Capítulo 2

3070 Words
La primera semana en casa pasó volando. Cada día estaba lleno de risas, historias compartidas y momentos especiales con mi familia. Mis hermanos y yo retomamos nuestras viejas costumbres, como jugar al fútbol en el jardín trasero o ver películas hasta altas horas de la noche. Era como si el tiempo no hubiera pasado y todo estuviera en su lugar. Una tarde, mientras ayudaba a mamá en la cocina a preparar una de nuestras comidas tradicionales de domingo, me encontré pensando en Sebas. Desde mi regreso, no había hablado con él y no podía evitar sentir un vacío en mi corazón, en todo lo que extrañaba de España, mis amigos, las horas de estudio, escribir, coger un tren y viajar por largas horas. Sabía que tenía que enfrentar la realidad en algún momento y tomar decisiones difíciles sobre mi futuro. —¿Estás bien, cariño? —preguntó mamá, notando mi expresión ausente mientras removía la salsa de tomate. —Sí, mamá, estoy bien —respondí con una sonrisa forzada. Sin embargo, mamá conocía mis pensamientos mejor que nadie y me miró con preocupación. —Leia, sabes que puedes hablar conmigo sobre cualquier cosa, ¿verdad?—Asentí, sintiendo un nudo en la garganta. Era hora de enfrentar la conversación que había estado evitando desde mi regreso. Esa noche, cuando me acosté en mi cama, miré las estrellas fosforescentes en el techo y pensé en Sebas. No sabía qué depararía el futuro, pero tenía que encontrar una manera de lidiar con mi pasado y tomar decisiones que fueran verdaderamente buenas para mí. Por ahora, solo podía esperar que el tiempo me diera las respuestas que necesitaba. …. Me acomode los auriculares, para ahuyentar el ruido de fondo, las voces de mi cabeza, quería que la voz de Amy Lee me transportara a otro lugar, con aquella canción que papá no soportaba escuchar. En todos estos años seguía sin decirme por qué no podía escuchar esa canción, a mí me encantaba, aunque fuera tan triste, me hacía recordarlo a él, hacía solo unas horas que mis hermanos, mi padre Arturo y yo habíamos llegado a la casa de la abuela Lena. Entonces, lo vi y el mundo entero se detuvo cuando levanto la mirada y esos ojos oscuros me envolvieron la mirada, sus ojos parecían una tormenta en medio de la noche. Se paró en seco, traía bolsas del supermercado en sus manos. Nos quedamos mirándonos fijamente desde la distancia. Recuerdo la primera vez que lo vi, apenas tenía 10 años, estábamos en casa de la abuela jugando en el patio trasero, mis hermanos eran unos niños que no me dejaban en paz en ningún momento, puedo evocar cada segundo que paso hasta que decidí acercarme a él. Estaba recorriendo plantas a toda prisa. –¿Qué haces? – estaba asustada al acercarme, mis hermanos estaban detrás de mí, tirando de mi blusa para que regresara a jugar con ellos. Él parecía no notarme, no me respondió ni me miró hasta que hice la misma pregunta por tercera vez. –Tengo que llevarle esto a mi mamá– hablo tan bajito, nunca vi una persona igual, iba descalzo en la tierra, con unos pantalones cortos tan sucios que no se llegaba a distinguir cuál era su color original y un suéter gris roto, estaba tan delgado, pero era alto, llevaba el cabello largo, nunca vi a un hombre con el cabello largo, era oscuro y se veía grasoso. Sus mejillas estaban humedecidas por el sudor que bajaba por su frente, en ese momento algo se abrió en mi pecho, quise lanzarme hasta él y darle un fuerte abrazo. –¿Por qué? – le volví a preguntar. –Ella está muy enferma. –¿Puedo ayudarte? – fue la primera vez que puso sus ojos sobre los míos, me quedé paralizada bajo aquella mirada tormentosa, angustiada, sus ojos estaban rojos, como si hubiera estado llorando por horas. –Hermana– Dan tiro de mi blusa, pero lo ignore. –¿Cuáles te ayudo a recoger? –La menta, yerba buena y las margaritas, también el cilantro– no tenía idea de cuáles eran esas plantas, por lo que tuve que pedirle que me las mostrara. –gracias– su voz era débil y hablaba muy bajito. –¿Volverías a jugar conmigo? –No puedo, lo siento. –¿Por qué? –No puedo dejar a mi mamá sola– me puse triste en ese momento, tan triste que quise llorar. –¿Puedo ir a visitarte? –Abrió los ojos, parecía asustado, pero al final asintió. –Vivo bajando la colina, cerca del río– le sonreí. Me quedé mirando el lugar por donde desapareció. Esa tarde me robe comida de la casa de la abuela, todo lo que pude llevar en mi mochila y espere que mis hermanos se tomarán su siesta para escaparme e ir a buscarlo, el corazón me martilleaba en el pecho mientras cruzaba los alambres que daban por finalizada la propiedad de mis abuelitos, nunca había salido sola de casa y sin permiso, el miedo me tenía los dedos entumecidos, ni así, di la vuelta y regrese a la casa, camine por casi media hora hasta que distinguí una casa, una pequeña casa, era de madera y no estaba pintada. Me dio mucha tristeza ver aquella casa, saber que alguien vivía en aquellas condiciones. Me armé de valor y di los pasos que faltaban hasta estar frente a su puerta. Toqué tímidamente, hasta que abrió la puerta, se había lavado la cara y recorrido el cabello. –Hola– le sonreí, él me dejó pasar, su cara era tan pequeña como mi habitación de juegos, no había sillas ni mesas para comer, ni televisión. Él no me respondió, se limitó a mirarme fijamente, mirada que me ponía nerviosa. –Te he traído cosas– susurre, mire a mi alrededor, su madre estaba durmiendo en la única cama que había. Me quité la mochila y la puse en el suelo y saque todo lo que traje. Él se alejó unos pasos mirándome asustado– Está bien. – le di mi mano para que la tomara, dudo un rato– también traje esto– saque mi celular y se lo mostré. –¿Qué es? –señaló el aparato en mis manos. –Un celular– deje que lo tuviera en sus manos, lo miró como si fuera una bomba. –Es para recibir llamadas, para jugar y mi favorita, escuchar música. –¿Música? – asentí, lo ayudé a guardar las cosas que traje y después salimos de su casa, nos sentamos cerca del río y conecté los auriculares, le pase uno y me puse el otro para que viera como se hacía. Busque en mis canciones la que era mi preferida, porque mi papá me la cantaba por las noches para que yo me durmiera. –¿Qué dicen? –Por ahora solo déjate llevar– él asintió y cerró los ojos, mientras en nuestras cabezas retumbaba los acordes de Shine on you crazy diamond de Pink Floyd. Quise que todos los recuerdos que compartimos se disiparan de mi cabeza, olvidar todo lo que vivimos juntos aquel verano y todos los veranos que le siguieron a ese. Había cambiado, yo sabía que era así, porque me mantenía espiándolo en las redes, conocía como le iban de bien las cosas ahora. Hizo una mueca con la boca antes de dar un paso, luego otro y mientras más se acercaba, más rápido me palpitaba el corazón en el pecho. –Hola– el cuerpo me retumbó al escuchar su voz, tan bajita y calmada, aparte la vista porque quería llorar. –Hola– me mordí el labio. –¿Cuándo has llegado? – lo mire a los ojos, mala mía por eso. Sus ojos seguían pareciéndome un enigma. –Hace una semana. –¿Vas a quedarte mucho tiempo? –Solo el verano. –asintió lentamente. Se hizo el silencio entre nosotros, era la primera vez que un silencio se hacía incómodo en nuestra presencia. –Leí tu artículo. –Dijo luego de unos minutos. Me quedé sin palabras. –Es muy bueno. –Al parecer todo el mundo leyó ese artículo– apoyé la cabeza en el respaldo del mueble sin apartar mis ojos de los suyos. –Sí sale en primera plana de un periódico internacional, es para que todos lo leíamos– lo mire de reojo, intentaba ocultar su sonrisa– aunque considero que tu historia sobre el futuro de las mujeres en la industria de tecnología es mucho mejor– lo mire por unos segundos otra vez, iba a decir algo, pero se me adelanto– me gusto como describiste el mercado emergente de la tecnología en América Latina y el reto que es para las mujeres abrirse camino. –me quedé mirándolo con los labios entreabiertos, nada quería salir de mi boca. Oh, bueno, nada inteligente. –¡Oh! Martin al fin llegaste– no mire a mi abuela, me quedé mirándolo, sin llegar a comprender cómo me sentía que él se hubiera tomado el tiempo de leer mis artículos. –Sí, justo acabo de llegar, ya iba a llevarle sus cosas. –Muchas gracias por ir por mí– me dedicó una última mirada antes de retirarse, frustrada deje salir el aire y subí los pies en el mueble. –¿Sucede algo? – La abuela Lena se sentó a mi lado en el sofá y me acarició la mejilla. –Nada abuela, es solo que me aburro. –¿Con que en esa estamos? –Sí. –¿Por qué no le dices a Martin que te lleve al río? Antes te encantaba ir, recuerdo a la niña que se escapa para ir al río por las tardes. –No creo que él quiera acompañarme. De seguro tiene cosas mejores que hacer. –Lo dudo, solo tenía que ir a comprarme unas cosas al super para la comida. Si ibas a aburrirte ¿por qué no te fuiste con tu padre y tus hermanos? –No lo sé– mentí, sí que lo sabía, quería verlo por más que me fuera a doler. –Martin, ven aquí– gritó ella. –Abuela– me encogí en el mueble, quería que la tierra se abriera allí mismo y me tragara. Sus pasos retumbaron sobre el piso. –¿Sí? – no lo mire, evite a toda costa mirarlo. –Quiero que acompañes a Leia al río. –él no dijo nada, un silencio nos atrapó, la abuela me tocó en el brazo– ¿Y a ustedes qué les pasa? –lo mire de reojo, él estaba mirando a otra parte, evitando mirarme. –bueno, bueno– ella se puso en pie– será mejor que se vayan antes de que los demás vuelvan. –No tenemos que ir– dijo, aun así, me puse en pie y bajé los escalones de la entrada. –Si no vamos, ella volverá aquí– caminé delante de él, volví a ponerme los auriculares y puse algo de música alegre. Me agache para agarrar una piedra y lanzarla, estuve haciendo eso todo el camino, su casa ya no estaba– ¿Qué pasó allí? – señale en lugar vacío donde antes él vivía, quite la música para poder escucharlo. –Hubo una tormenta hace dos años. –Lo lamento– mire sobre mi hombro, él estaba mirándome a mí. –No importa, ya estaba viviendo con tus bisabuelos cuando ocurrió. – asentí. –¿Fue muy fuerte la tormenta? –Sí, duró casi dos días, el río creció tanto que llegó hasta la carretera. –Vaya– no dijo nada más, se limitó a caminar detrás de mí. Estábamos casi en la orilla cuando se animó a hablar. –¿Estás feliz de volver? –me quedé mirando el agua cristalina, la roca donde solíamos sentarnos a escuchar música, hablar por hora, donde le enseñe a leer, a escribir, donde nos pasábamos horas hablando de cosas sin sentido, cuando me giré para mirarlo, también estaba mirando la roca. Su cabello estaba atado en una cola, lo llevaba demasiado largo y ahora tenía los brazos llenos de tatuajes. Me mordí el labio. Estaba tan guapo, que me dolía la tripa solo de verlo. –Sí, extrañaba mucho a mi familia– asintió, a ti también te extrañe, pero eso jamás se lo diría. –¿Vas a meterte al agua? –No lo sé, no traigo bañador. –Como si eso te importara– sonreí por primera vez desde que lo vi. –Era una niña. Y yo siempre usaba ropa para entrar al agua. –¿Y qué te detiene ahora? – se quitó la camiseta negra y la dejó sobre el pasto, luego se sacó los zapatos, al tiempo que me miraba, aparte la vista cuando sus manos fueron al cierre de sus jeans. Se había ejercitado mucho estos años, sus hombros eran el doble de anchos de lo que lo recordaba, sus brazos musculosos, su abdomen marcado, me dejaron sin respiración. –De seguro está fría– sonrío, aquella inocente sonrisa que solía darme cuando se daba cuenta de que aprendió lo que le enseñé. –Eso es lo bueno ¿o no? – abrí la boca para protestar, pero me quedé sin aliento cuando dejó caer sus pantalones, quedándose en ropa interior delante de mí. Lo había visto un millón de veces en boxes, pero antes, antes… su cuerpo no se había desarrollado tanto como ahora. No cabía duda, de que ya no era el chico delgaducho que solía conocer. –Vamos– me tomo por las muñecas y me llevo al agua, mis sandalias se las llevó la corriente y él tuvo que nadar río abajo para alcanzarlas, me reí a carcajadas al verlo intentar atraparlas. Desde dentro del agua las lanzó a donde yo estaba y tuve que quitarme del medio para que no me dieran. –Casi me das con ellas– le grité, intentando parecer enojada, pero la risa no me dejo. –Sigues teniendo reflejos– nos callamos un instante– ¿No vas a entrar? – negué con la cabeza y me senté sobre una roca. Lo vi salir del agua, pero no me moleste en pararme, no sabía que iba a hacer aquello– viniste a bañarte– dijo antes de doblarse por la mitad y cargarme en sus brazos. Dejé caer mi celular juntos con los auriculares, rogando porque no sufriera ningún daño. –¿Qué haces? – le grité, intenté defenderme para que me soltara, aunque fue inútil, se metió al agua y se hundió, todavía conmigo en brazos, estuvimos bajo el agua por unos minutos, hasta que logre salir de sus brazos. –¡Ah! – tomé aire cuando estuve fuera. –Eres un idiota. –Me lo has dicho muchas veces– apareció detrás de mí, me giré y le lance agua como me había enseñado a hacer. Pronto estuvimos involucrados en una guerra de agua y no note lo cerca que estaba de mí, no hasta que sus manos estuvieron sobre mis hombros, haciéndome fuerza para que me hundiera. Le di un golpe en el estómago y me soltó, el tiro de mi blusa me cayó por el brazo y el tatuaje que llevaba en el hombro izquierdo quedó a la vista, el mismo que compartía con él. Se quedó quieto por lo que pareció una eternidad, yo me petrifique cuando sentí sus dedos sobre mi piel. –Lobo– susurre, porque toda la piel del pecho se me estaba quemando bajo sus dedos. –Val– la única persona en el mundo que se refería a mí por mi segundo nombre era él, porque decía que le gustaba más ese que Leia. –Nunca pensé que ibas a volver a llamarme así. –Ya ves– baje mi mirada hasta su pecho, allí donde sobresalía su estrella. Nos habíamos hecho el tatuaje cuando yo cumplí los 17, estuve escondiéndolo todo el verano, fue mi primer tatuaje y el suyo. –Te gusto esto de hacerte tatuajes– estaba tan cerca, que podía sentir su aliento en mi rostro. –Sí– me acarició la mejilla, me quedé mirándolo asustada, él se detuvo allí, pensé que se iba a atrever por primera vez a besarme. Pero no lo hizo, cerró los ojos y se sumergió en el agua. Frustrada me fui. Busqué mis sandalias y me las puse. Estaba tan enojada, porque yo quería… rayos que si quería que al fin me besara. Después de todo lo que pasó entre nosotros, seguía soñando en cómo sabían sus labios, si eran tan suaves como me los había imaginado. –Val, espera. –No, déjame en paz– gruñí, comencé a correr, pero él me alcanzó. –Déjame. –¿Qué hice esta vez? – me sostuvo por los hombros. –Qué no hiciste– lo corregí. Él se alejó, se apartó algunos mechones de cabello del rostro. –¿Nunca vas a admitirlo? –¿Qué quieres que te diga? – susurro, volvió a hacer el chico tímido, el que hablaba a susurros porque le daba vergüenza. –La verdad. –Estaba tan furioso, porque me moría por besarlo de una vez por todas. –Val, yo...– bajo la mirada– mira acabas de volver y yo no sé cómo comportarme contigo ahora. No sé qué debo de decir o hacer. –Solo dime la verdad, la pregunta sigue siendo la misma. –Tomó aire mientras levantaba la mirada. –Vale, ¿quieres saber la verdad? Me echas la culpa de lo que pasó a mí, pero no me diste tiempo a procesarlo, a entender todo lo que estaba pasando, a entenderme a mí mismo y lo que sentía por ti, porque una parte de mí sabía que nunca íbamos a estar juntos, no de esa forma que tú querías. –¿Por qué? –Porque somos muy diferentes. –Excusas, son solo excusas. Te avergonzabas de que todos se burlaran de ti por estar conmigo, con la chica gorda. –abrió mucho los ojos. –Nunca repitas eso delante de mí, porque nunca te he visto así, nunca me avergonzaría de ti. –no dijo nada más, se marchó a por su ropa y se largó, dejándome allí sola.
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