Una niña de diez años con una maleta y unos zapatos viejos, eso fue lo que llego dijo uno de los soldados que me recibió.
Era una selva, no tenía idea donde estábamos, solo que allí iba a aprender sobre armas.
Las noches eran demasiado frías, los castigos eran más severos, pero me respetaban. Aprendí cómo ganar el respeto de todos los hombres que había dentro.
Las luchas eran pan de cada día, la comida era abundante, tanta que me dolía el estómago de la glotonería, pero después lo pagaba. Los entrenamientos tan severos me hacían vomitar.
Los soldados no dejaban que me detuviera a vomitar, así que muchas veces terminaba con mi vómito sobre mi ropa, mis compañeros se arrastraban sobre él y no importaba. Entonces aprendí a comer solo para mantenerme fuerte, lo suficiente para sobrevivir a un entreno más.
Con cada día que pasaba mi curiosidad se despertaba, la niña de siete años que piso por primera vez esa selva se desvanecía poco a poco, empecé a escribir, a expresarme de una manera coherente, una donde podía tener una conversación con una persona sin tartamudear y teniendo el pleno conocimiento de lo que hablaba.
Aprendí etiquetas, cómo usar los cubiertos, un poco sobre el sentido de la moda, y también aprendí a hacer armas con elementos muy básicos. Las bombas se convirtieron en mi fuerte.
Estudié y estudié, aprendí sobre el mundo, aprendí culturas, sobre todas las armas posibles y las que no se han inventado.
La vida se convirtió en un reto, en mi reto personal. Quería ser la mejor en todo, tener la aprobación del sacerdote, el padre que se preocupaba por mí, el afecto que nunca tuve, del que no tenía conocimiento, me lo entregó él. No conozco su nombre, solo sé que le dicen sacerdote y es mi padre.
Pasaron siete años, donde aprendí a ser una asesina, la primera persona que mate fue un violador, no me dolió hacerlo, ni siquiera me detuve a pensarlo, simplemente disparé en el centro de su cabeza, pude ver como el brillo de sus ojos se perdía y no sentí nada, desde ese momento, supe que nací para matar.
Fue demasiado fácil, aprendí a controlar mis sentimientos, aprendí a corregir mi postura y mis manos sudorosas.
El miedo se fue apagando poco a poco, mi inocencia se fue, mi carisma se apagó, los sentimientos los enterré.
Cambié, lo hice tan bien que me convertí en el mejor soldado. No solo son mis palabras. Me di cuenta de ello cuando la cuenta bancaria empezó a crecer en una manera exorbitante. Creció tanto que no sabía exactamente en qué gastar ese dinero.
A mis catorce años, soy la mayor donante de fundaciones, bajo nombres que no existen, pero el dinero llega, siempre llega y la cuenta bancaria nunca baja.
Cuando tenía quince me enviaron en un grupo de chicos, éramos tres, a una misión, era matar a un grupo de narcos que traficaban con niños y vendían mujeres, fue muy fácil, con el rifle SM del 338 Lapua Magnum pudimos acabarlos sin tener que acercarnos, todos murieron, en menos de diez minutos.
La adrenalina y la calma que desprende mi cuerpo, cuando estoy en una misión, es la maravilla.
Esos siete años que estuve en el campo de entrenamiento, me enseñaron de todo, aprendí medicina, sobre armas, venenos, a hacer balas, bombas, desmembrar cuerpos y lo más importante, que valgo por lo que puedo hacer.
Después de ser una niña olvidada de un orfanato, me convertí en la hija del sacerdote, ya no me llamaban Noa como en el convento, ahora era Romina, había ganado y hecho respetar mi nombre, era mi identidad, las personas más allegadas me decían, Rom, de cariño, tenía dos amigos verdaderos, éramos los mejores en lo que hacíamos, éramos unos adolescentes locos buscando aprobación y lo encontramos entre asesinos, nadie se metía con nosotros, todos querían estar de nuestro lado, les aterraba que los pudiéramos lastimarlos.
Y eso, eso, era lo que más me gustaba de todo lo que aprendí en ese lugar.
Nos conocimos en el ring, una pelea callejera nos presentó. Les gané a los dos. Después de eso, los tuve como perros falderos detrás de mí, como no pude deshacerme de ellos, empecé a aceptarlos, los convertí en mis amigos, éramos siempre los tres. Aprendimos a aceptarnos y a valorarnos. Cada uno es diferente del otro, pero los tres juntos somos los mejores.
Recuerdo ese día, vi salir a dos chicos a hurtadillas del campo de entrenamiento y los seguí. Si me preguntan por qué lo hice, puedo decir que solo era curiosidad. Siempre los vi entrenando, pero nunca he tenido la destreza de hacer amigos, entonces no lo intenté. Soy una persona demasiado solitaria y también demasiado protegida para que alguien se atreviera a acercarse. Pero estos dos chicos se atrevieron. Se acercaron para quedarse.
El tiempo pasó y aprendí a convivir con ellos, a quererlos, se convirtieron en mis hermanos.
Como el sacerdote me dijo, he viajado por todo el mundo y también he aprendido muchos idiomas, español fue el más difícil, pero logre dominarlo a la perfección, ahora hablo inglés, francés, italiano, alemán, ruso, mandarín, catalán y además invente un idioma solo para comunicarme con mis amigos, se basa en jeroglíficos y números si lo escribes y en algunos sonidos para hablarlo, pude mezclar algunos idiomas y sacar una lengua de ellos.
Todos los idiomas fueron una patada en el culo, no es tan fácil, pero para mí, no hay nada imposible.
Viajábamos siempre tres, con el sacerdote. Luca y Marco eran monaguillos y yo monja. Nadie sospechó de la iglesia, no cuando somos tan encantadores y no portamos ningún objeto metálico, solo el sacerdote sabía que no necesitábamos un arma para matar si podíamos fabricarlas desde cero.