LA NEGACION
🌟 TIFFANY 🌟
Diecinueve años. En un lapso de setenta y dos horas exactos, cumpliría diecinueve años de edad. Se extendían ante mí como un puente dorado hacia la eternidad. No sabía —¿cómo podría saberlo? —que cada minuto que pasaba me acercaba al abismo.
La felicidad verdadera es ciega. Te abraza con tal fuerza que no puedes ver las sombras que se acumulan a tus pies. Y yo… yo nadaba en esa ceguera dorada, contando los latidos de mi corazón, como si fueran monedas de oro cayendo en mi palma.
Si hubiera sabido… Pero nadie sabe cuándo vive sus últimas horas de inocencia. Si lo supiéramos, las devoraríamos con la desesperación de quien lame miel antes de que se la roben para siempre.
—¡Tiffany, baja inmediatamente!
La voz de mamá me atravesó desde el primer piso, cargada de esa impaciencia familiar que conocía desde niña. Perfecta, meticulosa, obsesiva. Si hubiera sabido que todos sus esfuerzos por crearme la celebración más espectacular de mis diecinueve años se convertirían en cenizas…
Pero no lo sabía. Ninguna de las dos lo sabía.
—¡Un minuto más! —grité, luchando con mis rizos rebeldes frente al espejo de marco dorado. Mi reflejo me devolvía la imagen de una extraña: una chica que jamás había conocido el verdadero dolor. Cabello castaño que brillaba bajo la luz de mi habitación. Ropa que costaba más que el salario mensual de la mayoría. Una sonrisa que creía eternamente en la felicidad.
La princesa de papá. La niña mimada de mamá. La heredera de un imperio que pensaba mío por derecho divino.
¡Qué sencillo era sentirse invencible cuando el mundo entero parecía conspirar para que fueras feliz!
Ayer, Kat y Romina habían venido a ver el vestido que mamá había mandado a traer desde Milán. Sus ojos brillaron al verlo, pero había algo más en esa mirada. Algo que entonces no supe descifrar en ese momento.
—¡Dios mío, Tiff! ¿Quién como tú que puedes darte estos lujos? —había dicho Kat, pero sus palabras sonaron huecas, como campanas rajadas.
Romina había guardado silencio, tocando la seda con dedos que temblaron ligeramente. Como si ya supiera algo que yo ignoraba.
¿Por qué no presté atención a esas grietas en su comportamiento?
Pero yo estaba demasiado ebria de expectativa para notar las señales. Demasiado ciega para ver que mis amigas ya habían comenzado a despedirse de mí.
Un día antes…
Bajé las escaleras de mármol con el corazón acelerado por la emoción. Ese día conocería a mi universidad. El campus donde estudiaría administración financiera, siguiendo las huellas doradas que papá había trazado para mí. Donde construiría mi propio imperio, ladrillo a ladrillo.
Tenía tantos planes hermosos. Y ninguno, ni uno solo, contemplaba el desastre que ya se cernía sobre nosotras como un buitre paciente.
El recorrido por el campus fue un sueño realizado. Mamá firmó la matrícula sin pestañear, y yo me vi en esas aulas elegantes, debatiendo sobre mercados internacionales, forjando mi futuro con las mismas manos que papá había usado para crear su imperio.
Todo encajaba a la perfección. Como las piezas de un rompecabezas que el destino ya había comenzado a desarmar.
Al regresar, mamá salió hacia el centro comercial para los últimos preparativos de la fiesta. La mansión quedó sumida en un silencio extraño. Un silencio que ahora, al recordarlo, me parece una advertencia susurrante.
Como si el universo ya estuviera conteniendo la respiración.
—Señorita Tiffany —me interceptó el ama de llaves, nuestra empleada de confianza, cuando subía hacia mi habitación—. Su padre llamó mientras usted no estaba.
Mi corazón se detuvo en seco. Había perdido su llamada. La primera señal. La primera grieta en mi mundo perfecto.
—¿Qué… qué dijo exactamente?
—Que las extrañaba mucho. Que llamaría más tarde porque iba camino a una reunión muy importante.
Una reunión. La última de su vida.
Nadie en esa casa dorada, ni siquiera la empleada, sabía que esas serían las últimas palabras de mi padre.
Me dejé caer sobre mi cama king size, rodeada de vestidos caros y sueños que brillaban como diamantes falsos. Sin saber que en menos de veinticuatro horas mi mundo se convertiría en un cementerio de esperanzas.
Sin saber que esa sería la última vez que escucharía su nombre sin que cada sílaba me destrozara por dentro. Sin saber que mi familia perfecta, esa obra maestra de amor y prosperidad, escondía secretos tan oscuros que me costarían todo lo que había amado.
El paraíso siempre tiene fecha de caducidad. El mío expiraba al amanecer.
La felicidad es veneno puro cuando no sabes que está a punto de matarte. Yo había bebido de ese veneno durante dieciocho años, y esa mañana todavía lo saboreaba en mis labios.
Me desperté tarareando una canción que era una de mis favoritas. Mis pasos sobre el mármol sonaban como música celestial. El futuro se extendía ante mí como una carretera pavimentada con oro sólido.
Y yo estaba demasiado ciega para ver la sangre fresca que ya empapaba cada piedra.
Salí de mi dormitorio, suspendida en esa burbuja de cristal que representaba toda mi existencia. Papá llegará mañana. Todo será ideal. Todo… Entonces lo escuché.
No era un grito. Era el eco de un alma que se desgarra, un sonido tan antiguo y primigenio que heló la sangre en mis venas. Nacía de las entrañas de la casa, de la sala principal. El estruendo que le siguió me dejó clavado en el sitio: un impacto pesado contra el suelo, el tintineo de cristales que se rompían… o tal vez era el sonido del universo mismo cayendo en pedazos.
Corrí, pero mis piernas se movían a través de melaza, pesada y lenta. Cada paso era una eternidad, cada segundo un puñal que se hundía más profundo en mi pecho.
Lo que encontré me golpeó con la fuerza de un puñetazo en el estómago. Mi madre, mi madre perfecta, siempre impecable, siempre en control. Estaba en el suelo de mármol, en un millón de pedazos de cristales rotos, sollozando con una desesperación que jamás le había conocido. Era la imagen de la derrota, y en ese momento, me di cuenta de que mi mundo también se había hecho añicos.
Junto a ella, dos hombres de negros. Inmóviles como estatuas de granito. Sus rostros tallados en piedra, sin una pizca de humanidad.
—¿Mami? —mi voz salió quebrada, irreconocible—. ¿Qué pasó? ¿Quiénes son estos hombres?
Los uniformados me ignoraron por completo. ¡Como si yo fuera invisible! Como si ya hubiera comenzado a desvanecerme del mundo.
Solo hablaron con mamá. Con voces que cortaban el aire como cuchillos.
—Señora, el cuerpo de su esposo llegará esta tarde en un vuelo especial.
¿Cuerpo?
La palabra flotó en el aire como una navaja suspendida sobre mi cuello. ¿De qué cuerpo hablaban? ¿Por qué esa palabra maldita sonaba en nuestra sala de estar?
—Estaré lista para recibirlo —murmuró mamá con una voz que no reconocí. Una voz que parecía llegar desde el fondo de una tumba.
Los hombres se marcharon. Sus pasos resonaron como martillazos en mi cráneo. El silencio que dejaron atrás pesaba como losas de cemento sobre mi pecho.
Ayudé a mamá a sentarse en el sofá. Mis manos temblaban sin control. No entendía por qué. No quería entender por qué mi corazón se negaba a comprender.
—Tiffany… —sus ojos estaban perdidos en un laberinto de dolor—. Tengo que decirte algo terrible.
—¿Por qué llorabas así, mami? ¿Qué querían esos hombres?
—Mi niña… no sé cómo contarte esto…
—¡Solo dilo, por favor!
Me tomó las manos. Sus dedos estaban helados como témpanos de hiel…
—Tu papito… —la voz se le quebró como el cristal—… está muerto.
¡Muerto! ¿Eso no es posible, escuché mal, él llamó a casa? No es verdad.
La palabra rebotó dentro de mi cráneo como una bala perdida. El mundo se inclinó peligrosamente hacia un lado. Las paredes comenzaron a curvarse. El aire se volvió espeso como miel negra.
—Viene en un avión. Tendré que ir al aeropuerto a… a recibirlo. ¡Lo siento tanto, mi amor! ¡Lo siento tanto…!
El suelo se alzó hacia mi rostro. O tal vez fui yo quien se desplomó hacia él. La oscuridad me envolvió como un abrazo misericordioso. La negación es el primer refugio del alma destrozada.
Desperté de un sueño profundo en mi cama, aferrada a uno de mis peluches, como a una cuerda sobre el abismo. Fue una pesadilla. Solo una pesadilla horrible y vivida. Qué cosas con las que sueño, debo reprender esos malos sueños.
Me incorporé lentamente. Sonreí al espejo con determinación feroz. Papá, viene mañana. Estoy contenta. Todo será perfecto.