Ni demonios ni infierno

725 Words
Érase una vez, una familia que sobrevivía a la miseria de haber perdido a su primogénito en medio de las fuertes corrientes de un inmenso río durante las vacaciones. Aquel día todo cambió para la familia Pérez. El sol ya no brillaba, y la casa dejó de poseer la calidez que la destacaba. Doña Cecilia lloraba día tras día, y Andrés Pérez, su marido, pasaba cada noche haciendo guardias en el trabajo para no llegar al cementerio en el que se había convertido su hogar; Todos caminaban en puntillas sin hacer ruidos. De cierta forma, desde el día en que Joaquín se marchó, ya nadie tenía permitido vivir. Ya habían transcurrido cuatro años desde la partida de Joaquín, pero aún se percibían los estragos de su ausencia. Cecilia y Andrés se dejaron el uno al otro, porque empezaron a tacharse de culpables mutuamente a causa de un fatídico destino inesperado. Mauricio, el hijo menor que ya había llegado a la mayoría de edad, tuvo que pagar el precio de un muerto a quién no le debía derechos ni favores. Cecilia enloqueció; dejó de ser su madre y se convirtió en su dueña. Mauricio vivía en libertad condicional aún sin haber cometido crímenes, su culpa o inocencia no podían tratarse en un estrado. Era el prisionero de una madre herida y acabada tras la partida de uno de sus muchachos. Quien aparentemente es una víctima incomprendida, terminó siendo uno de los monstruos por los que rezamos cada noche no encontrarnos. El aparente amor de madre lo acorraló tanto que lo mantuvo encerrado por años. Mauricio Pérez fue un joven torturado, envenenado y lastimado por su propia madre. Lo mantuvo atado tanto tiempo que no supo encontrar una forma de soltarse de aquel hilo imaginario y asesino, llamado: vínculo afectivo. Una noche, mientras Cecilia dormía plácidamente debido al efecto placebo de sus antidepresivos, Mauricio la apuñaló quince veces hasta quitarle las esperanzas de sobrevivir. Lo desconcertante de este suceso es la ausencia de culpa que sintió el hijo luego de arrebatarle la vida a su madre. Limpió la sangre de la madera, quemó las sábanas y alfombras, colocó a su madre repartida en cinco fundas negras y la enterró debajo de la rama más gruesa del viejo árbol que estaba frente a su casa. Al día siguiente, el sol brilló más que nunca; Mauricio se sentó frente a la ventana de la cocina, mientras se tomaba una taza de café utilizando una de las batas favoritas de su madre. Luego, se dirigió a la cocina, y horneó algo como en los viejos tiempos. Ordenó la mesa tal como para un festín, colocó cuatro sillas y cuatro platos. Cerró sus ojos, fingió tomar las manos de Cecilia, Andrés y Joaquín y elevó una oración. Las luces de toda la casa estaban encendidas, se escuchaban risas y la música duró toda la noche. Sin embargo, antes del amanecer, Mauricio se dirigió al viejo árbol, y se ahorcó en la misma rama que le hacía sombra c*****r de su madre. Aunque aparente ser una historia sin víctimas ni culpables, donde sus almas fueron arrastradas al fango de la pérdida y la desesperación, Cecilia no fue una pobre mujer incomprendida, sino que, fue una descarada que fingió ser víctima, y Andrés Pérez se convirtió en su mayor cómplice por guardar silencio. Joaquín fue una víctima silenciosa de las manos prohibidas de una madre con deseos incestuosos, y cuando el remordimiento y la culpa logró consumirlo por completo, decidió quitarse la vida en presencia de la mujer que años atrás ya se la había arrebatado. Mauricio, por el contrario, se negó a recibir lágrimas llenas de cinismo de una mujer sin remordimientos y públicamente sin pecados, pero que en la habitación le arrebata la inocencia hasta al más vil ser humano. No se mató por dolor ni conciencia, sino por vergüenza y humillación. Tras los años, aún se murmura sobre el destino de esta miserable familia, e incluso se cuestiona el paradero de Andrés Pérez. Hay quienes hablan de maldiciones que impulsan al hombre a cometer actos atroces, o el maligno apoderándose de los corazones, tratando de justificar los actos inhumanos que se cometen a diario. Sin embargo, no existen demonios ni infierno que se compare a la realidad silenciosa y atemorizante de muchos hogares como el de Joaquín y su hermano.
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