"No hay palabra ni pincel que logre expresar el amor de un padre."
Mateo Alemán
Gabriel salió de White’s en busca de su amante, Elisa. Ella era todo un enigma. La conoció dos meses atrás, durante su regreso de Francia; coincidieron en el mismo barco. Al principio, le pareció una mujer distante, casi gélida, pero mientras más la conocía, más se sentía atraído por ella, hasta llegar al punto de obsesionarse. Le propuso que se convirtiera en su querida, y ella aceptó.
Al llegar a Londres, le compró una casa al sur de Queen's Square, un vecindario tranquilo y discreto, como se requería para ese tipo de relación.
La propiedad había pertenecido al barón de Bradfort, quien la utilizaba con fines similares. Sin embargo, a su nueva amante no le agradaba el barrio, deseaba algo más exclusivo, por lo que decidió venderla. Gabriel no lo dudó.
De Elisa sabía poco. En alguna ocasión le contó que era hija única y vivía con su madre enferma, a quien cuidaba constantemente. Pero Gabriel estaba convencido de que ocultaba algo más.
Al llegar a la casa, la encontró en su sillón favorito. Su melena rubia caía en ondas suaves sobre la espalda. Al verlo, sonrió y lo recorrió con la mirada, deteniéndose un segundo en la evidente tensión bajo su pantalón. Era, sin duda, una mujer hermosa. Elisa alzó los brazos hacia él, con los ojos encendidos de deseo. Vestía una bata de seda color lavanda que delineaba cada curva con provocadora elegancia.
—Te he estado esperando, querido —murmuró Elisa con una sonrisa seductora, poniéndose de pie lentamente. Sus pasos eran felinos, suaves, sensuales. Se acercó a él y comenzó a besar su mandíbula con delicadeza, dejando una estela de calor sobre su piel hasta alcanzar sus labios.
—Hueles deliciosamente —le susurró Gabriel al oído, aspirando el aroma que emanaba de su cuello.
—Es un perfume exclusivo que traje de Francia —respondió, inclinando ligeramente la cabeza para que él pudiera disfrutar aún más del aroma.
—Me encanta —gruñó él con voz ronca, mientras sus dedos jugueteaban con la tela de su bata.
—¿Dónde estabas? —preguntó Elisa en un murmullo inquisitivo, enroscando sus brazos alrededor de su cuello, con una ceja ligeramente alzada y una sonrisa insinuante.
—En el club. Se me fue el tiempo —replicó él, desviando la mirada por un instante.
—¿Debo preocuparme? Siempre has sido muy puntual en nuestras citas —sus ojos lo escudriñaron con cierta tensión, como si intentara leerle el alma.
—He tenido algunos contratiempos... y preferiría no hablar de ello ahora —dijo, frunciendo apenas el ceño. No quería pronunciar el nombre de Lady Miranda y arruinar aquel momento.
—Si no quieres hablar... entonces recurriré al remedio más efectivo para aliviar tus pesares —susurró ella con picardía. Deslizó lentamente la bata por sus hombros, dejándola caer como una cascada de seda hasta sus pies. Quedó completamente desnuda frente a él, erguida y desafiante.
La sangre le hirvió en las venas. Gabriel la tomó entre sus brazos con determinación y, sin apartar la mirada de la suya, la llevó hasta la alcoba. Allí, la amó con toda la urgencia que lo consumía.
Más tarde, yacían entre las sábanas revueltas. Gabriel acariciaba la espalda desnuda de Elisa con movimientos perezosos, como quien quiere grabar la suavidad de la piel en su memoria.
—Quiero que te quedes esta noche conmigo —dijo en un murmullo, sin dejar de acariciarla.
—Eso tenía pensado, mi amor —susurró ella, acurrucándose contra su pecho y enredando una pierna sobre la suya.
—Eres insaciable —murmuró él con una sonrisa en los labios.
—Lo soy… pero solo contigo —le respondió con una mirada chispeante, mordiendo suavemente el lóbulo de su oreja.
—Más te vale. No me gusta compartir —advirtió con una sonrisa que escondía una sombra de celos—. ¿Con quién estuviste antes de mí?
Elisa bajó la mirada por un segundo, como buscando las palabras en las sábanas.
—Hace dos años, cuando visité a una tía lejana en París. Allí conocí a Bruno, su vecino. Me sedujo con su encanto y me entregué a él... Francia me abrió la mente. No me enamoré, pero disfruté de todo lo que me ofreció —dijo con sinceridad, sin rastro de arrepentimiento.
—Ese Bruno fue un buen maestro, sin duda... —Gabriel la observó con ojos entrecerrados—. ¿Venías de estar con él cuando nos conocimos?
—¡Por supuesto que no! —exclamó ella, incorporándose un poco, indignada—. Lo nuestro duró solo unas vacaciones. Mi último viaje a París fue únicamente para renovar mi vestuario.
—Háblame más de ti —pidió él, besándole el hombro desnudo mientras su mano acariciaba con suavidad uno de sus pechos.
—Ya te lo he dicho. Solo tengo a mi madre, y está muy enferma. Debo viajar constantemente para cuidarla —respondió, con un dejo de tristeza en la voz.
—¿Dónde vives? ¿Y quién costea tus perfumes y vestidos de París? —preguntó con tono más serio, apartándose apenas para mirarla a los ojos.
Elisa frunció el ceño y ladeó la cabeza.
—¿A qué viene este interrogatorio? —preguntó en voz baja, con cautela, tensando ligeramente los hombros.
—Llámalo curiosidad. Solo quiero saber más de la mujer con quien comparto mi cama —replicó él con una sonrisa ambigua, mientras sus dedos volvían a recorrer su piel.
Elisa se giró para mirarlo directamente a los ojos.
—Estás extraño... ¿te sucede algo?
"Nada me sucede, salvo que voy a casarme con una mujer a la que no amo ni deseo. Si tú fueras una dama de alcurnia… si mi título no implicara tantas obligaciones… si mi madre no dependiera de mí… entonces me casaría contigo y viviríamos como marido y mujer."
Gabriel la contempló con el ceño fruncido, mientras sus pensamientos se agitaban.
—Me estás asustando, Gabriel —susurró Elisa, entrecerrando los ojos mientras lo observaba con atención. Había algo en su mirada que no lograba descifrar.
Él desvió la mirada un segundo, luego volvió a centrarse en su rostro y le acarició la mejilla con los nudillos.
—Te he dicho que no pasa nada... —musitó, esbozando una sonrisa que intentaba ser tranquilizadora—. Solo te miraba. Eres demasiado hermosa.
Su voz bajó un tono, y sus ojos brillaron con una chispa de deseo mientras se inclinaba sobre ella.
—Y es hora de darle a mi insaciable dama lo que tanto desea —añadió con una sonrisa traviesa, rozando su nariz con la de ella.
Bajó la boca y la besó con pasión, un beso profundo, hambriento, que hizo que Elisa se arqueara hacia él. Su lengua la buscó con urgencia, sus manos exploraban cada rincón de su piel como si quisiera fundirse con ella.
Sin decir palabra, Gabriel se colocó entre sus piernas, su respiración entrecortada. Con un movimiento firme, la penetró con fuerza, provocando un gemido agudo de ella que se ahogó en su garganta.
Elisa se aferró a sus hombros, enterrando las uñas en su piel, mientras él marcaba un ritmo implacable. Su cuerpo ardía bajo el suyo, se retorcía, se arqueaba, se rendía a cada embestida que la acercaba al borde.
Gabriel gruñía con cada movimiento, el sudor perlaba su frente, su mandíbula tensa, sus músculos rígidos por la intensidad del deseo. La besaba en el cuello, en los hombros, murmurando su nombre entre jadeos.
El clímax llegó como una ola violenta. Gabriel se aferró a sus caderas con fuerza, empujó una última vez y se tensó sobre ella, liberando su placer en un rugido contenido. Elisa se estremeció bajo él, gritando suavemente mientras su cuerpo temblaba, consumido por el éxtasis.
Por unos segundos, todo fue silencio, respiraciones agitadas y cuerpos entrelazados. Luego, Gabriel se dejó caer a su lado, aún jadeante, acariciándole la cintura con los dedos mientras el eco de lo vivido seguía palpitando entre ambos.
Al día siguiente…
Miranda despertó al amanecer, con los ojos pesados por el escaso sueño. La emoción y la ansiedad le habían robado el descanso. A partir de ese día, comenzaría los preparativos para su boda y la compra de su ajuar. Su padre le había dado carta blanca: no debía escatimar en gastos para complacer a su futuro esposo.
Mientras se vestía, pensó que, si su madre no amanecía de mal humor —algo poco probable— podría pedirle ayuda con las primeras gestiones. Con esa esperanza, bajó las escaleras, alisando su falda con las manos, y se dirigió al comedor con paso decidido.
Apenas cruzó el umbral, su madre alzó la vista del periódico y frunció el ceño como si hubiese olido algo desagradable.
—Qué desconsideración de tu parte, Miranda Elizabeth —espetó la marquesa con la voz tensa—. Presentarte a esta hora y retrasar el desayuno.
Miranda se detuvo un segundo, tragando con disimulo antes de avanzar hacia la mesa.
—Contrólate, mujer —gruñó el marqués sin levantar la vista del café—. Solo ha llegado unos minutos tarde.
—Tú siempre disculpando las insolencias de tu niña —chistó Dorothy, dejando la taza sobre el platillo con un golpe seco.
Miranda respiró hondo. A pesar del mal tono, mantenía el buen ánimo. No iba a permitir que aquella escena matutina le estropeara el día. Con una sonrisa suave, inclinó levemente la cabeza.
—Lo siento, madre. No volverá a ocurrir —dijo con un tono conciliador.
—Eso espero —replicó la marquesa, cruzando los brazos con rigidez—. Deberías aprender de tu hermana, que jamás se retrasa.
«Y empezamos otra vez con las comparaciones…» pensó Miranda, mientras se obligaba a mantener la sonrisa. Apoyó las manos en el respaldo de la silla antes de sentarse.
—Ven, hija, siéntate aquí a mi lado —intervino su padre, dándole unas palmaditas en la silla vacía junto a él—. No le hagas caso a esta cacatúa. Hoy amaneció más alborotada que de costumbre.
Dorothy le lanzó una mirada helada que habría congelado el té. Cerró con fuerza el periódico, lo dejó a un lado con teatralidad y retomó su desayuno en silencio, cortando la fruta con movimientos secos y precisos.
Miranda se acomodó en su silla, alisó la servilleta sobre su regazo y, mientras tomaba la taza de té, pensó que, aunque el día no había empezado del todo bien, no permitiría que nadie, ni siquiera su madre, lo arruinara.
—Por cierto, cacatúa… digo, esposa mía —dijo Johan con una sonrisa burlona, mientras tamborileaba los dedos sobre el brazo de su silla—. Olvidaba comentarte que Miranda contraerá matrimonio dentro de dos meses con el conde de Headfort.
Se acomodó con parsimonia, cruzando una pierna sobre la otra con aire triunfal, dispuesto a disfrutar la reacción de su insufrible mujer, convencida hasta entonces de que Miranda terminaría convertida en una solterona.
Dorothy enmudeció. Parpadeó varias veces y frunció el ceño, entrecerrando los ojos como si intentara leer alguna trampa oculta en las palabras de su esposo.
—Johan, ya no tienes edad para esas bromas de mal gusto —dijo finalmente, rodando los ojos con un suspiro impaciente mientras se abanicaba con nerviosismo.
—No es ninguna broma —replicó él, esbozando una sonrisa socarrona—. Ayer concedí oficialmente la mano de nuestra hija. Los abogados ya se encargan de todos los asuntos relativos a la dote.
Dorothy apretó los labios y entrechocó los dedos con irritación. Su rostro se tensó en una mueca de incredulidad.
—¿Y qué artimaña utilizaste para que el conde pidiera la mano de Miranda? —espetó con desdén, inclinándose hacia adelante—. Esa muchacha no tiene el porte de una condesa… ¡Te exijo que anules ese absurdo compromiso y que en su lugar otorgues la mano de Megan!
A Miranda se le heló la sangre al oír esas palabras. Bajó la mirada y sus manos temblaron sobre su regazo. Era un golpe más al corazón que desde niña se había esforzado por endurecer, pero aún así dolía. ¿Por qué tanto rechazo? ¿Qué debía hacer para merecer el afecto de su madre? A veces se preguntaba si realmente era su hija.
—Escúchame bien, Dorothy —dijo el marqués, levantándose de golpe. Su voz sonó como un trueno en la estancia, y su mirada se volvió acerada mientras se inclinaba hacia ella, apoyando ambas manos sobre la mesa—. Esta será la última vez que tolero un insulto hacia Miranda. Nuestra hija posee tantas virtudes como Megan para convertirse en una excelente esposa. Y te juro, por Dios, que si vuelvo a oír una sola palabra altanera de tu parte, no verás un penique más de mi fortuna y te enviaré a vivir con tu hermana a las colonias, en esa casucha miserable que tanto detestas.
Dorothy se incorporó de inmediato, fulminándolo con la mirada. Su rostro se había tornado encendido, y sus mejillas ardían como brasas. Apretó los puños, temblando de indignación.
—¡No puedes hacerme eso! —exclamó con voz temblorosa, como si hubiese recibido una bofetada.
—Atrévete a desafiarme y verás si miento —sentenció Johan, erguido como un general victorioso. Su voz era baja, pero cada palabra cortaba como acero.
—Está bien, Hutchinson. Será como tú dispongas —dijo ella entre dientes, con los labios tensos como una línea de hielo.
Miranda, que había permanecido inmóvil en su silla, apenas se atrevió a respirar. Sabía que cuando su madre usaba el apellido de su esposo, era señal inequívoca de que la furia la consumía.
—Por lo pronto, exijo que te disculpes con tu hija por tus desafortunadas palabras —ordenó el marqués, alzando la voz de manera autoritaria, sin ceder ni un ápice.
—Te ofrezco disculpas por haberte hablado de ese modo —murmuró Dorothy entre dientes, con los labios tensos y el ceño fruncido, sin dignarse a mirar a su hija.
Miranda respiró hondo, conteniendo el nudo que se formaba en su garganta. Sabía que aquellas palabras carecían de sinceridad, pero aún así asintió con suavidad, aceptando la disculpa en silencio, por mera cortesía.
—Muy bien, Dorothy —dijo Johan, dejando escapar una risa seca mientras se recostaba con languidez en el respaldo de su silla—. Ahora quiero que acompañes a Miranda a casa de la modista. Debe encargar su ajuar cuanto antes.
—Como tú digas, Johan —respondió ella, llevándose una mano a la frente como si el simple pensamiento de salir fuera ya un suplicio.
Miranda apretó las manos sobre su regazo. El entusiasmo que había sentido por aquel día se desvanecía rápidamente. Conocía demasiado bien a su madre: haría hasta lo imposible por arruinarle cada elección, cada tela, cada pequeño momento de ilusión.
—Padre, si me lo permite… preferiría ir con mi amiga Danielle —dijo con cautela, alzando apenas la mirada—. Tiene muy buen gusto y ya ha ayudado a sus primas con sus bodas. Será de gran ayuda para mí.
Johan arqueó una ceja, contemplándola con atención.
—¿Estás segura? —preguntó, dejando entrever una pizca de duda—. ¿No deseas que tu madre te acompañe? Es, después de todo, su deber como tal.
—Prefiero ir con Danielle, padre —respondió Miranda, con una leve sonrisa en los labios pero firmeza en la voz—. Me sentiré más tranquila a su lado.
Dorothy soltó un suspiro exagerado y dejó caer la cabeza hacia atrás, teatral, como si el mundo entero conspirara contra ella.
—Me parece lo más sensato, Johan —intervino con tono desdeñoso—. Tengo una jaqueca terrible y no me apetece salir ni a la esquina.
—Espero verte con esas mismas jaquecas cuando se case Megan —bufó el marqués, lanzándole una mirada fulminante—. Miranda, ve con tu amiga. Y descuida, pondré a tu disposición una casamentera experimentada para que te asista con todo lo necesario.
Miranda se levantó y se acercó a su padre. Lo abrazó con ternura, y él le rodeó los hombros con afecto, como si con ese gesto quisiera protegerla de todos los males que habitaban bajo su propio techo.
—No sé cómo agradecerte, padre.
—Hazlo dándome nietos hermosos… y siendo feliz —respondió Johan, acariciándole el cabello con una sonrisa cansada pero sincera.
—Haré lo posible, padre —susurró Miranda.
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Claro, aquí tienes tu texto enriquecido con gestos, expresiones y matices emocionales que darán más profundidad a la escena y harán que los personajes cobren vida:
Una hora más tarde, Miranda llegó a casa de Lady Danielle. El mayordomo la anunció con una leve inclinación y la condujo al salón, donde los ventanales dejaban entrar una cálida luz de media tarde. Miranda se entretuvo observando un jarrón de porcelana sobre la repisa cuando escuchó pasos apresurados en el corredor. Danielle entró al poco rato, con los ojos brillantes y una sonrisa que le iluminaba el rostro.
—¡Miranda! —exclamó abriendo los brazos—. Me tienes intrigada desde que recibí tu nota… ¿Qué es eso tan importante que debes contarme?
Miranda se llevó una mano al pecho, como si aún procesara la noticia.
—Es algo tan inesperado que ni yo misma termino de creerlo —dijo, bajando la voz con un dejo de asombro.
Danielle frunció el ceño con dramatismo y cruzó los brazos.
—¡No seas ingrata! Dímelo de una vez.
—Voy a casarme —anunció Miranda, alzando la barbilla con una mezcla de nerviosismo y orgullo contenido.
Danielle abrió la boca, parpadeó varias veces, y luego se dejó caer sobre un sillón con teatralidad.
—¿Casarte? ¿Con quién?... ¿Tenías un pretendiente y no me lo habías contado? ¡Pero si en los bailes siempre estamos juntas, como fantasmas ignoradas! —agitó una mano en el aire, indignada—. Si hubiese habido pretendientes, ¿me lo habrías dicho, verdad?
—¿Terminaste tu monólogo? —preguntó Miranda con una sonrisa divertida, ladeando la cabeza.
—Tal vez… —replicó Danielle, entornando los ojos—. Pero me queda la pregunta más importante: ¿quién es el afortunado?
Miranda respiró hondo antes de responder.
—No sé cómo logró mi padre semejante proeza, y la verdad prefiero no indagar. Temo no estar de acuerdo con sus métodos. Pero lo cierto es que… me casaré con el conde de Headfort.
Danielle se enderezó de golpe. Sus ojos se agrandaron como platos.
—¿Gabriel Albright?... —dijo lentamente, como si necesitara oírlo en voz alta para creerlo—. ¡Miranda, Miranda, Miranda! —se levantó de un salto—. Estás jugando conmigo. ¿Me estás diciendo que el mayor libertino de Londres, el que colecciona conquistas como botones, desde damas casadas hasta debutantes... ese mismo que debería salir con escolta para no ser devorado por las miradas femeninas... será tu esposo?
Miranda asintió, sonriendo con los labios cerrados, sin decir una palabra.
Danielle la tomó de las manos con fuerza y, sin contener la emoción, ambas comenzaron a saltar y reír como niñas traviesas en medio del salón.
Se adoraban como hermanas. Compartían confidencias, alegrías y penas. A los ojos de Danielle, Miranda era bella, aunque sin ostentación, pero lo que más admiraba era su bondad inquebrantable: siempre dispuesta a ayudar, incluso a costa de sí misma. La paciencia con la que soportaba a su madre y su hermana era, para Danielle, digna de santificación. Si alguien merecía ser feliz, era ella.
Tras el pequeño alboroto, se acomodaron en los mullidos sillones mientras el mayordomo servía limonada fresca. Danielle la tomó con ambas manos, aún con una sonrisa boba en los labios.
—Danielle, quiero que me acompañes a la modista. Debo comenzar con los preparativos y nadie mejor que tú para ayudarme —dijo Miranda, tomando un sorbo con elegancia.
—Cuenta conmigo para todo —afirmó su amiga con firmeza—. Haremos que tu boda sea recordada por años.
—Será recordada, pero no por lo fastuosa… sino por la novia —respondió Miranda con una mirada traviesa.
—Miranda, por favor, no empieces —dijo Danielle con una risa—. Eres maravillosa… Ahora dime, ¿ya hablaste con el conde? ¿Te ha besado? ¡Necesito detalles! —apoyó el codo en el brazo del sillón y se inclinó hacia ella como una cómplice impaciente.
Miranda bajó la mirada, jugueteando con la servilleta.
—No hemos cruzado palabra alguna. Mi padre me dio la noticia. A decir verdad, temo ese primer encuentro… No sabría qué decirle. Ya sabes lo que siento por Gabriel.
Danielle se inclinó aún más, ahora con expresión preocupada.
—Lo sé —dijo suavemente—, pero es inevitable que lo veas antes de la boda. Probablemente en tu fiesta de compromiso.
—¿Y si se arrepiente? ¿Y si decide no casarse conmigo? —preguntó Miranda en un murmullo, mordiéndose el labio inferior.
—No digas tonterías —replicó Danielle enseguida, tomando su mano—. Le ha dado su palabra a tu padre. Eso no se revoca fácilmente…—Y dime, ¿Megan sigue en el internado? —preguntó, buscando cambiar de tema.
—Sí, aunque está por concluir sus estudios. Solo espero que no regrese antes de mi boda. No soportaría sus intrigas y malos tratos.
—Lo mejor del matrimonio es que vivirás lejos de tu “adorada” hermanita —dijo Danielle con una mueca sarcástica, rodando los ojos.
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Después de compartir chismes y risas, partieron hacia la boutique de Angelique, la mejor modista de Londres. Las calles estaban animadas, con carruajes deslizándose entre la bruma ligera y el bullicio de los vendedores. Miranda se repetía a sí misma, como un mantra silencioso, que si no lograba ser la novia más hermosa, al menos sería la mejor vestida de la temporada. Y Angelique haría que eso fuera posible.
Durante horas, se midieron cinturas, se compararon sedas y encajes, se debatió el largo del velo y el tono exacto del marfil. Danielle, como siempre, opinaba con entusiasmo, mientras Miranda se dejaba llevar entre alfileres y exclamaciones en francés. Al caer la tarde, exhausta pero emocionada, regresó a casa con la cabeza llena de bocetos y telas.
Al entrar, se quitó los guantes con lentitud y los guardó en su bolso justo antes de ver a su padre, que aguardaba en el vestíbulo. Estaba de pie, con las manos cruzadas a la espalda, su expresión entre solemne y aliviada.
—Estaba preocupado, hija —dijo con el ceño ligeramente fruncido.
Miranda se detuvo frente a él y arqueó una ceja, dejando escapar una pequeña sonrisa cansada.
—No deberías, padre. Sabes bien que organizar una boda no es tarea sencilla.
—Lo sé —respondió, suspirando mientras le ofrecía el brazo para acompañarla al interior—. Pero no puedo evitarlo. Además, quería informarte que dentro de dos semanas ofreceremos una gran fiesta para celebrar tu compromiso.
Miranda se detuvo en seco, girando la cabeza hacia él.
—¿Gabriel… digo, el conde asistirá?
Su voz tembló apenas, lo suficiente para delatar su ansiedad.
—Por supuesto, Miranda —respondió con una sonrisa breve, casi enigmática—. Es el novio.
Ella asintió lentamente, apretando el asa de su bolso con más fuerza de la necesaria. El corazón le latía con fuerza. Pronto tendría que enfrentarse a él, no como la dama enamorada en silencio que lo admiraba desde lejos, sino como su futura esposa.