Capítulo 4

1497 Palabras
Capítulo 4 ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ Punto de vista de Gabriella ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ¡El día se estaba alargando sin piedad! Me senté con Ginevra, Antonio y Beatriz en una habitación, revisando papeles. ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ —Para ser sincero, esperaba que el primer día hubiera tareas más exigentes. ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ —Yo también. —Tuve que tragarme la bilis porque creo que era la primera vez que estaba de acuerdo con Beatriz.‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ —¡La gente trabajadora no se queja! Mejorará con el tiempo, ¡ya lo verás! —Ginevra parecía sospechosamente alegre. ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ —¿Cuánto café te has tomado ya? —pregunté, porque era imposible estar tan satisfecha con una tarea tan aburrida sin ayuda. ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ —Cinco tazas. ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ Eso explicaba por qué volaba al baño sin parar. —Deja ya el café, porque por la noche no será sangre, sino cafeína lo que corra por tus venas. —Ella abrazó su taza contra el pecho en respuesta. —Solo habla la envidia, así que no prohíbas mi felicidad. Esta máquina de café es lo mejor de esta lúgubre habitación llena de papeles. Intentar distraer a Ginevra del café fue un fracaso total, así que me rendí y seguí ordenando documentos hasta que Antonio habló. —¿Qué hora es? —Una y cuarto —murmuró Beatriz desde el rincón en el que se había sentado, lo más lejos posible de nosotros. —Ey, Gabriella, ¿no se suponía que tenías que ir a una reunión con el director general a la una? —Ginevra saltó de la mesa, preocupada—. Ya vas tarde. —Pues si tanto me necesitan, que vengan a buscarme. Yo no voy a ninguna parte. Si de verdad quiere algo de mí, que venga personalmente a buscarme. De todas maneras… —Mi discurso fue interrumpido por el sonido de la puerta abriéndose. Giré hacia la entrada y vi el rostro asustado de la secretaria de Adrián. —Señorita Montiel, el jefe me pidió que viniera a buscarla personalmente. Bueno, sí, al fin y al cabo, el conde en persona tiene gente a su cargo y él solo no va a ninguna parte. —¡No voy a ninguna parte, estoy ocupada! No sé qué quiere de mí, ¡pero más vale que deje de querer! —gruñí, y la secretaria se puso pálida como un vaso de leche. No creo que tuviera muchas ganas de darle la noticia a su jefe. —Gabriella, ve. ¡Al menos descubrirás de qué va y podrás susurrarle algunas buenas palabras sobre mí! —gritó Ginevra, guiñándome un ojo. —Hay que prohibirte el café, porque después tus neuronas mueren por completo. Yo no voy a ninguna parte. Lo último que me apetecía era volver a verlo hoy. Estuve a punto de decirlo en voz alta, pero la secretaria tenía tal cara de horror que me dio pena. —Bueno, ya voy. La mujer de la puerta suspiró aliviada y, al cabo de un rato, ya nos dirigíamos al piso de arriba para que por fin pudiera saber qué quería de mí aquel hombre. —Querías verme, ¡así que te escucho! —Me apresuré a entrar en su oficina sin llamar. Al fin y al cabo, ¿para qué tocar si de todas formas me estaban esperando? Adrián giró su silla hacia mí y terminó la llamada. Por su mirada, deduje que estaba bastante cabreado, por lo que me quedé estática en mi sitio cuando sus ojos se clavaron en los míos. —¡Así es como quería verte! ¡Hace exactamente 23 minutos y 38 segundos! —Su voz era pura irritación, sus ojos lanzaban rayos en mi dirección—. ¿Crees que esto es divertido? ¡Si doy una orden, espero que sea obedecida! —El amo y señor se ha encontrado a sí mismo —murmuré. —Si no tienes el valor de decir algo lo suficientemente alto como para que te oigan, ¡ten la amabilidad de no decir nada! Ahora soy yo la que está furiosa. —Si ya estamos dando buenos consejos, si tanto te molesta mi comportamiento, entonces tal vez no me llames a tu oficina como si fuera una señora al teléfono. O, mejor aún, no me llames. —Cariño, cualquiera en tu posición volaría con alas para verme a la hora que yo especifique. —En primer lugar, si vuelves a llamarme "cariño", te meteré esa corbata por el gaznate. En segundo lugar, recuerda que no soy como los demás y no voy a volar tras de ti como un perro amaestrado. Y en tercer lugar, dime de una vez por qué estoy aquí, ¡porque se me está acabando la paciencia! —No es agradable cuando tienes que esperar por algo, ¿verdad? —preguntó con ironía, y mi tensión volvió a subir—. Siéntate. —Señaló un asiento frente a él. —Gracias, señor. —¿Asumiste de antemano que cuestionarías todo lo que digo? —¿Voy a saber de una vez por qué estoy aquí o debo marcharme? —Lo sabrás cuando te sientes y dejes de provocarme. Suspiré y me senté para acabar de una vez con esta conversación absurda. —Genial. Entonces puedo ir al grano —dijo, acomodándose en su silla—. Lucrecia, mi secretaria, necesita un asistente. —Pues contrata a alguien —lo interrumpí a media frase—. ¿Era ese el problema? En ese caso, si buscas a alguien para el puesto, puedo recomendarte a mi colega, que no consiguió estas prácticas. —No me interrumpas cuando estoy hablando —dijo en un tono tan bajo que me produjo escalofríos—. Me gustaría que ayudaras a Lucrecia en tu tiempo libre durante las prácticas. —¿Cómo se te ocurre? ¿Tengo que hacer prácticas y ayudar a tu secretaria al mismo tiempo? Eres ridículo. —Trabajarás cuatro horas con Lucrecia y otras cuatro en las prácticas —explicó, esta vez con calma. —¡No puede ser! —protesté—. Verte todos los días no está entre mis prioridades, así que paso. —No hay problema —respondió Adrián con indiferencia—. Entonces le ofreceré el puesto a tu gran amiga, seguro que ella lo aceptará sin dudarlo. Fruncí el ceño. Sabía exactamente a quién se refería y no me gustaba la idea de hacerle un favor a la ridícula esa. —¡Esa no es mi amiga! —gruñí, sintiendo que me había acorralado. — Suspiré y, a regañadientes, empecé a sopesar los pros y los contras. —Está bien, acepto. — Me crucé de brazos y lo miré fijamente. —Pero para que luego no te quejes, esta colaboración no acabará bien. —No tienes que trabajar conmigo, sino con Lucrecia —respondió con calma—. Si ella no está contenta con tu desempeño, estás fuera. Así que espero que lo hagas lo mejor posible. ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ ‎ Todavía no había empezado y ya me estaba arrepintiendo.
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