Parecía que todo a mi alrededor era una representación de la más trágica historia alguna vez escrita. Gritos, llantos y sollozos por montones. Era como estar mirando una escena a través de una pantalla o como tener un traje que me abstraía de la realidad. Manos que se apoyaban en mi hombro, labios que producían sonidos ininteligibles para mí y que pretendían ser palabras; ojos que lloraban como si fuesen ríos, vestuarios oscuros que intentaban materializar el vacío profundo guardado en el alma. Vacío que algunos fingían o exageraban para la ocasión. No querían parecer fuera de lugar.
Mis ojos veían, pero no observaban. Parecían fuera de foco. No estaba segura si seguía o no respirando, hasta que al fin sentí el peso de una mano sobre mi hombro, dejándome una falsa calidez mientras la boca de la dueña emitía unas palabras frías y mentirosas, palabras cliché que todos decían: “ayudándote a sentir”. En ese momento, mis ojos perdieron la neblina que los atontaba, mis pulmones recuperaron la conciencia y luego de un profundo respiro, mis cuerdas vocales vibraron, mis músculos se lograron mover y mi rostro formó una mueca mientras mis labios secos se movían exageradamente ante la atónita mirada de la aludida y de todos quienes me oyesen.
—¿Ayudándome a sentir? —repetí con la sangre hirviendo y los ojos vidriosos de ira e impotencia—. No. No tienes idea. Es fácil llegar y decir un par de palabras manoseadas para quedar bien, pero, dime, ¿qué tan fácil es sentirlas, ah? ¡Porque a ti nunca te agradó mi madre! ¡Nunca te interesaste por ella, nunca la ayudaste cuando te necesitaba! ¿Y ahora resulta que te importa? ¡Mentirosa, cínica, hipócrita! Te atreves a pasarte por acá vestida de n***o y soltando lágrimas de cocodrilos, ¡pero todos sabemos que es una mentira! Vienes aquí lloriqueando y poniendo cara de sorpresa, ¡cuanto descaro! Tú no querías a mi mamá. ¡Tú no eras nadie en su vida, mucho menos en la mía o en la de mis hermanos!
Parecía que mis palabras no le importaban en lo absoluto y que sólo le preocupaban las miradas expectantes de los presentes, quienes murmuraban a nuestro alrededor. Nadie se entrometía, todos miraban estupefactos el horrendo e irrespetuoso acto de la hija mayor, la que debía dar el ejemplo.
—¡Vete! —Grité con una voz desgarradora y casi bestial, pegándole empujones que rápidamente fueron frenados por dos brazos fuertes—. ¡Piérdete! ¡Tú no eres de mi familia!
Un silencio sepulcral llenó la estancia mientras un par de personas guiaban a uno de los muchos demonios presentes hacia la salida. Me quedé en la misma posición, respirando agitada, sin despegar la mirada de la puerta.
—Tranquila, aquí estoy —susurró de pronto una voz conocida. Me volteé a mirarlo y me dejé caer sobre sus brazos, sollozando como una niña pequeña. Mis piernas flaquearon y él amortiguó rápidamente la caída, acariciando mi coronilla.
—Joel —murmuré aferrada a él—. Por favor, sácame de aquí, no soporto más.
Besó mi frente y me miró fijamente.
—Le diré a mamá que se lleve a los chicos —respondió con suavidad repasando mi mejilla con su dedo pulgar—. Necesitas descansar.
Asentí débilmente con la cabeza y me dirigí a un asiento, demasiado agobiada como para seguir aguantando este entorno. Mis padres entenderían mi ausencia. Ya iría a verlos, cuando pudiese disfrutar de la privacidad que requería para despedirlos. No podía velarlos tranquila siendo interrumpida a cada momento por cualquier persona que se me acercaba para darme palabras de aliento que no quería ni me interesaban. Eso no iba a devolverles la vida a mis padres. Eso no cambiaba la situación en lo absoluto.
—Clarisse —escuché nuevamente. Alcé la mirada—. Mi madre se llevará a tus hermanos. Mi padre quedará a cargo del velorio y del entierro, así que eres libre para irte, si así lo deseas.
—Gracias, Joel —suspiré poniéndome de pie y cruzando mis brazos alrededor de él—. De verdad muchas gracias. No sé qué habría hecho si no hubieses estado aquí.
—Hubieras echado a la mitad de los presentes —dijo con una media sonrisa, haciéndome soltar una carcajada seca y cansada—. Está bien, vamos.
Pasó su brazo por sobre mis hombros y me encaminó a la salida, obviando ambos a la gente que me miraba con lástima. ¿Y lástima por qué? ¿Por querer resguardar la memoria de mis padres de gente que nunca los acompañó en vida? Yo no me sentía desdichada por ello ni mucho menos necesitada de compasión o avergonzada por lo que había hecho. Sí, me sentía destrozada por haber perdido a mis padres, nadie lo había visto venir. No me había podido preparar para decirles adiós, todos mis planes de vida junto a ellos se habían esfumado de un segundo a otro. Estaba rota. Pero no quería la lástima de nadie. Prefería la comprensión, el apoyo, el cariño. ¿En qué me ayudaba que me tuvieran lástima? En nada. Eso no me iba a devolver la sonrisa al rostro, eso no me iba a devolver a mi familia.
Subimos al auto en silencio y el motor ronroneó suavemente antes de partir. Me terminé de poner el cinturón de seguridad y me acurruqué en el cálido asiento, feliz y aliviada de dejar atrás aquella lúgubre estancia. Me distraje mirando al aromatizante colgado en el espejo que se movía de un lado a otro antes de cerrar los ojos y respirar profundo cuando recordé hacerlo.
Pegué un leve respingo al sentir la mano de Joel envolver la mía y, con la vista aún pegada hacia el frente, la llevó a sus labios, acariciando luego con su pulgar el dorso de la misma, haciéndome sonreír levemente y mirarlo con un cariño fatigado.
Joel era mi primo, aunque no de sangre. Su padre se casó con mi tía algunos años después que su exmujer lo abandonó. Desde entonces nos criamos técnicamente juntos, ya que su madre era la única hermana realmente cercana a la mía. Eso hasta tres años atrás, cuando Joel cumplió la mayoría de edad y se fue a estudiar a otra ciudad. Ahora era yo quien había cumplido los dieciocho, pero no creía que mi historia se fuera a parecer a la suya. Tan sólo esperaba poder seguir viéndolo cada fin de semana por medio, tal como lo habíamos estado haciendo hasta ahora. Hasta ayer, que su visita tuvo que adelantarse por el velorio de mis padres.
—¿Te llevo a tu casa? —preguntó de pronto, llamando mi atención, preocupado—. ¿O prefieres ir a otra parte?
—Sí, a casa está bien—respondí suavemente, esbozándole una sonrisa torcida—. No te preocupes, puedo con los recuerdos.
Asintió con los labios apretados en una fina línea y ambos volvimos a sumergirnos en un profundo silencio.
Joel había sido el primer y único chico que alguna vez me había gustado, aunque no fue así desde el comienzo. Cuando éramos niños nos hicimos los mejores amigos y terminamos sabiendo todo el uno del otro. Cuando empecé a crecer, empecé a notar que me sentía mucho más cómoda con él que con cualquier otro hombre. Sentía que él era el más noble y dulce de todos, por eso siempre era mi punto de comparación con el resto del mundo. Era confiable, sincero y respetuoso. Nunca tuve que establecer límites con él, porque nunca estuvo cerca de cruzarlos. No podía decir lo mismo de otros. Y sí, a veces actuaba como un imbécil, tampoco era perfecto, pero su compañía siempre me hacía sentir mejor. Cuando mi regalo de quince años fue saber que él se iría a otra ciudad y que ya no seríamos los dos contra todos, fue que entendí lo que sentía realmente por él. Se había construido lentamente, tan lento que no me había dado ni cuenta. No me había dado cuenta de lo mucho que me gustaba mirarlo, ver sus ojos de profundo color chocolate, o verlo pasarse la mano por su cabello castaño. Ese mismo que ahora llevaba un tanto corto y desordenado, enmarcando muy bien su rostro fino. Muchas veces lo había molestado estúpidamente diciendo que tenía facciones de niña, enfadándolo cuando éramos más pequeños, pero ahora me daba cuenta de que esas líneas hacían de su rostro una imagen muy atractiva de observar. Tenía ese aire de chico intelectual con el que podrías conversar durante horas de cualquier cosa, pero se mezclaba con una personalidad relajada y cálida que me deslumbraba. Y su sonrisa… Era tan jovial y refrescante que podía imaginar a todas las chicas derritiéndose frente a él. Joel era de esas personas que todo el mundo quiere escuchar cuando habla, que todo el mundo quiere acompañar cuando camina. Era difícil de ignorar. Al menos yo no lo podía ignorar.
—¿Cómo estás? —me preguntó al detener el auto.
—Esa no es una pregunta muy fácil de responder —murmuré mirando mis nudillos. Suspiré—. Tal vez no esté del todo bien, pero lo estaré. Tengo que ser fuerte. Debo cuidar de mis hermanos. Si yo me dejo romper, ¿quién cuidará de ellos?
—¿Y quién cuidará de ti? —atajó rápidamente, haciéndome mirarlo con los ojos abiertos de par en par.
—No necesito que me cuiden —susurré demasiado débil para mi gusto.
Meneó la cabeza y respiró profundo, haciéndome un gesto con la cabeza para que lo siguiera fuera del auto. Lo que hice de inmediato.
Caminamos hacia la entrada y busqué las llaves con mis manos trémulas, sin poder después encajarlas en la cerradura, por lo que Joel me las quitó con sutileza, abriendo él la puerta y dejándome pasar a la casa que no sabía si podría seguir llamando mi hogar. Los cuadros, los muebles, las luces. Todo seguía exactamente igual, pero ya nada era lo mismo. Ya no había vida en la sala de estar, la televisión no estaba encendida y la cocina no calentaba. Los chicos no corrían por la casa haciendo ruido y enfadándome mientras intentaba estudiar para mis exámenes finales. El sofá estaba helado y vacío, la cocina estaba fría y apagada, los cuadros parecían desteñidos y las fotografías parecían recuerdos de un pasado demasiado lejano, pero demasiado latente. Todo estaba exactamente igual, pero nada era lo mismo. No para mí.
—Clarisse —me llamó él, preocupado.
Salí de mis cavilaciones y me di cuenta de que seguía de pie en la entrada, sin mover un músculo, pasos detrás de Joel.
—Lo siento —mascullé meneando la cabeza—. No… no me di cuenta. No quería preocuparte.
Me miró mal.
—¿No aceptarás que no puedes con esto sola? —Protestó con reproche—. ¿No aceptarás que te duele? Demonios, Clarisse, ¿por qué me dijiste que te trajera a casa? Pudimos haber ido a otro lado, pudimos…
—Cállate, por favor —le dije rápidamente, lánguida, sonando casi patética—. No necesito regaños, Joel. Estoy mal, ¿sí? Estoy destrozada, estoy completamente vacía y desolada. Pero sé que estaré mejor en algún momento. No sé cuándo, no sé cómo, pero lo estaré. Eso es todo lo que diré sobre mi maldito estado anímico. No quiero más preguntas ni recriminaciones. Ésta es la casa donde he vivido desde que nací y en la que seguiré viviendo, con o sin mis padres. No puedo huir. No lo haré.
Resopló y se acercó a mí, abrazándome con fuerza y dejándome soltar las lágrimas que no me había dado cuenta estaba reprimiendo. Empuñé mis manos contra su camisa y solté un gruñido lleno de dolor. Había un vacío que me consumía, un hueco gélido en mi lado izquierdo. Algo me hería, algo me faltaba. Una parte de mí se había ido con ellos y, aunque sabía que ésta era la ley de la vida, jamás pensé que sería tan pronto, nunca pensé que me torturaría así.
—Está bien —canturreó acariciando mi coronilla—. Está bien. Estoy aquí, no te dejaré sola.
Y ahí fue cuando lo miré, con los ojos empañados y la mirada desenfocada, pero hice mi mejor esfuerzo. Y lo besé. Sí, lo besé. Porque sabía que él en algún momento tendría que dejarme sola. Había perdido a mis padres, a quienes quería más en el mundo, a quienes no pude decirles cuánto los amaba antes que murieran, y no iba a permitir que pasara lo mismo con Joel. Podía alejarme, podía mirarme mal, podía hacer lo que quisiera, pero no iba a permitir que algún día desapareciera de mi vida sin que supiera lo que significaba para mí. Y él era más que mi amigo, desde hace mucho tiempo que era así. Él era el hombre que me hacía suspirar cada noche, en cada uno de mis sueños. Por eso lo besé.
Temblé entre sus brazos cuando me correspondió después de un par de segundos de incertidumbre y lo estreché con fuerza contra mí, sintiéndome temporalmente renovada, con el corazón lo suficientemente vivo para tamborear con violencia ante su respuesta y con mis labios lo suficientemente cálidos para sonreír contra los suyos.
—¿Qué haces, Clarisse? —preguntó en un susurro, afirmando mi rostro con sus manos cálidas, después de habernos besado quién sabe por cuánto tiempo. Ciertamente no lo suficiente.
—Jamás pude decirles a mis padres cuánto los amaba antes de perderlos —murmuré—. En algún momento también te perderé a ti, Joel. Y no quiero que eso pase antes de que sepas lo que siento por ti.
Acarició mi mejilla y me miró con profundidad.
—A mí no me perderás nunca —ronroneó—. Yo siempre estaré para ti, pase lo que pase.
—No prometas cosas que quizás no puedas cumplir —contesté mirándolo dolida—. No sabemos qué va a pasar. Nadie lo sabe.
Afirmó mi nuca y me besó con vehemencia, haciéndome suspirar contra sus labios y olvidar momentáneamente todas mis preocupaciones y dolores.