaba hacia el cielo, volviéndolo cada vez más n***o. El bosque circundante estaba en llamas, aunque el humo era tan espeso que no le permitía ver si se habían originado cerca. Aunque podía darse una idea de lo que ocurrió. Permaneció inmóvil, entre el silencio y el humo, atento a los cambios a su alrededor; pero parecía que el tiempo se había detenido una vez más, perpetuando la imagen que tenía delante. Alargando el momento de tal manera que no parecía tener fin. Se preguntaba en qué momento el flujo del tiempo se reanudaría y lo aplastaría de la misma forma que a todas las demás cosas. ¿Qué clase de suerte era aquella? ¿Podía siquiera considerarse como tal? ¿Sobrevivir para terminar solo, abandonado? Se mantuvo en su sitio, incapaz de decir si acababan de transcurrir segundos o una hora, tal vez una vida, ¿qué más daba? Podría tumbarse justo en ese punto por lo que le quedaba de vida, le aterraba demasiado el moverse y descubrir cómo habían acabado el resto de las cosas a su alrededor. La calma era casi tan devastadora como los gritos de ayuda, pero mucho más tajante, mucho más catastrófica y decisiva, lo condenaba sin darle la oportunidad de intentar nada. —¿Alguien puede escucharme? ¿Pueden escucharme? La voz llegó cargada de estática y dejaba entrever miedo y frustración. El hombre levantó la cabeza, desconcertado y temeroso, volviendo la mirada a la cabina del camión. Donde el rostro deformado del conductor le dedicó una mirada desorbitada y vacía. —Estado Unidos ha caído. Repito. Estados unidos ha caído. La noticia le llenó los ojos de lágrimas y la impotencia colmó su sangre. Se puso de pie. —La ciudad de Washington fue reducida a cenizas. No hay sobrevivientes. Repito… —La voz en la radio hizo una pausa que bien pudo ser un sollozo o una risa—, no hay sobrevivientes. Siguió avanzando. El calor de las llamas lamía su piel conforme se acercaba, abrasándola de a poco. —¿Pueden escucharnos? ¿Alguien…? Es imposible dar un número definitivo de decesos. Estamos… estamos perdidos. ¿Alguien puede escucharnos? ¿Alguien…?
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