Capítulo 3

2669 Palabras
"La sorpresa es el móvil de cada descubrimiento" Cesare Pavese A la mañana siguiente, Gabriel regresó a su residencia tras haber pasado la noche con Elisa. Cruzó los pasillos en silencio y se dirigió a su despacho. Se sentó frente al escritorio y tomó la primera carta del montón. Era del marqués, confirmando fecha y hora para el compromiso. Gabriel suspiró con pesadumbre, llevándose una mano al cabello en un ademán de honda fatiga. Sentía el peso del día como si llevara siglos a cuestas. No deseaba pensar en celebraciones ni en banquetes ni en los lazos matrimoniales que se cernían sobre él como una condena. Mucho menos quería evocar al marqués de Hutchinson y su insípida hija, cuya sola mención le provocaba un desdén casi físico. Sabía que los rumores no tardarían en propagarse como fuego en rastrojo. Londres entera, hambrienta de escándalos, se haría eco del compromiso entre el conde de Headfort y la olvidada solterona de Hutchinson. Ecos de la Sociedad tendría su titular dorado, y con él, llegaría el juicio implacable de las tertulias, los clubes, y peor aún, de Elisa. Aquello no le haría ninguna gracia. Temía su reacción más que a ninguna otra cosa. La noche anterior, en un último intento por aferrarse al deseo, había omitido deliberadamente cualquier mención del compromiso. No quiso empañar su encuentro con verdades que aún no estaba preparado para enfrentar. Ella, por fortuna o desdicha, se había marchado esa misma madrugada de viaje. Un mes entero sin verla. Un mes para pensar. Un mes para que todo se desmoronara sin remedio. La soledad de su casa le resultaba más pesada que nunca. Había pasado la noche entera en vela, atormentado por la idea de un futuro que no deseaba. En su mente, cada hora transcurrida había sido una batalla contra el destino que otros querían imponerle. Debía haber una salida. Alguna rendija en ese entramado de intereses y apariencias que le permitiera escapar. No podía resignarse aún a ese matrimonio ridículo, negociado como si se tratara de una propiedad o un favor político. Tenía que hallar el modo. Aunque el tiempo apremiara, aunque todo pareciera inevitable. No estaba dispuesto a dejar que lo encadenaran sin luchar. Subió a su habitación sin prisa, el peso de sus pensamientos reflejado en cada paso. Al entrar, su ayuda de cámara ya lo aguardaba con la diligencia acostumbrada: el agua humeaba en la jofaina de porcelana y las prendas del día estaban perfectamente dispuestas sobre la silla tapizada. Gabriel agradeció con un leve gesto de cabeza y comenzó su aseo con movimientos lentos, como si cada acción requiriera más energía de la que poseía. Aquella mañana tenía práctica de esgrima con Andrew, su más cercano amigo y confidente. Una vez listo, vestido con una chaquetilla ajustada de corte impecable y botas de montar lustradas hasta el brillo, Gabriel abandonó su residencia con paso decidido. El aire de la mañana era fresco y ligeramente húmedo, pero nada que una jornada de esgrima no pudiera disipar. Subió a su carruaje y se dirigió sin demora al club. Al llegar, encontró el lugar en calma. El silencio reinante, interrumpido solo por el lejano murmullo de los criados y algún que otro caballo impaciente, le indicó de inmediato que su amigo aún no había llegado. Gabriel se quitó los guantes de montar con movimientos pausados y se dirigió al salón de armas. Tomó una de las espadas de práctica, la examinó con ojo crítico, y comenzó a ejercitarse a solas, lanzando estocadas al aire como si pudiera atravesar sus pensamientos con cada golpe. Pero su mente vagaba, inquieta, y cada movimiento carecía de su habitual precisión. Unos quince minutos más tarde, los pasos de Andrew Weymouth resonaron por el pasillo. Entró al salón con su característico aire despreocupado y una sonrisa insolente pintada en el rostro. —Llegas tarde, Weymouth —dijo Gabriel alzando una ceja, sin ocultar su fingida severidad. Andrew se quitó el sombrero con elegancia exagerada y se inclinó teatralmente. —Headfort, tienes un serio problema con el reloj. Apenas son las nueve. Para mí, esto es madrugada. —Olvidaba que tu día comienza cuando el sol ya se ha aburrido de brillar —replicó Gabriel con una sonrisa cansada, mientras le lanzaba una espada que su amigo atrapó al vuelo. Ambos tomaron sus posiciones y comenzaron la práctica. El choque del acero llenó el aire con su resonancia característica. Pero pronto Andrew frunció el ceño. —Estás algo distraído, Headfort —comentó mientras esquivaba un ataque torpe—. Acabo de tocarte el hombro y ni siquiera lo notaste. Gabriel retrocedió un paso, resoplando, y bajó el arma unos centímetros. —Lo sé… —admitió con el ceño fruncido, llevándose la mano libre al cabello, despeinándolo con frustración. Gabriel soltó un resoplido, desviando el golpe con elegancia. —Es por lo de la boda con Lady Miranda —confesó al fin, bajando levemente la guardia—. He de hallar la forma de detener esa locura antes de que me consuma. Andrew detuvo el juego, apoyando la punta de su espada contra el suelo de madera pulida. Lo observó con una sonrisa ladeada y los brazos cruzados. —¿Qué harías, milord, si no contases con tu fiel compañero para resolver tus desventuras? —Probablemente me ahogaría en brandy antes del próximo baile —replicó Gabriel con una carcajada seca. —Pues puedes ahorrarte el licor. Ya tengo la solución a tu dilema, mi estimado conde —anunció el vizconde con aire triunfal, sacudiéndose el cabello del rostro con una mano. Gabriel arqueó una ceja, desconfiado. —Veamos con qué nueva insensatez me sales ahora. —No tan insensata, te lo aseguro. —No te hagas rogar, Weymouth. Suéltalo ya. Andrew alzó la espada y trazó un círculo en el aire, como si estuviera revelando un plan estratégico ante un consejo de guerra. —He pensado que podrías casarte con Lady Miranda, sí… pero sin consumar la unión. Pasados unos meses, solicitas la anulación. Así, el viejo Hutchinson no podrá despojarte de tu herencia, porque habrás cumplido formalmente con el acuerdo. Pero tu libertad seguirá intacta. Gabriel se quedó en silencio. Parpadeó un par de veces, bajó su espada, y ladeó la cabeza como si realmente considerara la propuesta. Luego sonrió con sorna. —Me sorprendes, mi estimado chambelán. Jamás imaginé que esa cabeza tuya, siempre ocupada con francesas y viudas, albergara ideas tan… ingeniosas. Andrew se llevó una mano al pecho fingiendo indignación. —Me ofendes, milord. No pienso solo en francesas y viudas. También en doncellas, alguna institutriz que otra… aunque debo admitir que suelen ser un tanto tediosas para mi gusto. —Hablando en serio, tu propuesta es razonable. Me agrada —Gabriel asintió con lentitud, aunque la sombra de una preocupación se asomó en su mirada—. Aunque aún debo lidiar con Elisa. Andrew se encogió de hombros, retomando la guardia con una sonrisa despreocupada. —Ella es tu amante, no tu esposa. No tiene por qué causar mayores complicaciones. —Otra vez llevas razón —Gabriel esquivó una estocada de Andrew—. Ya puedo imaginar el rostro de ese viejo cuando descubra que no ha logrado arruinarme la existencia como pretendía —añadió mientras contraatacaba con firmeza—. El marqués de Hutchinson se ha equivocado de hombre si cree que puede manejarme a su antojo. —¿Cómo se le ocurre a ese viejo zorro chantajearte para que tomes por esposa a una solterona? —Cabe la posibilidad de que Lady Miranda también esté siendo forzada por su padre. Pero si actúo con prudencia, ella no saldrá perjudicada. —No creo que la estén obligando. Es una solterona, y su destino más próximo era cuidar a los hijos de su hermana cuando esta sí contrajera matrimonio. Ahora, en cambio, se le ha concedido el milagrito de casarse… y con un conde nada menos. —Espero que no sea como dices, y que no albergue esperanzas con respecto a este enlace. No pienso prolongarlo más allá de lo necesario. —¿Aún no has hablado con ella? —No. Hasta ahora he logrado evitar cualquier acercamiento. —Una lástima. Te quedan apenas dos semanas antes de que todo Londres se entere de tu pequeña aventura. Gabriel retrocedió un par de pasos y dedicó a Andrew una reverencia burlona para dar por concluida la práctica. Era evidente que la conversación sobre su inminente compromiso había perturbado su concentración. ✨✨✨✨✨✨ Los días transcurrieron con lentitud hasta que finalmente llegó el esperado momento en que Gabriel y Miranda formalizarían su compromiso matrimonial. La noticia de que la solterona hija del marqués de Hutchinson iba a casarse se propagó como incendio en rastrojo. Toda la alta sociedad deseaba presenciar el suceso y descubrir, con morbosa curiosidad, al valeroso caballero que se atrevería a desposarla. Después de tantas súplicas de Johan, Dorothy aceptó encargarse de los preparativos. Miranda, sin embargo, no estaba del todo conforme. Su madre había intervenido hasta en el más nimio de los detalles; tal fue su intromisión que incluso eligió el vestido que habría de portar su hija en la fiesta de compromiso. Para evitar una confrontación mayor, Miranda accedió a usar aquella prenda que, según Dorothy, era un vestido… aunque para ella no era más que un trapo indigno. Danielle, su más fiel amiga, llegó temprano aquella mañana para asistirla en cuanto fuera necesario. —¿En qué pensaba tu madre cuando te pidió que te pusieras semejante adefesio? —preguntó, visiblemente contrariada—. ¿Por qué no usas alguno de los que te confeccionó la modista? Con uno de esos estarías espléndida. —Lo sé —respondió Miranda con resignación—. Pero si me niego, mi madre armará un escándalo. Es capaz de suspender la fiesta. —No, eso no podemos permitirlo. —Solo espero que Gabriel no se sienta tan decepcionado cuando me vea vestida con esta reliquia de museo. —Menos mal que Angelique renovó todo tu vestuario. Cuando estés casada, serás otra mujer. Solo cuida que tu madre no descubra los nuevos vestidos y los regale a tu hermana. —Están bajo llave en mi baúl. Bien guardados. —Esa es mi chica —dijo Danielle con una sonrisa. La fiesta ya había comenzado cuando Miranda y su amiga cruzaron el umbral del salón principal, deteniéndose un instante para observar el despliegue que se abría ante ellas. Un murmullo constante flotaba en el aire, entre risas afectadas, el tintinear de copas y el suave murmullo de la orquesta tocando un vals de moda. El perfume de las flores competía con el de los polvos de arroz y los perfumes almizclados de las damas. Dorothy, como buena anfitriona —y madre perfeccionista hasta la médula—, se había esmerado hasta el delirio. El salón resplandecía bajo la luz de centenares de velas que colgaban de dos inmensos candelabros de cristal tallado. Ramilletes de rosas en tonos crema, marfil y rosa pálido colgaban de las columnas, atadas con cintas de raso color lavanda, mientras guirnaldas de hiedra y flores silvestres recorrían los ventanales y barandales. Cortinas de encaje bordeaban las altas ventanas y caían en pliegues perfectos sobre los suelos pulidos. En las esquinas, floreros de porcelana albergaban arreglos tan grandes como exagerados, de un romanticismo desbordado que rayaba en lo teatral. Había una profusión de lazos, blondas y bordados dorados en cada rincón, como si el salón entero hubiese sido vestido con los gustos más dulzones de Dorothy. Las mesas de refrescos estaban decoradas con encajes y frutas dispuestas como si de una pintura flamenca se tratara, y un enorme retrato del Marqués —encargado para la ocasión— presidía la pared del fondo, justo por encima del lugar reservado para los novios. Danielle, al lado de Miranda, alzó una ceja y susurró con ironía: —¿Es una fiesta de compromiso o un altar para una virgen del rococó? Miranda se obligó a sonreír, aunque por dentro sentía que se desdibujaba entre tanto adorno. —Estoy nerviosa — dijo ella soltando un suspiro. —Mantén la calma, Miranda. Todo saldrá bien —murmuró Danielle a su lado, procurando infundirle ánimo. Su padre la aguardaba junto a los invitados. Al verla, se acercó y la tomó del brazo para presentarla formalmente. Miranda sintió de pronto el peso de la responsabilidad. Alzó la vista y contempló la multitud reunida: damas y caballeros, unos conocidos, otros no tanto. Las mujeres la observaron en silencio, evaluando su aspecto, y no tardaron en estallar los murmullos y las risas discretas. Era claro que se burlaban. Respiró hondo, tragó con fuerza y, reuniendo coraje, esbozó su mejor sonrisa. Comenzó a saludar con cortesía, ignorando las miradas inquisitivas y las burlas soterradas. Momentos después, el conde de Headfort hizo su aparición. El mayordomo anunció su llegada con voz solemne. Las damas le dedicaron profundas reverencias. Miranda había olvidado cuán apuesto era. Su cabello castaño oscuro, el rostro levemente bronceado y aquellos ojos azules que evocaban el mar la dejaron sin aliento. Sus labios, gruesos y suaves, recordaban el tono de sus fresas favoritas. Iba ataviado con frac n***o, camisa y chaleco blanco. Era, sencillamente, demasiado hermoso para su propio bien. Comprendía al fin por qué tenía tanta fama entre las mujeres. Para Miranda, Gabriel era un sueño; uno que hasta hacía poco parecía inalcanzable para una mujer como ella. Tras saludar a buena parte de los asistentes, el conde se aproximó hacia ella. Saludó al marqués con una leve inclinación y, cuando estuvo frente a Miranda, ella hizo una reverencia contenida. —Milord, es un honor —murmuró, un tanto nerviosa. —El honor es todo mío, lady Miranda —replicó él, tomando su mano y besándola con gentileza. El contacto de sus labios en la piel hizo que se le erizara la nuca. El marqués de Hutchinson alzó la mano y pidió silencio a la orquesta. Luego, se colocó en el centro del salón, flanqueado por los novios, y procedió a anunciar oficialmente el compromiso. Un murmullo emocionado recorrió la sala, seguido de aplausos y felicitaciones. Los invitados, luego de superar la sorpresa, se acercaron uno a uno a brindar sus parabienes a la nueva pareja. Gabriel no sabía cuánto más podría soportar aquella farsa. Sentía que, de prolongarse un segundo más, se desvanecería como humo en el viento. Miró de reojo a lady Miranda. Su aspecto no había mejorado gran cosa desde la última vez que la vio, y la sola idea de compartir días, semanas, quizás años, con aquella joven tan poco inspiradora, le resultaba insoportable. Un horizonte de tedio y silencios incómodos se dibujaba ante él, tan gris como opresivo. No pudo evitar entonces que su mente lo traicionara, llevándolo a imaginar el cuerpo encendido de una rubia de curvas generosas, de besos hambrientos y caricias que le hacían perder la razón. Extrañaba a Elisa con una intensidad que le quemaba por dentro. Y la deseaba tanto que su mente parecía conjurarla frente a él, vívida y perfecta, como si fuera real. Cerró los ojos, atribuyendo aquella visión al cansancio y al anhelo. Pero cuán equivocado estaba… —Hola, padre. Me temo que he llegado algo tarde a la celebración —dijo una voz femenina, serena y firme. Gabriel abrió los ojos, perplejo. La joven que acababa de hablar clavó su mirada en él con inconfundible determinación. —Llegas en un momento oportuno, hija mía —respondió el marqués de Hutchinson, besándola en la mejilla antes de volverse hacia Gabriel con una sonrisa orgullosa—. Headfort, permítame presentarle a mi hija menor. Me parece que aún no han tenido el gusto de conocerse. Le presento a lady Megan Hutchinson. Gabriel sintió que el mundo se le desmoronaba. Aquella mujer que tenía frente a él, la que el marqués le presentaba como su otra hija, su futura cuñada, no era otra que Elisa. La misma Elisa con la que llevaba acostándose más de dos meses…
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