**KEVIN**
Estoy en este país por unos días y he podido conocer algunos proyectos que me interesan. Me considero una persona altamente ocupada, y la presencia en este país me aporta tiempo y recursos económicos, por eso decidí quedarme. Mi amigo posee una cadena de clubes y desea que yo invierta en dicha industria. Llegué a la suite que reservé, no me quedaré más de dos días, luego regreso a mi país.
— Señor, su baño está listo y su ropa está sobre la cama.
—Gracias.
—El auto está listo para la hora en que usted desee salir.
—¡Perfecto!
Mi asistente es muy competente, ella sabe que no debe estar muy cerca de mí. No me gusta que me toquen las mujeres, siempre mi personal guarda su distancia. Saben que no me gusta el contacto con nadie, me repugna que me toquen. Mi psicólogo dice que es un problema de la mente. Al suave, me dijo loco. Este problema no sé desde cuándo lo tengo, con las mujeres que tengo sexo las clasifico, nunca las beso y solo las uso una vez.
Me acomodé el saco, ajustando los puños de la camisa de seda. Mis botas de cuero relucían. Salí del hotel, el aire fresco de la noche, un contraste bienvenido después del bochorno del lobby. El coche ya me esperaba, reluciente y silencioso.
—No quiero roses desagradables esta noche —le dije a mi guardaespaldas. Él asintió sin palabras. Sabe su trabajo. Su presencia, sólida y discreta, siempre me ha dado una sensación de calma.
El club era un huracán de luz estroboscópica y ritmos palpitantes que retumbaban en el suelo. La multitud era densa, un mar de rostros borrosos y cuerpos en movimiento. Nos abrimos paso a través de la gente. El guardaespaldas iba un par de pasos delante de mí, un muro impenetrable que despejaba el camino.
Pero el caos siempre encuentra una forma de colarse.
En un momento de descuido, un remolino de gente me empujó y sentí un impacto repentino, un golpe seco. Una mujer se tambaleó y cayó al suelo. Me quedé inmóvil, mi mirada fijada en ella. Estaba sentada en el suelo, con el ceño fruncido, y me miró con una furia cruda en los ojos. Empezó a decirme algo, pero el ruido era demasiado intenso para entender sus palabras.
Sin dudarlo, hice una seña a mi guardaespaldas.
—Ayúdala. Y si quiere algo de dinero, dáselo.
No esperé. Me giré y seguí mi camino, el incidente ya borroso en mi mente. La gente se apartaba a mi paso, el VIP me esperaba, un santuario de tranquilidad lejos de la multitud.
Llegué al privado y me hundí en un sofá de cuero. La música todavía se filtraba, pero ahora era un bajo distante. Una mujer se acercó, sirviéndome un trago en una copa de cristal. Bebí el licor en un solo trago, y el calor se esparció por mi pecho. Miré a mi alrededor: luces suaves, diseño impecable, una sensación de lujo discreto. El negocio de mi amigo, definitivamente, no iba mal.
Me serví otro trago, el líquido ámbar goteando en el cristal. Justo entonces, la puerta del reservado se abrió de golpe y mi amigo entró. Su camisa de seda, tan impecable como la mía, parecía una segunda piel. Sonrió.
—Te hice esperar mucho, amigo —dijo, la voz entrecortada por un ligero jadeo. —Tenía un pequeño problema.
No necesitaba que me diera detalles. Conocía a mi amigo. Su problema era una mujer, no un negocio. El idiota tenía la bragueta del pantalón medio abierta, una prueba de su “pequeño problema”. Quería burlarme, pero me contuve.
—Acabo de llegar, me dio tiempo de ver tu negocio. Muy próspero, sin duda.
—¡Traigan más tragos! —gritó a una mesera que pasaba.
—A mí ya me sirvieron uno —le dije, levantando mi copa. No quería emborracharme. El viaje ya me había pasado factura.
—¡Tengo un personal eficiente!, ¿te parece? —contestó, riendo a carcajadas.
—¿Cuántos clubes posees? —solté, cortando el ambiente de fiesta. Mi mente no podía dejar de lado los negocios.
—Tú no descansas, todo es trabajo. Creí que ibas a relajarte. Sin embargo, si quieres hablar de negocios, no me enojo.
—¿Quieres que invierta o no? —fui directo, sin rodeos.
—Sí, claro que sí —respondió, su sonrisa se expandió. —Así expando mi negocio por todo el país.
—Primero cierra tu bragueta —dije, señalando discretamente su pantalón.
Mi amigo se miró y, como si una luz se encendiera en su cabeza, su sonrisa se desvaneció. —¡Maldición! Disculpa, errores técnicos.
Se ajustó el pantalón, y yo aproveché el momento. —Voy a regresar al hotel, no me siento bien. El cansancio del viaje me está pasando factura.
Él me miró con una ceja levantada. —No has bebido lo suficiente como para estar borracho.
—No estoy borracho —dije, levantándome del sofá. —Solo me bebí una copa. Me retiro, hablamos mañana.
—Está bien —dijo, su tono ya más serio. —Llegaré al hotel para que conversemos más tranquilos.
Nos despedimos y me giré para salir del reservado. La despedida fue corta, apenas un par de palabras. Me dolía la cabeza y el estómago se me revolvía. El cansancio no podía ser tan intenso como para causarme esta sensación.
Mi guardaespaldas se acercó a su rostro, un mapa de preocupación silenciosa. Me ayudó a subir al coche. El interior era un santuario de tranquilidad, pero de pronto se sentía como una jaula. Las luces de la ciudad que pasaban por la ventana se convertían en líneas borrosas y nauseabundas. Mi cabeza daba vueltas, y un frío sudor me empapó la frente.
Cuando llegué a la suite del hotel, no pude ni caminar derecho. Mi guardaespaldas me sostuvo, como si fuera una pluma, y me llevó al sofá. Mi mundo entero, la habitación, las luces, todo comenzó a girar. Cerré los ojos, pero no sirvió de nada.
Una sospecha fría me perforó la mente. ¿Será que la bebida tenía algo? Imposible. Me niego a creer que mi amigo me drogara. Pero la duda era como una serpiente que me mordía por dentro. De repente, me arrepentí de no haberle prestado atención a la mujer que me sirvió el trago. De no haberle mirado el rostro. De no haberle preguntado el nombre. El cansancio no me había pasado factura. Algo más lo había hecho.
“¡Maldición!, siento caliente el cuerpo”.
Entré a mi habitación, sintiendo una necesidad imperiosa de refrescarme. Un baño de agua fría era exactamente lo que mi cuerpo me pedía con urgencia. La idea me rondaba la cabeza, persistente y molesta: esa maldita mujer debió drogarme, no cabía otra explicación razonable a cómo me sentía.