Capitulo 1.

2213 Words
Capítulo 1 —Declaro al señor Carlos Albertos Sáenz inocente de culpa y cargo, debiendo el Estado pagar una indemnización por la suma total de 250 000 pesos, los mismos que deberán depositarse en el término de 30 días empezando desde hoy. ¡He dicho! —Y se oyó el fuerte sonido del martillo golpeando esa pequeña tarima de madera, lo que dio por finalizada la sesión. Santino Rivas ganaba un nuevo caso una vez más. En doce años de carrera nunca había perdido un solo caso, y eso lo llevó a ser considerado el abogado más exitosos y mejor remunerado de los últimos tiempos. Por ello, no cualquiera tenía el poder adquisitivo para pagar sus servicios, y este era uno de esos casos. El señor Carlos Alberto Sáenz había sido inculpado de un homicidio, pero resultó ser inocente, y gracias a Rivas no solo pudo conseguir su libertad, sino también una gratificación por haber sido inculpado injustamente. —Felicitaciones, doctor Rivas —le habló uno de su equipo de abogados. Él solo le hizo señas con su cabeza en agradecimiento y siguió sin decir nada más. Si bien pertenecía a un bufete de abogados vip, él no buscaba hacer sociales con nadie. En definitiva, cumplía su horario laboral. Apenas les contestaba a sus colegas los saludos. No había mujer en el edificio que no se quedara embobada al verlo pasar. La indiferencia con la que se comportaba con ellas lo hacía más deseable ante sus ojos. Los años, exitosos, por cierto, de carrera que llevaba en ese bufete le habían dado uno de los lugares más privilegiados de todo el edificio, y ese era la oficina contigua a la del jefe. Santino era sinónimo de éxito. Sin embargo, lo que todos se preguntaban era sobre su vida personal, si en doce años no había mencionado siquiera una pareja. De hecho, no parecía amigable con nadie, solo los ignoraba. Su vida privada era todo un misterio. Algunos creían que era homosexual y otros afirmaban que una mujer le había roto el corazón, y por eso era frívolo con todos. La verdad solo él la sabía. Santino nunca se había enamorado. De hecho, no sabía ni cómo se sentía amar a alguien o incluso tener algún tipo de emoción por algo aunque sea insignificante. No era el típico hombre que miraba una película de acción y se mimetizaba con el personaje masculino. Él siquiera encendía su LED de 57 pulgadas. A pesar de que lo compró hacía cinco años, jamás le sacó el plástico ni mucho menos lo encendió. Pensándolo bien, tampoco sabía si funcionaba, solo lo tenía y ya. Por donde pasara, las mujeres se volteaban a verlo. En cada semáforo donde frenaba, no había persona que no se sintiera intimidada por su porte de hombre serio y soberbio. Pero esa mañana todo cambiaría. Seis meses atrás Abril Evans se preparaba para rendir una materia más de su carrera y poder pasar a segundo en la Universidad de Derecho. Toda la semana estuvo leyendo y releyendo porque soñaba con tener ese título en mano y darles a sus padres la alegría y el orgullo de tener una hija que, pese a la adversidad y al entorno de necesidad en el que vivía, pudo tener su título con mucho esfuerzo. Quería comprarles una casa sin importar que fuera pequeña. Una casa al fin. No obstante, el destino tenía preparado otra cosa. Luego de darles un beso a Catalina, su hermana de 13 años, y a sus padres, ingresó al edificio. Sería la última vez que vería a sus padres vivos y a su hermana de pie. Cuando el reloj dio las once de la mañana, su celular sonó. Al fijarse en la pantalla del mismo, decía Mamá. Un frío helado la atravesó, haciéndola sentir inquieta. Un presentimiento espantoso la invadió. Temió el tomar la llamada, pero lo hizo porque tal vez su madre se había olvidado de decirle algo. Quizá solo se sentía inquieta por haber pasado las últimas semanas durmiendo poco por el examen. Sin más, tomó aire y contestó. —¿Hola? ¿Mamá? Pese a decirse que todo estaba bien, algo en su pecho andaba mal. Podía respirar una atmósfera pesada. —¿Hablo con la hija de la señora Susana Williams de Rivas? En ese momento sintió un dolor en su pecho y dejó caer la lapicera de su mano. —Sí. ¿Qué pasó con mi mamá? ¿Mi papá? ¿Mi hermanita? —Comenzó a ponerse histérica. Ante el silencio de la persona que le hablaba, más nerviosa se sentía—. Por favor, señorita, ¿qué sucede con mi madre? —Entonces les puso atención a los sonidos de fondo. Eran ambulancias. —Lamento informarle que el auto en el que venía la señora acompañada de un señor y una menor ha sido participe de un accidente, donde ambas personas adultas murieron. Ella no pudo escuchar más. Su llanto salió acompañado de un grito desgarrador que tomó por sorpresa a todos en el aula, a sus 187 compañeros, incluidos los docentes y los asistentes. —¡¿Qué sucede, Señorita Rivas?! —indagó el profesor, pero ella solo se cubrió la boca y gritó entre sus manos. Entretanto, se arrodilló y realizó movimientos involuntarios hacia atrás y hacia delante. En ese momento, su mejor amiga, Erika, agarró su celular, que estaba en el suelo, y se enteró del motivo por el cual su amiga se descompuso entre lágrimas en el suelo. —¿Y dónde está internada la niña? Los médicos le informaron que la ingresaron a su dependencia hacía una hora y que la niña estaba en gravísimo estado, que se encontraba en la sala de operaciones y que debían apersonarse a la clínica para que Abril pudiera firmar los papeles de la autorización de operación para Catalina, que era menor. —Inmediatamente estamos allí. —Colgó y ayudó a Abril a levantarse—. Vamos, amiga, te acompañaré. Debemos ir a la clínica el Sol para que puedas firmar unos papeles. Erika y Abril se conocían desde la secundaria. Aunque tuvieron un enfrentamiento por el desgraciado que tenían por novio, el cual les mintió a las dos, entablaron una hermosa relación de complicidad para vengarse de él, lo que terminó de consolidar su amistad. A Erika le tocaba la dura tarea de decirle qué sucedía con su hermana. Los docentes le permitieron la salida y le brindaron todo su apoyo por si necesitaban algo ella y su hermanita, pero Abril solo tenía algo en su cabeza: ¿quién había hecho eso? Cuando llegó a la clínica y preguntó en recepción antes de tener que ir a ver a Catalina, le pidieron reconocer los cuerpos de sus padres. Aunque Erika le dijo que no lo hiciera, Abril se sentía fuerte, dentro de todo, para ver a sus padres. Jamás se olvidaría de sus rostros. Cuando el médico la interceptó, le explicó la realidad de su hermana, que había sufrido una terrible lesión en su columna vertebral y en su cabeza, pero que, si llegaba a sobrevivir, no volvería a caminar nunca más. Escuchar esto provocó que en la chica todo se derrumbara, porque de un segundo a otro perdía todo. En la mañana era la chica más feliz del mundo y horas más tarde pensaba de dónde sacaría dinero para enterrar a sus padres muertos. Cuando vio a unos policías, le informaron que fueron víctimas de un loco que viajaba a toda velocidad por una calle que no podían circular a más de cuarenta kilómetros por hora. Lo peor del caso era que el tipo venía alcoholizado y que se trataba de un diputado de la nación. ¿Qué probabilidades existían de que una personalidad poderosa como él se lo condenara por el crimen de gente pobre y humilde sin poner sus influencias en juego? Ninguna. Eso era una batalla perdida. Sin embargo, eso no era todo lo que debía enfrentar Abril, ya que a los dos meses perdió la casa, pues la misma estaba hipotecada; sus padres eran los únicos que podían abonarla. Por eso, al morir ellos y al no percibir la cuota, el banco pasó con el remate de la misma, por lo que, además de no tener padres y quedar huérfanas, ahora estaban en la calle, pero, por suerte, Erika, que vivía sola, les prestó una parte de su departamento. Allí era donde vivían. Ella la ayudaba con Catalina, porque ella se manejaba en silla de ruedas, y pese a tener que asistir a un colegio especial por su condición, la realidad era que no tenía el dinero para hacerlo. Apenas podía pagar las sesiones de kinesiología con el miserable sueldo que ganaba en la tienda de alimentos dietéticos. Encima el médico le había dado esperanzas a Cathy, como ella llamaba a su hermana, de volver a caminar si se podía operar en Estados Unidos, pero el monto que debía juntar era de 250 000 dólares, ni más ni menos. ¿De dónde los sacaría? Ella no quería romper la ilusión de la niña, pero jamás podría costear esa operación. Sin embargo, una mañana, seis meses más tarde, su vida cambiaría. En la actualidad Santino viajaba en uno de los autos más caros de toda América, el mismo que solo tenía tres ejemplares, y solo él tenía uno de ellos. Mientras viajaba desinteresado por las calles de Buenos Aires, Abril cogió un trabajo a contra turno y realizaba repartos de correspondencias en una bicicleta que en cada dos por tres se le pinchaba la rueda y la dejaba a pie maldiciendo al tipo que se la vendió. Ella se sentía tan frustrada de haber tenido que dejar sus estudios para poder darle a su hermana esa operación que tanto necesitaba, con la que tanto soñaba, que se sobreexigía para que la niña pudiera volver a usar sus piernas, aunque ella se hundía en un pozo del cual sabía que no podría salir tan fácil. De hecho, dudaba que alguna vez pudiera hacerlo, pero esa mañana las cosas iban a dar un vuelco en su vida. Cuando el semáforo se puso en rojo y le dio el paso a Santino de avanzar, no vio venir a Abril en su bicicleta, que cruzaba con rapidez para poder llegar con los horarios, y él la embistió. Gracias a Dios apenas le tocó la rueda delantera, provocando que se cayera. Un pequeño rasguño surgió en sus rodillas, que iban desnudas porque usaba un short por el calor. —Pero ¡¿eres idiota?! —gritó Abril al darse cuenta de que todas las cartas se habían entreverado al caer al suelo— ¡¿Piensas quedarte ahí o vas ayudarme?! Ni bien impactó su auto con la bicicleta él bajó de inmediato, pero al ver que la chica estaba bien y que no le había sucedido nada posó toda su atención en la trompa del auto, que al parecer tenía un rayón. Cuando se dio cuenta de lo que le decía Abril, solo se paró a mirarla desde lo alto. No fue su culpa, ella cruzó mal ¿Por qué debía ayudarla y ensuciarse el traje? Después de todo, su bicicleta le había provocado un rayón a su carísimo auto y él tendría que hacerse cargo. —Ay, Dios, estos tipos no saben siquiera lo que es la humildad —la escuchó decir en tono enojado. Sintió que ese comentario fue para él. —¿Perdón? ¿Se refirió a mi persona como «estos tipos»? Cuando Abril consiguió juntar todas las cartas y ponerlas en el canasto para poner en pie su bicicleta, le dedicó toda su atención. —Sí, ¿algún problema? —preguntó desafiante. Si había algo que ella detestaba, era la falta de empatía de las personas y la falta de caballerosidad. Y para él había dos cosas que le molestaban más que nada. 1. Que se dirigieran a él con los términos que ella utilizó porque sostenía que era una total falta de respeto. 2. Que se metieran con su bien más preciado: su auto. —Tienes que disculparte —le dijo serio y tajante. Ella comenzó a mirar a ambos lados. Al advertir que su expresión no cambiaba en lo absoluto, le preguntó a quién le hablaba—. A ti. Debes disculparte inmediatamente. Ella puso sus manos en la cadera y soltó una gran carcajada. —Usted sí que está mal de la cabeza. Él sintió como una ofensa sus dichos e insistió en que se disculpara. Si había algo que detestaba Abril, eran los hombres como él, que creían tener el control de todos y de todo, pero ella no sería parte de ese «todos» sin más. Se acercó más a él. Él extendió su mano y ella se detuvo en seco. —Está invadiendo mi espacio personal. Exijo una disculpas inmediatamente. Entonces, cansada de la arrogancia de ese hombre, dio por terminada la conversación. —¿Sabe qué? —Sonrió. Entretanto, él esperó paciente esas disculpas, las cuales ni en sus sueños llegarían—. ¡Púdrase! —Y se fue para continuar con su trabajo. En cambio, él se quedó parado y sin comprender. Era la primera vez que le decían «no» a algo que él proponía.
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