Capitulo 8

2926 Palabras
Si alguien hubiera estado escuchando su llamada, habría creído que era una conversación normal entre marido y mujer. Sin embargo, fue una conversación que les cambió la vida a ambos. Él correría por su vida, y ella también. Laura llamó al número que estaba en la nevera. Se puso la chaqueta que tenía 20.000 dólares cosidos en el forro. Un taxi se detuvo frente a su casa quince minutos después. El conductor se acercó a la puerta y la ayudó con las dos maletas. Recogió a Patricia, cerró la puerta y subió al taxi. «Estación Penn, por favor». Fue a la taquilla y pidió un compartimento para ella y el bebé en el próximo tren a Chicago, Illinois. Lo pagó con su tarjeta MasterCard y agradeció a la mujer su ayuda. Dos horas y quince minutos después, subió al tren y estaba a salvo, en su compartimento, mientras el tren salía de la estación poco después. Comió en el vagón salón, haciéndose notar al máximo; amamantaba a la bebé mientras mucha gente la observaba. El tren de Amtrak hacía muchas paradas a lo largo de la ruta, y cuando paró en Albany, le pidió un favor al revisor. Le dijo: «Llevaré a mi bebé a la Clínica Mayo. Está muy enferma y voy a intentar que se duerma. ¿Puedo darte los billetes hasta Chicago y poner un cartel de «no molestar» en la puerta, por si acaso consigo que se duerma?». El revisor fue muy amable. Dijo: «Señora, con gusto le ayudaré. Pegaré sus boletos en la puerta y, si pasa alguien más, los perforarán y la dejarán en paz. Pondré una nota en su puerta diciendo «No molestar» y la firmaré. Espero que su hija se mejore». Laura le dio 20 dólares, lo cual él consideró innecesario, pero se los guardó de todos modos. Ella le dijo: «Eres una bendición». Sin duda recordaría esa frase. Cuando el tren se detuvo en Buffalo, le pidió a un amable joven que la ayudara con sus maletas, ya que llevaba al bebé en brazos. Él estuvo encantado de complacerla. Cerró la puerta, dejando los billetes y la nota en su sitio, al bajar del tren. Guardó todos sus documentos de Laura Garrett en una carpeta manila. Pidió un taxi y fue a la oficina local de FedEx. Preguntó si podía usar la trituradora. El gerente se negó, hasta que le dio 20 dólares. Entonces dijo: «Por supuesto, señora». En cuestión de segundos, ya no era Laura Garrett. Ahora era Laura Parent. Fue a la estación de autobuses y compró un billete a Albany y luego otro a Glens Falls, Nueva York. No hay que pagar por un bebé sentado en el regazo de su madre en un autobús. Cuando llegaron, ella estaba agotada y Patricia estaba de mal humor. Laura no podía culparla. En lugar de ir al rancho, fueron a un hotel local. Se registró con su nuevo nombre, pagó en efectivo, fue a su habitación, se cambió y alimentó al bebé. Después, ambos se durmieron. Patricia se despertó primero porque tenía hambre. La máquina de leche seguía inconsciente, sobre la cama, así que gritó hasta que empezó a moverse. Laura miró a la pequeña rubia, en la cuna, y dijo: "¿No podrías darme dos horas más?". Se acercó a la cuna, revisó el pañal, que estaba embarrado, y dijo: "¡Qué asco! Doble turno a estas horas de la mañana; sin duda sabes cómo empezar bien el día". Laura hizo lo del pañal, lavó a Patricia de pies a cabeza, la humectó, la talco, la cepilló y le cambió el pañal. Puso tres almohadas juntas en la cabecera de la cama, le quitó el camisón y dejó que Patricia amamantara a su antojo. Tenía un problema constante: cuando amamantaba a su pequeña, se ponía cachonda. Sin William para satisfacer sus necesidades, tuvo que buscar un sustituto o una réplica. Ninguna de las dos opciones le atraía en ese momento. Después de que Patricia terminara de mamar, Laura la volvió a poner en la cuna para ver si dormía. Volvió a la cama y dejó que su mano derecha descendiera y abriera los labios de su palacio del placer. Con dos dedos presionó el punto que William usaba para torturarla con los dientes. Cerró los ojos e imaginó que era él entre sus muslos. Usó su técnica para aumentar su placer. Primero, movimientos circulares lentos alrededor. Luego, lo apretó con las uñas para simular que lo mordía. La hizo levantar las caderas de la cama, en busca de placer. Su agujero comenzó a llorar. Sus fluidos goteaban a un ritmo cada vez mayor, por el canal sobre su ano. Su mano izquierda agarró su pezón, lo apretó y lo atormentó, como él lo hacía. Sus manos se movían más rápido y más fuerte a cada segundo. Retiró la mano de su pecho, la movió hacia su agujero e insertó tres dedos en él. Los forzó dentro, tan profundo como pudo, y comenzó a follarse a sí misma, en un movimiento rápido. Sintió que su abdomen se convertía en un nudo de acero. Se folló a sí misma más rápido, hasta que su mano se convirtió en un borrón. Usó sus uñas y las apretó en los lados de su clítoris con tanta fuerza que casi le hizo sangre. Gritó de placer mientras explotaba en un orgasmo digno del deseo de William. Desafortunadamente, el grito despertó a Patricia, quien se sobresaltó y lloró de miedo. Laura aún estaba bajando del Nirvana y no podía moverse. Apenas podía hablar. Intentó calmar a su bebé cantándole, pero respiraba tan entrecortadamente que no podía pronunciar las palabras. Cuando por fin pudo ponerse de pie, tambaleándose, se agarró a la cama y se acercó lentamente a la cuna, solo para descubrir que Patricia se había calmado y se había vuelto a dormir. "Perra, cuando seas mayor, tú y yo vamos a tener una larga charla sobre lo de hoy. Un día, te encontraré en la cama con tu novio. Esperaré hasta justo antes de que te corras. Entonces, entraré en tu habitación y gritaré como un loco. Espero dejarte colgada al borde, mientras tu novio se tira por la ventana. Arruinaste la mejor corrida que he tenido en semanas." Laura seguía mirando la cuna, como si esperara una respuesta de Patricia. Entonces la levantó, la puso sobre su hombro y la meció con cariño mientras dormía. Pensó: «Hoy tengo que comprarte una silla de auto. De hecho, primero debería comprarme un auto». 3. Comenzar una nueva vida Cuatro años después, Laura Parent caminaba de la mano con Patricia por el sendero que conducía a la escuela primaria Elmtree. Se parecía a su padre. Tenía el pelo rubio, los ojos azules y una piel tan clara que a veces parecía translúcida. Era una niña precoz que había aprendido a leer a los tres años y ya sabía sumar, restar, multiplicar y dividir. Le encantaba patinar sobre hielo y montar a caballo en su pequeño poni, Teddy. Al final del primer día de clases, cuando Laura fue a recoger a Patricia, la llamaron a la secretaría. La maestra estaba furiosa con Patricia. Laura no entendía por qué, ya que su pequeña siempre había sido muy amable. Cuando le preguntó a la maestra cuál era el problema, esta le respondió: «Su hija no puede llamar 'idiotas' a los demás alumnos si no pueden responder bien a una pregunta». Laura dijo: "¡Matemáticas!" El maestro respondió: "Sí". —Señora Moore, solo hay una solución, porque ella hace el sudoku más rápido que yo. Hágala examinar y averigüe a qué clase pertenece. Si no lo hace, la volverá loca el resto del año. Después de hacerle pruebas, la volvieron a hacer porque no creyeron en la primera ronda de pruebas. Luego trajeron a un psicólogo para que la entrevistara y viera si estaba emocionalmente estable. Después de todas estas pruebas, la inscribieron en cuarto grado. Destacó en todas las materias, excepto en gimnasia. Era mucho más baja que el resto de los estudiantes de su grado. Nunca obtuvo una calificación inferior a A, y si otro estudiante obtenía una A+, quería saber por qué no. Laura tuvo que rogarles a los profesores que le dieran más tarea a Patricia porque le tomaba menos de 30 minutos hacerla toda. Entraba a casa, saludaba, cogía una fruta, iba a su habitación, hacía toda la tarea, se cambiaba de ropa, salía de su habitación, tiraba la ropa sucia en el cesto y salía a jugar. Cuando Laura iba a revisar su trabajo, estaba impecable. Su letra era perfecta, sus respuestas correctas, sus libros perfectamente apilados para el día siguiente y su habitación ordenada. Si quería gritarle a Patricia por hacer algo mal, tenía que resarcirse. A los 8 años, terminó la primaria. A los 10, la secundaria. A los 13, se graduó con una Licenciatura en Ciencias del Smith College. Le encantaban las computadoras y recibió ofertas de becas de todas partes para continuar sus estudios. Sorprendió a todos cuando las rechazó y se fue a la Universidad de Massachusetts/Amherst a estudiar Ingeniería Informática, Seguridad Informática, Redes Informáticas y todo lo relacionado con la recuperación de información y el aprendizaje automático. Durante sus años allí, se la conoció como "La Reina de Hielo". Su cabello y piel eran blancos como la nieve. Su color favorito era el blanco. Su amiga solía decirle: "Si nevara, nadie sabría dónde está". Su patinaje sobre hielo era de campeonato y tocaba el piano y el violín en la orquesta del colegio. Decía a todos los que preguntaban que ambas cosas eran como las matemáticas: una vez que colocabas los números en su lugar, todo se simplificaba. Lo único que a los jóvenes no les resultaba sencillo en ella era meterse entre sus muslos. Esas piernas estaban cerradas, igual que las de sus madres. Laura y Patricia habían hablado largo y tendido sobre sexo y religión. Laura seguía practicando el catolicismo. Patricia era católica de nacimiento. Tomaba la píldora, pero aún no había tenido relaciones sexuales con nadie. No era que no quisiera tener sexo; era una combinación de falta de deseo y de no haber conocido a la persona adecuada. Además, le gustaban más los ordenadores que los hombres; hablaban su mismo idioma. Al acercarse el final de su tercer año, dos premios Nobel del MIT se acercaron a ella y le pidieron que asistiera al MIT en otoño. Ni siquiera Patricia pudo rechazar la oferta. Idolatraba a estos hombres y lo que habían logrado en el campo de la informática. Sabía que era una trampa, porque estos hombres no solían aparecer por casualidad en el campus de otra universidad. Se sintió honrada. En la ceremonia, el día de la graduación, Patricia se graduó de nuevo summa c*m laude, con tres maestrías en tres años. Todo el alumnado y el profesorado se pusieron de pie y aplaudieron su éxito. Tras su discurso, se sentó y miró a su madre, sentada en primera fila. Laura pensó: «William estaría tan orgulloso de su hija. Aún no tenía dieciocho años, pero tenía tres maestrías, e iba al MIT en otoño con una beca completa para su doctorado. Ni siquiera puedo escribirle una nota para decírselo». Se le llenaron los ojos de lágrimas, tanto de felicidad por su hija como de tristeza por su amante. No vio las miradas del público que la observaban a ella y a Patricia mientras estaba en el escenario. No estaba seguro, pero sentía mucha curiosidad. La mujer tenía la edad adecuada, al igual que la hija. Habían vivido en la misma dirección durante casi diecisiete años, y eso también encajaba. Lo que no encajaba era por qué una hermosa mujer de cuarenta años no encontraría a alguien con quien casarse, después de todos estos años. Su historia cuadraba. Su esposo había muerto en un terrible accidente automovilístico dos meses antes de que naciera la niña. Sin embargo, algo no encajaba con estos dos. Necesitaba instrucciones de Nueva York. Usó su teleobjetivo y tomó fotos de Patricia y Laura en cada oportunidad, especialmente cuando estaban juntas. Con la esperanza de que uno de sus especialistas pudiera emparejarlas. Abandonó el lugar, antes de enterarse de que uno de los premios que Laura había recibido era un auto nuevo, de un exalumno de la escuela. Laura voló a casa para preparar la llegada de Patricia para pasar dos meses enteros con ella, en el rancho. Patricia tenía una habitación privada en la residencia. Empezó a empacar y a llevar sus cosas a su residencia del MIT. Algunas de las cosas que no iba a necesitar las metió en el maletero y el asiento trasero de su viejo coche. Después de unos días de ir y venir, y de organizarlo todo, por fin estaba lista para volver a casa. Laura estaba en el establo cepillando a uno de sus caballos cuando miró por la puerta y vio a cuatro hombres fuertemente armados acercándose sigilosamente a la casa. La advertencia de Williams resonó en su cabeza. La habían encontrado. Si la habían encontrado, probablemente también habían encontrado a Patricia. Subió por la escalera hasta el desván. Sacó su celular y llamó a su hija. Patricia cogió su celular, miró el identificador de llamadas y vio que era su mamá. Dijo: "Hola, mamá, ¿qué pasa?". Laura dijo una palabra, "Pez espada", y abrazó el teléfono. Patricia gritó al teléfono: "¡Mamá, mamá, mamá!". No hubo respuesta. Ya lo habían repetido una y otra vez. No había tiempo para sentimentalismos. No había tiempo para demoras. Si alguna vez volvían a verse, sería en las oficinas del FBI, en Washington, D. C. Ahora, tenía que irse, rápido. Por reflejo, se agarró la cruz del cuello, solo para asegurarse de que estuviera allí. No encontraba a su compañera de laboratorio, Sandy, quien iba a conducir su viejo coche a Glen Falls. Le dejó una nota: «Sandy, quédate aquí; no vayas a mi casa. Llámame lo antes posible. P». Tenía que irse ya. Agarró su abrigo de viaje de emergencia y buscó el dinero cosido dentro. Estaba allí. Recogió lo que quedaba de la maleta de su habitación, bajó a su coche nuevo y se dirigió hacia el norte por la Interestatal 93. Faltaban tres horas para llegar a St. Johnsbury. Mantenía un ojo en la carretera que tenía delante y el otro en la que tenía detrás. Necesitaba saber si alguien la seguía. Después de la primera hora, creyó que estaba a salvo. Sandy nunca vio la nota. Fue directamente de su habitación al coche. Condujo hacia el oeste, rumbo a Glens Falls, por la autopista de peaje de Massachusetts. Estaba cantando una vieja melodía cuando el coche explotó en llamas. Cientos de estudiantes seguían en la residencia, la mayoría de ellos de primer año, cuando sonó el teléfono de la habitación de Patricia. Una joven entró a contestar, pensando que podría ser la madre de Patricia. En cuanto descolgó el teléfono, la habitación explotó y destruyó una cuarta parte del edificio. Treinta y siete estudiantes murieron, quince resultaron gravemente heridos y siete estaban desaparecidos. Los hombres del rancho finalmente encontraron a Laura escondida en el desván. Tras golpearla sin piedad y preguntarle dónde estaba Patricia, la metieron dentro de la casa, en el punto más cercano a los tanques de gas natural. Salieron y colocaron un explosivo que hizo estallar los tanques y la casa simultáneamente. Sentado en su casa de Queens, Nueva York, Bruno Valentino presenció estas tres explosiones con alegría. Había vengado la muerte de su padre a manos de las otras familias. Había asesinado a los familiares de ese traidor, William Zabo. Debería haber mantenido la boca cerrada respecto a ese dinero. Nadie lo extrañaba, porque nadie sabía de su existencia. Su padre lo había ganado, su padre lo había ganado, y lo mataron porque no lo compartió con ellos. No le permitieron perseguir a Zabo, porque eso habría iniciado una guerra y perjudicado el negocio. Nadie podía perjudicar el negocio, ni siquiera él. Sin embargo, eso no significaba que William Zabo no pudiera morir en un accidente de tráfico. «Su accidente ya estaba predestinado». Patricia salió de la Interestatal 93 y se detuvo en la primera gasolinera que encontró. Se ocupó de sus necesidades personales, llenó el tanque de gasolina y llenó el tanque con media tonelada de comida chatarra y bebidas. Antes de ir al banco, se quitó la cadena del cuello por primera vez desde que tenía trece años. La puso en el suelo y la pisó a fondo. Los bordes se aplastaron y los laterales se abrieron. Sacó la llave y guardó las piedras preciosas en su billetera. Entró al banco, se acercó a un mostrador y le dijo a la mujer que necesitaba acceder a la bóveda. Le mostró su llave. La mujer le pidió su nombre y que ingresara su contraseña. Patricia hizo ambas cosas sin dudarlo. La luz verde de la computadora se encendió al aceptar la contraseña, y la mujer la acompañó a la bóveda. Fue a la caja correspondiente, insertó su llave y dejó que Patricia insertara la suya. Patricia sacó la caja y la siguió a una cabina privada. Se sentó y examinó el contenido. Había sesenta millones de dólares en bonos al portador. Su madre le dijo que sería una gran cantidad de dinero en la caja, suficiente para que hiciera lo que creyera necesario para salvar su vida. Se sorprendió al encontrar una carta de su padre. Decía:
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