Todos los días Regimbart se sentaba al lado del fuego, en su sillón, se apoderaba del National [7] , no lo soltaba, y expresaba su pensamiento por medio de exclamaciones o simplemente encogiéndose de hombros. De vez en cuando se secaba la frente con su pañuelo de bolsillo enrollado como una morcilla que guardaba entre los botones de su levita verde. Llevaba un pantalón de pliegues, zapatos altos, una corbata larga; y su sombrero de alas remangadas hacía que le reconociesen desde lejos entre la muchedumbre.
A las ocho de la mañana bajaba de lo alto de Montmartre a tomar el vino blanco en la calle Notre-Dame-des Victoires. Su comida, a la que seguían varias partidas de billar, le ocupaba hasta las tres. Entonces se encaminaba hacia el pasaje de los Panoramas para tomar el ajenjo. Después de la sesión en casa de Arnoux entraba en el cafetín Bordelais a tomar el vermout; luego, en vez de reunirse con su mujer, a menudo prefería cenar solo, en un pequeño café de la plaza Gaillon, donde pedía que le sirviesen «platos caseros, cosas naturales». Por fin se trasladaba a otro billar, y allí permanecía hasta medianoche, hasta la una de la mañana, hasta el momento en que, apagado el gas y cerradas las contraventanas, el dueño del establecimiento, extenuado, le pedía que saliese.
Y no era la afición a la bebida lo que atraía a estos lugares al ciudadano Regimbart, sino la costumbre inveterada de hablar allí de política; con la edad, su ardor había decaído, no le quedaba más que una melancolía silenciosa. Viéndolo con cara tan seria parecía que daba vueltas al mundo en su cabeza. Nada salía de ella; y nadie, ni siquiera sus amigos, le conocía ocupación, aunque presumía de tener una agencia de negocios.
Arnoux parecía estimarlo muchísimo. Un día dijo a Frédéric:
—Ese sabe un rato largo. ¡Vamos! Es un hombre enterado.
Otra vez, Regimbart extendió sobre su mesa papeles relativos a las minas de caolín en Bretaña; Arnoux confiaba en su experiencia.
Frédéric se mostró más ceremonioso con Regimbart, hasta llegar a invitarlo a ajenjo de vez en cuando, y, aunque lo tenía por estúpido, permanecía a menudo en su compañía durante una hora larga, sólo porque era amigo de Jacques Arnoux.
Después de haber estimulado en sus comienzos a maestros contemporáneos, el vendedor de cuadros, hombre progresista, había procurado, sin perder sus aires artísticos, ampliar sus beneficios económicos. Buscaba la emancipación de las artes, lo sublime a bajo precio. Todas las industrias del lujo parisino recibieron su influencia, que fue beneficiosa para las pequeñas cosas y funesta para las grandes. En su afán de halagar a la opinión, apartó de su vocación a los artistas hábiles, corrompió a los fuertes, agotó a los débiles e ilustró a los mediocres; los manejaba valiéndose de sus relaciones y de su revista. Los pintores noveles ambicionaban exponer en su vitrina y los tapiceros tomaban en su casa modelos de decoración, Frédéric lo tenía por un millonario, un diletante, un hombre de acción. Muchas cosas, sin embargo, le extrañaban, pues el tal Arnoux era astuto como buen comerciante.
Recibía de lo más remoto de Alemania o de Italia un cuadro comprado en París por mil quinientos francos, y, exhibiendo una factura que lo hacía subir a cuatro mil, lo volvía a vender en tres mil quinientos, como un favor. Una de sus jugadas habituales con los pintores era exigirles como propina una copia a tamaño reducido de su cuadro con el pretexto de publicar un grabado del mismo; vendía siempre la reproducción y nunca aparecía el grabado. A los que se quejaban de ser explotados les contestaba con una palmadita en el vientre. Gran hombre por lo demás, invitaba a fumar, tuteaba a los desconocidos, se entusiasmaba por una obra o por un hombre, y, cuando se apasionada, no reparaba en nada, multiplicaba las visitas, la correspondencia, los anuncios. Se sentía muy honrado, y, necesitando expansionarse, contaba ingenuamente sus faltas de delicadeza.
Una vez, para fastidiar a un colega que inauguraba otra revista de pintura, rogó a Frédéric que escribiese delante de él, un poco antes de la hora fijada, unas tarjetas en las que se cancelaban las invitaciones.
—Esto no va contra el honor, ¿comprende?
Y el joven no se atrevió a negarle este servicio.
Al día siguiente, al entrar con Hussonnet en su despacho, Frédéric vio a través de la puerta (la que daba a la escalera) desaparecer los bajos de un vestido.
—¡Mil perdones! —dijo Hussonnet—. ¡Si hubiera sabido que había mujeres!
—¡Oh!, aquella es la mía —replicó Arnoux—. Subía a hacerme una pequeña visita al pasar.
—¿Cómo? —dijo Frédéric.
—¡Pues sí!, se vuelve a sus habitaciones.
El encanto de las cosas que le rodeaban desapareció de repente. Lo que él sentía presente de una manera confusa acababa de desvanecerse, o más bien nunca había estado allí. Sentía una sorpresa infinita y como el dolor de una traición.
Arnoux, revolviendo en su cajón, sonreía. ¿Se burlaba de él? El dependiente puso sobre la mesa un fajo de papeles húmedos.
—¡Ah!, ¡los carteles! —exclamó el comerciante—. ¡No sé a qué hora voy a cenar esta tarde!
Regimbart recogía su sombrero.
—¿Cómo, me deja usted?
—¡Las siete! —dijo Regimbart.
Frédéric le siguió.
En la esquina de la calle Montmartre se volvió, echó una ojeada a las ventanas del primer piso, y rió interiormente compadeciéndose de sí mismo al recordar con qué amor las había contemplado tantas veces. ¿Dónde vivía ella? ¿Cómo encontrarla ahora? La soledad se abría de nuevo en torno a su deseo, más inmensa que nunca.
—¿Viene a tomarlo? —dijo Regimbart.
—¿Tomar, a quién?
—El ajenjo.
Y cediendo a sus obsesiones, Frédéric se dejó llevar al cafetín Bordelais. Mientras su compañero, apoyado en un codo, contemplaba la botella, él lanzaba miradas a derecha e izquierda. Pero vio la silueta de Pellerin en la acera; golpeó vivamente contra el cristal, y no se había sentado el pintor cuando Regimbart le preguntó por qué ya no se le veía en «El Arte Industrial».
—¡Qué reviente antes de volver a poner allí los pies! ¡Es un bruto, un burgués, un miserable, un tipo raro!
Estas injurias halagaban la cólera de Frédéric. Sin embargo, le dolían, pues le parecía que alcanzaban un poco a Mme. Arnoux.
—Pues ¿qué le ha hecho? —dijo Regimbart.
Pellerin dio una patada en el suelo y resopló en lugar de contestar. Se dedicaba a trabajos clandestinos, tales como retratos a dos colores o imitaciones de los grandes maestros para los aficionados poco entendidos; y, como estos trabajos le rebajaban, prefería generalmente callarse. Pero «la tacañería de Arnoux» le sacaba de quicio. Se tranquilizó.
Por un encargo, del que Frédéric había sido testigo, le había llevado dos cuadros. El marchante entonces se había permitido hacerle críticas. Había censurado la composición, el color y el dibujo, sobre todo el dibujo, en resumen, no los había aceptado a ningún precio. Pero apremiado por el vencimiento de un pagaré, Pellerin los había cedido al judío Isaac; y, quince días después, el mismo Arnoux los vendía a un español por dos mil francos.
—¡Ni un céntimo menos! ¡Qué pillería!, y hace muchas más, ¡pues claro! Un día de éstos lo veremos en los Tribunales.
—¡Qué exagerado! —dijo Frédéric con voz tímida.
—¡Bueno! ¡Cómo que exagerado! —exclamó el artista, dando un fuerte puñetazo en la mesa.
Este gesto de violencia devolvió al joven todo su aplomo. Sin duda, se podía tener un mejor comportamiento, pero, por otra parte, si Arnoux encontraba aquellos dos cuadros…
—¡Malos! ¡Suelte la palabra! ¿Los conoce usted? ¿Es usted del oficio acaso? Ahora bien, ¿sabe lo que le digo, amigo?, ¡yo no admito eso a los aficionados!
—¡Eh! eso, no es asunto mío —dijo Frédéric.
—¿Qué interés tiene usted en defenderle? —replicó fríamente Pellerin.
El joven balbuceó:
—Pues… porque soy su amigo.
—¡Déle un abrazo de mi parte! ¡Buenas tardes!
Y el pintor salió furioso, sin hablar, por supuesto, de su consumición.
Frédéric se había convencido a sí mismo defendiendo a Arnoux. En el calor de su defensa, se enterneció por aquel hombre inteligente y bueno, calumniado por sus amigos y que ahora trabajaba completamente solo, abandonado. No resistió el singular deseo de volver a verle inmediatamente. Diez minutos después empujaba la puerta de la tienda.
Arnoux estaba preparando, con su dependiente, unos carteles monstruo para una exposición de pintura.
—¡Anda!, ¿quién le trae?
Esta pregunta, muy simple, desconcertó a Frédéric; y, no sabiendo qué responder, preguntó si por casualidad no habrían encontrado su cuaderno, un pequeño cuaderno, con tapas de cuero azul.
—¿El cuaderno en el que guarda sus cartas de mujeres? —dijo Arnoux.
Frédéric, ruborizado como una doncella, se defendió de tal suposición.
—¿Sus poesías, entonces? —replicó el marchante.
Manejaba las muestras extendidas, discutía sobre su forma, su color, su marco; y Frédéric se sentía cada vez más irritado por su aspecto reflexivo, y sobre todo por sus manos, que se paseaban por los carteles, unas manos gordas, un poco blandas, de uñas planas. Por fin, Arnoux se levantó; y, diciendo: «¡Ya está!», le pasó la mano por la barbilla con aire familiar. Este exceso de familiaridad no le gustó a Frédéric, se echó hacia atrás; después franqueó el umbral del despacho, por última vez en su vida, creía. Madame Arnoux en persona se hallaba disminuida por la vulgaridad de su marido.
En la misma semana recibió una carta en la que Deslauriers anunciaba su llegada a París el jueves siguiente. Entonces recurrió de nuevo a este afecto más sólido y más fuerte… Un hombre como él valía tanto como todas las mujeres juntas. Ya no necesitaría a Regimbart, ni a Pellerin, ni a Hussonnet, ¡ni a nadie! Para alojar mejor a su amigo, compró una litera de hierro, una segunda butaca, duplicó su ropa de cama y, jueves por la mañana, se estaba vistiendo para ir a recibir a Deslauriers cuando sonó un timbrazo en la puerta. Arnoux entró.
—¡Solamente una palabra! Ayer me enviaron de Ginebra una hermosa trucha; contamos con usted esta tarde a la siete en punto. Es en la calle de Choiseul, 24 bis. ¡No se olvide!
Frédéric tuvo que sentarse. Le temblaban las rodillas. Se repetía: ¡Por fin! ¡Por fin! Después escribió a su sastre, a su sombrerero, a su zapatero; y mandó estos recados con tres recaderos distintos. La llave giró en la cerradura y apareció el conserje con un baúl sobre el hombro.
Frédéric, al ver a Deslauriers, se puso a temblar como una mujer adúltera sorprendida por su marido.
—¿De qué te sorprendes? —dijo Deslauriers—, tienes que haber recibido una carta mía.
Frédéric no tuvo el coraje de mentir.
Abrió los brazos y se echó sobre su pecho.
Después, el pasante contó su historia. Su padre no había querido rendirle cuentas por el tiempo de su tutela, imaginándose que dichas cuentas prescribían a los diez años. Pero, fuerte en Procesal, Deslauriers le había arrancado toda la herencia de su madre, siete mil francos netos, que llevaba encima, en una vieja cartera.
—Es una reserva en caso de desgracia. Tengo que pensar en colocarlos y en conseguirme un empleo mañana por la mañana. Por hoy, vacación completa, y a tu entera disposición, mi viejo amigo.
—¡Oh!, no te molestes —dijo Frédéric—. Si tuvieras algo importante para esta noche…
—¡Vamos!; sería un gran miserable…
Este epíteto, pronunciado al azar, llegó al fondo del corazón de Frédéric como una ofensa.