CAPÍTULO IV-2

2048 Palabras
Abrió la barrera de un puntapié y desapareció. Frédéric lo esperó toda la semana. No se atrevía a ir a su casa para no parecer impacientarse por que le invitaran a comer; pero le buscó por todo el Barrio Latino. Lo encontró una tarde y lo llevó a su habitación en el muelle Napoleón. La conversación fue larga; se expansionaron. Hussonnet ambicionaba la gloria y las ganancias del teatro. Colaboraba en vodeviles sin éxito, tenía montones de planes, componía cuplés; cantó algunos. Después, viendo en el estante un tomo de Victor Hugo y otro de Lamartine, se extendió en sarcasmos contra la escuela romántica. Aquellos poetas no tenían ni buen sentido ni corrección, y, sobre todo, no eran franceses. Él presumía de conocer la lengua y examinaba las frases más bellas con esa severidad huraña, ese gusto académico que distingue a las personas de humor juguetón cuando abordan el arte serio. Frédéric se sintió herido en sus predilecciones; tenía ganas de romper. ¿Por qué no atreverse a pronunciar inmediatamente la palabra de la que dependía su felicidad? Preguntó al joven literato si podía presentarle en casa de Arnoux. La cosa era fácil, y se pusieron de acuerdo para el día siguiente. Hussonnet faltó a la cita, faltó a otras tres. Un sábado, hacia las cuatro, apareció. Pero, aprovechando el coche, se paró primero en el teatro Francés para retirar un billete de palco; mandó que le llevaran a casa del sastre, de una costurera; dejaba recado en las conserjerías. Por fin, llegaron al bulevar Montmartre, Frédéric atravesó la tienda, subió la escalera. Arnoux lo reconoció en la luna situada delante de su despacho; y, sin dejar de escribir, le tendió la mano por encima del hombro. Cinco o seis personas, de pie, llenaban la habitación estrecha iluminada por una sola ventana que daba al patio; un sofá de damasco de lana marrón ocupaba el fondo de una alcoba, entre dos cortinas de la misma tela. Sobre la chimenea llena de papelotes había una Venus de bronce, flanqueada por dos candelabros paralelos con velas rosa. A la derecha, cerca de un fichero, un hombre sentado en una butaca leía el periódico con el sombrero puesto; las paredes estaban cubiertas de láminas, grabados valiosos o bocetos de maestros contemporáneos con dedicatorias, que para Jacques Arnoux eran testimonio del más sincero afecto. —¿Todo sigue bien? —dijo volviéndose hacia Frédéric. Y sin esperar respuesta, preguntó en voz baja a Hussonnet: —¿Cómo llama usted a su amigo? Después, en voz alta: —Cojan un cigarro de la caja que está encima del fichero. El Arte Industrial, situado en el centro mismo de París, era un lugar de reunión cómodo, un terreno neutral donde las rivalidades se codeaban familiarmente. Aquel día se encontraban allí Anténor Braive, el retratista de los reyes; Jules Burrieu, que empezaba a hacerse popular con sus dibujos de la guerra de Argelia; el caricaturista Sombaz, el escultor Vourdat, entre otros, y ninguno respondía a la imagen que de ellos se había hecho el estudiante. Sus modales eran sencillos, sus conversaciones libres. El místico Lovarias contó un cuento obsceno; y el inventor del paisaje oriental, el famoso Dittmer, llevaba una camisola de punto bajo su chaleco, y tomó el ómnibus para regresar. Primero hablaron de una tal Apolonia, antigua modelo, a quien Burrieu afirmaba haber reconocido en el bulevar en una lujosa carroza. Hussonnet explicó esta metamorfosis por la serie de amigos que la sostenían. —¡Cómo conoce este granuja a las chicas de París! —dijo Arnoux. —¡Detrás de usted, si queda alguna, señor! —replicó el bohemio, con un saludo militar imitando al granadero que le ofrece la bota a Napoleón. Después discutieron sobre algunos cuadros para los cuales la cabeza de Apolonia había servido de modelo. Criticaron a los colegas ausentes. Se asombraron del precio de sus obras; y todos se quejaban de no ganar bastante, cuando entró un hombre de mediana estatura, la levita abrochada con un solo botón, los ojos vivos, el aire un poco loco. —¡Qué pandilla de burgueses sois! —dijo—. ¿Qué importa todo eso, por favor? Los antiguos que hacían obras maestras no se preocupaban del dinero, Correggio, Murillo… —Incluye también a Pellerin —dijo Sombaz. Pero sin hacer caso de la frase continuó disertando con tanta vehemencia que Arnoux tuvo que repetirle dos veces: —Mi mujer le necesita el jueves. No se olvide. Estas palabras hicieron que Frédéric volviera a pensar en Mme. Arnoux. Sin duda se entraba en sus habitaciones por la salita cerca del sofá. Arnoux, para coger un pañuelo, acababa de abrirla; Frédéric había visto al fondo un lavabo. Pero se oyó refunfuñar a alguien en el rincón de la chimenea; era el personaje que leía el periódico en el sillón. Medía cinco pies nueve pulgadas, tenía los párpados un poco caídos, el pelo gris, el porte majestuoso y se llamaba Regimbart. —¿Qué pasa, ciudadano? —dijo Arnoux. —¡Otra canallada del gobierno! Se trataba de la destitución de un maestro de escuela; Pellerin volvió a su paralelo entre Miguel Ángel y Shakespeare. Dittmer se marchaba. Arnoux lo cogió para meterle en la mano dos billetes de banco. Entonces Hussonnet, aprovechando la ocasión: —¿No podría usted adelantarme, mi querido patrón?… Pero Arnoux se había vuelto a sentar y no le quitaba ojo a un viejo de aspecto descuidado con anteojos azules. —¡Ah!, muy bonito, señor Isaac. Aquí tiene tres obras despreciadas, perdidas. Todo el mundo se burla de mí. Ahora las conocen. ¿Qué quiere usted que haga con ellas? Tendré que enviarlas a California… ¡al diablo! ¡Cállese! La especialidad de aquel buen hombre consistía en poner al pie de aquellos cuadros firmas de maestros antiguos. Arnoux se resistía a pagarle; le despidió brutalmente. Después, cambiando de modales, saludó a un señor condecorado, estirado, con patillas y corbata blanca. Con el codo apoyado en la falleba le habló largo rato en tono meloso. Por fin, estalló. —¡Eh!, ¡no me molesta tener corredores, señor conde! Como el aristócrata se había resignado, Arnoux le liquidó veinticinco luises, y, cuando salió de la tienda: —¡Qué pesados son esos grandes señores! —¡Todos unos miserables! —murmuró Regimbart. A medida que avanzaba la hora, aumentaban las ocupaciones de Arnoux; clasificaba artículos, abría cartas, ajustaba cuentas al ruido de martillazos en el almacén, salía para vigilar los embalajes, luego volvía a su tarea; y, sin dejar de deslizar su pluma de hierro sobre el papel, replicaba a las bromas. Tenía que cenar aquella noche con un abogado, y al día siguiente salía para Bélgica. Los otros comentaban las noticias del día: el retrato de Chérubini [6] , el hemiciclo de Bellas Artes, la siguiente exposición. Pellerin despotricaba contra el Instituto. Las maldiciones y las diatribas se entrecruzaban. La estancia, de techo bajo, estaba tan abarrotada de cosas que era imposible moverse y la luz rosa de las velas pasaba entre el humo de los cigarros como rayos de sol entre la bruma. La puerta al lado del sofá se abrió y entró una mujer alta y delgada, con unos gestos bruscos que hacían resonar sobre su vestido de tafetán n***o todos los colgarejos de su reloj. Era la mujer que había entrevisto el verano pasado en el Palais-Royal. Algunos, llamándola por su nombre, intercambiaron con ella apretones de manos. Hussonnet había arrancado por fin una cincuentena de francos; el reloj de péndulo dio las siete; todos se retiraron. Arnoux dijo a Pellerin que se quedase, y acompañó a la señorita Vatnaz al saloncito. Frédéric no oía lo que decían; hablaban en voz baja. Pero la voz femenina se alzó: —Hace seis meses que el trato está hecho y sigo esperando. Hubo un largo silencio, la señorita Vatnaz reapareció. Arnoux le había prometido algo. —¡Oh! ¡oh!, más tarde, veremos. —Adiós, hombre feliz —dijo ella al salir. Arnoux volvió y entró rápido al saloncito, se puso cosmético en los bigotes, se ajustó los tirantes para estirar las trabillas, y, mientras se lavaba las manos: —Necesitaría dos dinteles de puerta, tipo Boucher, ¿de acuerdo? —Eso está hecho —dijo el artista, que se había puesto colorado. —¡Bueno!, y no se olvide de mi mujer. Frédéric acompañó a Pellerin hasta lo alto del faubourg Poissonniére, y le pidió permiso para ir a verle alguna vez, favor que le fue concedido graciosamente. Pellerin leía todas las obras de estética para descubrir la verdadera teoría de lo Bello, convencido de que, cuando la hubiese encontrado, haría obras maestras. Se rodeaba de todos los medios imaginables, dibujos, yesos, modelos, grabados; e investigaba, se atormentaba; echaba la culpa al tiempo, a sus nervios, a su taller, salía a la calle para encontrar inspiración, se estremecía de haberla encontrado, luego abandonaba su obra y soñaba con otra que tenía que ser más bella. Atormentado así por sus ansias de gloria y perdiendo el tiempo en discusiones, creyendo en mil tonterías, en los sistemas, en las críticas, en la importancia de un reglamento o de una reforma en materia de arte, a los cincuenta años no había producido más que esbozos. Su fuerte orgullo no toleraba ningún desánimo, pero siempre estaba irritado y en esa exaltación a la vez ficticia y natural que es propia de las gentes de teatro. Al entrar en su estudio se veían dos grandes cuadros, donde los primeros tonos dispuestos aquí y allí formaban sobre la tela blanca manchas de marrón, de rojo y de azul. Por encima se extendía una red de líneas de tiza como las mallas veinte veces recosidas de una red; incluso era imposible entender nada de aquello. Pellerin explicó el tema de aquellas dos composiciones indicando con el pulgar las partes que faltaban. Una debía representar «La locura de Nabucodonosor», otra «El incendio de Roma por Nerón». Frédéric las admiró. Admiró desnudos de mujeres desgreñadas, de paisajes donde abundaban los troncos de árboles retorcidos por la tormenta, y sobre todo caprichos a la pluma, recuerdos de Callot, de Rembrandt o de Goya, cuyos modelos desconocía. Pellerin no apreciaba ya aquellos trabajos de su juventud; ahora estaba por el gran estilo; dogmatizó elocuentemente sobre Fidias y Winckelmann. Las cosas que tenía alrededor reforzaban el poder de su palabra: se veía una calavera sobre un reclinatorio, yataganes, un hábito de fraile; Frédéric se lo puso. Cuando llegaba temprano, le sorprendía en su mal catre, que estaba tapado por un tapiz hecho jirones, pues asiduo frecuentador de los teatros, Pellerin se acostaba tarde. Tenía como sirvienta a una mujer vieja, cubierta de harapos, cenaba en la tasca y vivía sin amante. Sus conocimientos, acumulados de manera confusa, hacían divertidas sus paradojas. Su odio al vulgo y al burgués se desbordaba en sarcasmos de un lirismo grandioso y tenía tal devoción por los maestros que le hacía elevarse casi a la altura de ellos. Pero ¿por qué no hablaba nunca de Mme. Arnoux? En cuanto a su marido, unas veces le llamaba buen chico, otras un charlatán. Frédéric esperaba sus confidencias. Un día, hojeando una de sus carpetas, encontró el retrato de una gitana algo parecida a la Vatnaz, y, como esta persona le interesaba, quiso saber en qué se ocupaba. Ella había sido, creía Pellerin, primero maestra en provincias; ahora daba lecciones y trataba de escribir en los periodicuchos. Por la manera de comportarse con Arnoux, se podía, según Frédéric, suponer que era su amante. —¡Ah, bah!, tiene otras. Entonces, el joven, volviendo la cara que enrojecía de vergüenza por la infamia de su pensamiento, añadió con un tono cínico: —¡Nada de eso. Es honrada! A Frédéric le entró remordimiento y apareció con más asiduidad por el periódico. Los grandes caracteres que componían el nombre de Arnoux sobre la placa de mármol, en lo alto de la tienda, le parecían muy particulares y cargados de significaciones, como una escritura sagrada. La ancha acera, que bajaba, facilitaba su caminar, la puerta giraba casi sola, y la manecilla, lisa al tacto, tenía la suavidad y casi la inteligencia de una mano que apretaba la suya. Insensiblemente, se volvió tan puntual como Regimbart.
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