Inopia

1065 Palabras
            Ryan estuvo ausente durante el trayecto.             Varias de las calles que vio se le hicieron conocidas. Zetira no era una de esas ciudades perdidas en el limbo, y aunque no llegase a la clasificación de una gran metrópolis, tenía sus virtudes. Era de unas de esas ciudades que tiene un poco de todo. Centros especializados para realizar ejercicios, con canchas de golf, tenis, futbol y básquet. Un pequeño pero lujoso estadio de Béisbol casi en el centro de todo. Varios parques donde las familias se reunían a pasear, los hombres a entrenar y los jóvenes a besarse. Un teatro donde cada mes se reproducía una obra diferente. Acuarios. Museos. Hoteles, sobre todo hoteles. Zetira se conocía por ser una ciudad donde los negocios eran abundantes, la mayoría de los habitantes eran hombres de negocios con una fábrica establecida en los alrededores, o la sede de alguna empresa, y visitaban ocasionalmente los sitios para ver cómo iba el trabajo. No tenía mucha riqueza cultural ni una gran fauna, aunque estuviese rodeada de montañas que se podían ver desde casi cualquier apartamento o casa de la ciudad. El punto central era y siempre serían los negocios. Ni siquiera sus dos centros comerciales o sus tres universidades recibían tanto merito como las muchas empresas que apostaron por establecerse en dicha locación. Lo normal siempre fue encontrarse grandes carteles anunciando productos por toda la autopista, o cubriendo un edificio entero. Ryan pudo ver varios de ellos y recordar los años pasados en los que iba en su bicicleta, calle tras calle, creyendo que esa ciudad sería el centro del mundo en algún momento. No escaseaba en rascacielos, pero tampoco los tenía en abundancias. El servicio del metro era bueno, pero no excelente. La criminalidad no era excesiva pero tampoco baja. Zetira era una ciudad que caminaba siempre por la línea correcta del centro sin desviase por un lado u otro.             Pasaron por delante de un centro comercial, un par de parques pequeños y varios restaurantes antes de llegar al mismísimo centro de la ciudad donde residía el Flamenco Suite.             Un edificio alto, con estructuras de plata brillante, ventanas anchas y una entrada doble con puerta de madera, se extendió con todo su esplendor. Ryan bajó del taxi, pagó y entró al hotel.             El techo era alto, casi en exceso. El suelo del mármol dorado resplandecía bajo los candelabros que colgaban. El espacio era ancho. Las paredes blancas. Al lado derecho la zona de espera se mostraba cómoda y confortable, con varios sillones y sofás alojados estratégicamente ante una chimenea virtual, rodeando una gran mesa de vidrio. Varios hombres encorbatados se sentaron en estos sofás mientras hacían llamadas importantes. De un lado a otro los botones llevaban maletas siendo seguidos por hombres y mujeres de aspecto empresarial. No había niños a la vista. No señor, ¿qué haría un niño en el Flamenco Suite? Zetira nunca fue una ciudad para infantes y mucho menos lo serían sus hoteles. A la izquierda se abrían las puertas para un restaurante privado. Ryan se sintió tentado de entrar, no había comido nada desde la noche pasada, pero prefirió hacerse un cambio primero. No podía seguir yendo a todos lados vestidos de n***o.             Fue al mostrador donde una joven con más escote del necesario, cabello n***o y corto, sonrisa Colgate y lentes de recepcionista, le atendió sonriendo, le entregó las llaves de su dormitorio y se dirigió al siguiente cliente magistral. Ryan solo podía permitirse semejantes lujos porque a pesar de su corta carrera como arquitecto, tuvo la suerte de participar en proyectos gubernamentales que no le habían pagado nada mal. Pero para nada mal.             Subió por el ascensor, recorrió los pasillos y entró a su cuarto.             Las paredes color vino tinto le gustaron, así como el suelo de caoba. Tampoco se puede decir que le molestó el televisor pantalla plana de cuarenta y dos pulgadas que estaba pegado a la pared. La cama matrimonial era tan cómoda como dormir en una nube, en el mar, o en los senos de afroditas. En el armario cabía más ropa de la que tendría en toda su vida y la bañera era más grande que el cuarto donde había crecido. Sin embargo, lo que la habitación tenia de elegancia le faltaba en humanidad. Todo era frio, o tal vez lo sentía así por su estado de ánimo. Demasiada neutralidad, incluso para un cuarto de hotel. Su maleta le esperaba a un lado de la cama. Se sentó en ella y comenzó a desvestirse, dejándose solo los pantalones. Se acercó el balcón y ojeó su paisaje. El viento le llegaba directamente al pecho y bien creía que, si saltara, tardaría toda una vida en llegar al suelo. Los sonidos de la ciudad se mostraban lejanos, todo ese ajetreo al que el ser humano se acostumbra: El resonar de los cláxones, los gritos de los vendedores, las discusiones en la calle. Todo estaba tan distante que le dio una sensación profunda de soledad. Algo en él estaba dormido. Estaba muerto. Volvía del funeral de un amigo y aún no sabía cómo reaccionar, ni que debía sentir. Todo fue muy rápido. La llamada, el avión, incluso la espera ahora la recordaba como un soplo. Llegar al funeral, ver a viejos conocidos, ver a desconocidos; algunos lo reconocían, otros no, pero de cualquier forma no hablaba con nadie. Solo llegó y contempló el cuerpo inerte de su amigo, como si estuviera durmiendo. Se paró ahí y eso fue todo lo que hizo; sin decir palabras, sin prenunciar preguntas, sin saber por qué. Todo fue como un sueño del que debía despertar para poder resucitarlo. El maldito nombre de la lápida que le confirmaba lo que había temido, escuchando las palabras religiosas de un hombre cuando ni la religión misma podía disminuir el dolor de ver a un ser querido morir. Todo fue extremadamente rápido y necesitaba asimilarlo. Necesitaba… ¿qué? ¿Beber, reír, llorar, pasear?             Disparar.             Volvió a su habitación y comenzó a vestirse. Nada de traje ni de prendas elegantes. Se puso unos pantalones vaqueros viejos, una gorra amarilla de Bass Pro Shops, y una franela blanca de una marca cuyo nombre ni siquiera conocía, y salió de su habitación. Fue al vestíbulo, a la calle, y tomó el primer taxi que pudo.             ⸻A Impact Joe, por favor              El taxista aceleró sin decir palabra.             Por favor, que siga ahí.
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