Mi nombre es Romina. Si preguntas por mi apellido, te diré que nunca he tenido uno. No me interesa conocer a mi familia, ellos me abandonaron en un orfanato, cuando yo aún era un bebé y desde entonces solo soy Romina. Es todo lo que las personas saben de mí, solo un nombre.
Mi infancia fue normal para una niña que no sabe que es normal; pasaba de orfanato en orfanato cada vez que sabía que tenía un año más de vida. Nunca había dinero, eso lo sabía por las monjas que siempre estaban quejándose. Tampoco nunca me importó, no conocía el valor de tener dinero en ese momento.
Sí, me preguntan sobre mis juguetes, si tenía. Tenía un trapo viejo, en él había un rostro dibujado con carbón. No recuerdo el nombre que le puse en ese entonces, solo recuerdo que lo llevaba para todas partes. Era mi juguete, la poca diversión que tenía.
Recuerdo que fregaba mucho, el piso por donde pasaban las monjas, lleno de lodo por el campo abierto donde vivíamos, la cocina llena de carbón, con paredes manchadas de n***o por cocinar con la leña. Trabajaba dentro del orfanato y mi paga era la comida. Si no trabajábamos, no podíamos comer.
Había otras niñas, unas se iban a medida que cumplieran años, siempre era igual. Nunca permanecíamos más de un año en una casa de paso. Para mí era muy normal, era la única vida que conocía, la única vida que podía tener porque era huérfana.
Nunca hice vínculos con nadie, hablaba muy poco y no sabía cómo expresarme de una manera coherente. Nunca nadie dedicó tiempo a enseñarme, a leer o escribir. Hasta que llegó él. El sacerdote.
—Hola —me detengo y lo miro.
Extraño, demasiado extraña esa voz tan gruesa y ronca que me habló. Era un hombre. Pocas veces había visto uno, tenía un traje n***o parecido a las ropas que llevaban las monjas. No hablé, no respondí. Solo esperé con una mirada curiosa, esperé. ¿Qué iba a decirme? O quizá iba a gritarme, como era costumbre de las monjas hacerlo.
- ¿Cómo te llamas? -Levanté mis dos cejas y me asusté, recuerdo el sentimiento en ese momento. Porque estaba preguntado mi nombre, ¿acaso había hecho algo malo? ¿Acaso iba a castigarme por tener mis ropas empapadas de agua por fregar trastes. No dije nada, solo lo miré, quizá mi mirada era demasiado asustada porque lo vi levantar las manos en señal de paz.
Eso sí que lo había aprendido muy bien, la señal de paz que repetía cada vez que las monjas me azotaban.
—Es un caso perdido - dice una monja que entra llevando más trastes para que continúe fregando — Acompáñeme por acá, sacerdote - le pide, y por el Dios que ellas enseñan que hay en cielo. Suspire de alivio, cuando lo vi alejarse de mí.
Giré mi cabeza y me concentré en terminar, quería jugar y tenía muchos trastes que lavar aún.
Me escondí, me escondí de esa voz preguntando mi nombre, por miedo, por no saber que lo llevó a preguntar mi nombre, cuando las monjas me llamaban andrajosa o niña. Nunca se preocupaban por nombrarme, creo que nunca se aprendieron mi nombre, no hacía falta, ya que solo pasaba un año en cada orfanato.
- ¿Por qué te escondes? —La voz del sacerdote me hace pegar un salto en el lugar, estaba escondiéndome. Lo hacía.
—No quiero que me castiguen - le respondí, quizá demasiado hostil, quizá normal. No importa. Pero lo vi sonreír y mirarme directamente a los ojos. Se acuclilló y me hizo la propuesta que jamás en mi vida creí escuchar.
- ¿Quieres viajar por el mundo? - Mis ojos brillaron al imaginarme la inmensidad de la que me hablaba. No sabía a qué se refería con el mundo, pero la idea de conocer nuevos lugares me fascinaba. Cada año era una nueva experiencia, deseando que me trataran mejor en el nuevo lugar donde estaba. - ¿Quieres ser adoptada? Puedes unirte a mi iglesia, ser parte de los acólitos si no quieres estar más en este orfanato —me dijo y no supe qué responder, solo una lágrima rodó por mi mejilla al imaginarme ser amada. No sabía qué era, pero las monjas decían que cuando te adoptaban eras amada.
Asentí, solo asentí ante las palabras del sacerdote.
Tenía siete años, cuando el sacerdote llegó a mi orfanato y me preguntó si quería unirme a la iglesia, no tenía idea de qué era, pero me prometió que conocería el mundo, que viajaría y aprendería muchos idiomas y muchas otras cosas.
Era una niña encerrada en el campo, y ni siquiera sabía leer, claro que la oferta me tentó y acepté irme con él.
Desde entonces me convertí en una monja, por fuera soy una monja muy devota, me conozco todas las oraciones y cada palabra escrita en la biblia, mi nombre también es diferente, ellos me llaman Noa.
Pero cuando mi hábito cae en la habitación, me convierto en Romina, la asesina, la experta en cualquier cantidad de armas, la que nunca se le escapa una misión, la niña de los ojos del sacerdote, esa es la verdadera yo, Romina.
Después de que viaje con el sacerdote estuve un año, aprendiendo a leer y a escribir, era muy pequeña y tenía un hábito blanco, aún no era monja, pero estudiaba para serlo.
Asistía las misas de día y aprendía defensa personal de noche, mi habilidad era nata, no sabían por qué era tan buena peleando si solo era una chiquilla de ocho años.
Un día, cuando tenía diez y mi habilidad en la lucha era excelente, el sacerdote visitó la iglesia donde me encontraba y otra propuesta salió de su boca.
Me dijo que podría enseñarme a manejar un arma, que nunca nadie iba a lastimarme si aprendía de ello, y la idea me encanto, nunca había visto un arma, ni siquiera veíamos películas de acción, eso no era de Dios, era lo que las demás monjas decían del televisor, pero los libros que me llevaba de la biblioteca, cuando nadie me veía y los leía en las noches, hablaba de lo maravilloso que era el asesinar a una persona malvada, la dulce venganza, para una niña olvidada por todos, ese fue mi pensamiento.
La idea del sacerdote me encantaba, acepté lo que me ofrecía, siempre aceptaba, aunque no sabía de qué se tratara.
Llegué con una pequeña maleta, con tres prendas: una blusa de tiras negra, una falda más grande que yo y un short de jean que me quedaba muy grande, pero que sabía que un día llenaría.
Por supuesto, llevaba dos uniformes blancos, no había dejado de ser monja y creo que no lo dejaría de ser nunca.