CAPÍTULO IV-1

2036 Palabras
CAPÍTULO IV Una mañana del mes de diciembre, cuando iba a clase de Procesal, creyó notar en la calle Saint-Jacques más animación que de costumbre. Los estudiantes salían precipitadamente de los cafés, o, por las ventanas abiertas, se llamaban de una casa a otra; los tenderos, en medio de la acera, miraban con aire procupado; las contraventanas se cerraban; y al llegar a la calle Soufflot se encontró con una gran concentración alrededor del Panteón. Jóvenes en grupos desiguales de cinco a doce se paseaban, cogidos del brazo, y abordaban a los grupos más numerosos que estaban parados aquí y allí; en el fondo de la plaza, junto a las verjas, unos hombres en guardapolvos peroraban, mientras que, con el tricornio ladeado y las manos a la espalda, guardias municipales hacían la ronda a lo largo de las paredes, haciendo resonar el pavimento bajo sus fuertes botas. Todos tenían un aire misterioso, pasmado; se esperaba algo evidente; cada cual tenía su pregunta a flor de labios. Frédéric se encontraba al lado de un joven rubio, de rostro agradable, con bigote y perilla, como un refinado del tiempo de Luis XIII. Le preguntó por la causa del desorden. —No sé nada —replicó el otro— ni ellos tampoco. Es la moda ahora. ¡Qué gran farsa! Y soltó una carcajada. Las peticiones de Reforma [1] , que hacían firmar en la guardia nacional, unidas al empadronamiento de Humann [2] , además de otros acontecimientos, ocasionaban desde hacía seis meses, en París, inexplicables aglomeraciones; e incluso se renovaban con tanta frecuencia que los periódicos ya no hablaban de ellas. —Esto no tiene gracia ni color —continuó el vecino de Frédéric—. Yo creo, señor, que hemos degenerado. En los buenos tiempos de Luis XI, incluso de Benjamín Constant [3] , había más motines de estudiantes. Yo los encuentro mansos como corderos, tontos como pepinillos, e idóneos para horteras. ¡Ya lo creo! ¡Y a esto llaman la Juventud estudiantil! Y abrió los brazos (de par en par), como Frédéric Lemaître en Robert Macaire. —¡Juventud de las Escuelas, yo te bendigo! Después, apostrofando a un trapero, que removía conchas de ostras contra el guardacantón de un tabernero: —¿Tú formas parte de la Juventud estudiantil? El viejo levantó una cara horrible en la que se distinguían, en medio de una barba gris, una nariz roja y dos ojos de borracho estúpido. —¡No!, me pareces más bien uno de esos hombres de rostro patibulario que se ven, en diversos grupos, sembrando el oro a manos llenas. ¡Oh!, siembra, patriarca mío, siembra! ¡Corrómpeme con los tesoros de Albión! «Are you English?». Yo no rechazo los tesoros de Artajerjes. Hablemos un poco de la unión aduanera [1] . Frédéric sintió que alguien le tocaba en el hombro; se volvió. Era Martinon, prodigiosamente pálido. —¡Vaya! —dijo lanzando un gran suspiro—, ¡otro motín! Temía verse comprometido, se lamentaba. Hombres de guardapolvos, sobre todo, lo asediaban como si fueran miembros de sociedades secretas. Martinon le pidió que hablara más bajo, por miedo a la policía. —¿Pero todavía cree usted en la policía? En realidad, ¿qué sabe usted, señor, si yo mismo no soy un confidente? Y lo miró de tal manera que Martinon, muy emocionado, al principio no comprendió en absoluto la broma. La muchedumbre los empujaba, y los tres habían tenido que subirse a la pequeña escalera que llevaba por un pasillo al nuevo anfiteatro. Pronto la muchedumbre se abrió paso de manera espontánea; varias cabezas se descubrieron; saludaban al ilustre profesor Samuel Rondelot, que, envuelto en su gruesa levita, levantando en alto sus lentes de plata y con respiración dificultosa a causa del asma, se dirigía tranquilamente a dar su clase. Este hombre era una de las glorias juridicas del siglo XIX, el rival de los Zachariae, de los Ruhdorff. Su nueva dignidad de par de Francia no había modificado nada sus hábitos. Sabían que era pobre y le tenían un gran respeto. Entretanto, desde el fondo de la plaza algunos gritaron: —¡Abajo Guizot! —¡Abajo Pritchard! —¡Abajo los traidores! —¡Abajo Luis Felipe! La muchedumbre osciló y, apretándose contra la puerta del patio que estaba cerrada, impedía al profesor seguir adelante. Él se detuvo delante de la escalera. Pronto le vieron en el último de los tres escalones. Habló; un murmullo impidió oír su voz. Aunque hacía un momento le manifestaban su afecto, ahora lo odiaban, porque representaba a la autoridad. Cada vez que intentaba hacerse oír, se reanudaban los gritos. Hizo un gran gesto para intentar que los estudiantes le siguieran. Un griterío total fue la respuesta. Se encogió de hombros y desapareció en el pasillo. Martinon se había aprovechado del lugar en que estaba para desaparecer al mismo tiempo. —¡Qué cobarde! —dijo Frédéric. —¡Es prudente! —replicó el otro. La multitud estalló en aplausos. Aquella retirada del profesor era una victoria para ellos. En todas las ventanas había curiosos mirando. Algunos entonaban La Marsellesa; otros proponían ir a casa de Béranger. —¡A casa de Laffitte! —¡A casa de Chateaubriand! [5] . —¡A casa de Voltaire! —¡A casa de Voltaire! —aulló el joven de bigote rubio. Los agentes de la policía urbana trataban de circular diciendo lo más amablemente que podían: —¡Retírense, señores, retírense! Alguien gritó: —¡Abajo los matones! Era un insulto corriente desde los alborotos del mes de septiembre. Todos lo corearon. Abucheaban, silbaban a los guardias del orden público; éstos empezaban a palidecer; uno de ellos no aguantó más y, viendo a un jovenzuelo que se le acercaba demasiado, riéndose en su cara, lo empujó con tal fuerza que le hizo caer de espaldas cinco pasos más lejos, delante de la tienda del tabernero. Todos se apartaron; pero casi un instante después rodó él mismo por el suelo, derribado por una especie de Hércules cuya cabellera, como un paquete de estopa, le salía por debajo de una gorra de visera de hule. Parado desde hacía algunos minutos en la esquina de la calle Saint-Jacques, había soltado al instante una gran caja de cartón que llevaba para saltar sobre el guardia y, manteniéndolo en el suelo debajo de él, le daba fuertes puñetazos en la cara. Acudieron los otros guardias. El terrible mozo era tan fuerte que hicieron falta por lo menos cuatro para reducirlo, dos lo sacudían por el cuello, otros dos le tiraban de los brazos, un quinto le daba rodillazos en los riñones y todos le llamaban bandido, asesino, alborotador. Con el pecho descubierto y la ropa en jirones, protestaba de su inocencia; no había podido, a sangre fría, ver pegar a un niño. —¡Me llamo Dussardier!, casa de los señores Valingart hermanos, encajes y novedades, calle de Cléry. ¿Dónde está mi caja? ¡Quiero mi caja! —repetía—: ¡Dussardier!… calle de Cléry. ¡Mi caja! No obstante se fue apaciguando y, con gesto estoico, se dejó conducir al puesto de policía de la calle Descartes. Una muchedumbre de gente le siguió. Frédéric y el joven de bigote caminaban inmediatamente detrás, llenos de admiración por el dependiente y de indignación contra la violencia del poder. A medida que avanzaban la gente disminuía. Los agentes de policía, de vez en cuando, se volvían con aire feroz; y los revoltosos sin tener nada que hacer ni los curiosos nada que ver, todos se iban poco a poco. Los transeúntes que se cruzaban observaban a Dussardier y hacían comentarios ultrajantes en voz alta. Una vieja señora, en su puerta, llegó a gritar que había robado un pan; esta injusticia aumentó la irritación de los dos amigos. Por fin llegaron al cuerpo de guardia. No quedaban más que unas veinte personas. La presencia de los soldados bastó para dispersarlas. Frédéric y su compañero reclamaron valientemente la libertad del que acababan de encarcelar. El centinela los amenazó, si insistían, con encerrarlos también a ellos. Preguntaron por el jefe del puesto y fueron dando cada cual su nombre con su condición de alumnos de Derecho, afirmando que el detenido era su condiscípulo. Les hicieron entrar en una habitación totalmente desnuda, donde había cuatro bancos a lo largo de las paredes de yeso, ahumadas. Al fondo se abrió una ventanilla. Entonces apareció el rostro vigoroso de Dussardier, que, con su cabello alborotado, sus pequeños ojos francos y su nariz de punta cuadrada, recordaba confusamente la fisonomía de un buen perro. —¿No nos reconoces? —dijo Hussonnet. Así se llamaba el joven de bigote. —Pero… —balbució Dussardier. —No te hagas el tonto —añadió el otro—; sabemos que eres, como nosotros, alumno de Derecho. A pesar de los guiños de ojos que le hacían, Dussardier no adivinaba nada. Pareció concentrarse y de pronto: —¿Han encontrado mi caja? Frédéric levantó la vista desanimado. Hussonnet replicó: —¡Ah!, tu caja, ¿donde guardas tus apuntes de clase? ¡Sí, sí!; ¡tranquilízate! Los estudiantes redoblaban sus pantomimas. Dussardier comprendió por fin que iban a ayudarle; y se calló, por temor a comprometerlos. Además, sentía una especie de vergüenza viéndose elevado al rango social de estudiante e igual a aquellos jóvenes que tenían manos tan blancas. —¿Quieres que digamos algo a alguien? —preguntó Frédéric. —No, gracias, a nadie. —¿Pero tu familia? Bajó la cabeza sin contestar; el pobre chico era hospiciano. Los dos amigos se extrañaron de su silencio. —¿Tienes tabaco? —replicó Frédéric. El se palpó los bolsillos; después sacó del fondo de uno de ellos los restos de una pipa, una hermosa pipa cac'himba de espuma de mar, con un depósito de madera n***o, una tapa de plata y una boquilla de ámbar. Desde hacía tres años trabajaba para hacer de ella una obra maestra. Se había esmerado en mantener la cazoleta siempre cerrada, en una funda de mármol, y, cada noche, la colgaba en la cabecera de su cama. Ahora sacudía sus restos en la mano, cuyas uñas sangraban; y, con la cabeza baja, las pupilas fijas, la boca abierta, contemplaba aquellas ruinas de su felicidad con una mirada de inefable tristeza. —Si le diéramos unos cigarrillos, ¿eh? —dijo en voz baja Hussonnet haciendo el gesto de alcanzarlos. Frédéric había puesto ya, en la orilla de la taquilla, una petaca llena. —¡Toma! ¡Adiós! ¡Ánimo! Dussardier se lanzó sobre las dos manos que le tendían. Las estrechaba frenéticamente, con la voz entrecortada por sollozos. —¿Como?… ¡a mí!… ¡a mí…! Los dos amigos se dieron a conocer, salieron y fueron a comer juntos al café Tabourey delante del Luxemburgo. Mientras partía el bistec, Hussonnet le dijo a su compañero que trabajaba en periódicos de modas y hacía publicidad de «El Arte Industrial». —Casa Jacques Arnoux —dijo Frédéric. —¿Lo conoce? —¡Sí! ¡No!… Es decir lo he visto, lo he conocido. —Preguntó descuidadamente a Hussonnet si veía algo a la mujer de Arnoux. —De vez en cuando —replicó el bohemio. Frédéric no se atrevió a hacerle más preguntas; aquel hombre acababa de alcanzar un puesto inconmensurable en su vida; pagó la cuenta de la comida sin que el otro protestase lo más mínimo. La simpatía era mutua; intercambiaron sus señas, y Hussonnet le invitó cordialmente a acompañarle hasta la calle de Fleurus. Estaban en medio del jardín cuando el empleado de Arnoux, conteniendo la respiración, haciendo con la cara una mueca abominable, se puso a imitar el gallo. Entonces todos los gallos que había en el contorno le contestaron con quiquiriquíes prolongados. —Es una señal —dijo Hussonnet. Se detuvieron cerca del teatro Bobino, delante de una casa en la que se entraba por una alameda. En la buhardilla de un desván, entre capuchinas y guisantes de olor, apareció una joven destocada, en corsé, y apoyando sus dos brazos en el borde del canalón. —Buenos días, ángel mío, buenos días, cariño —dijo Hussonnet, enviándole besos.
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