El día que nos separamos lo recuerdo como si fuera ayer. Estábamos en un viaje con el sacerdote, pero Luca y Marco tomaron otro vuelo. Era extraño, ya que casi nunca nos separábamos.
—¿A dónde van ellos? —pregunté con una voz neutra, en un susurro al sacerdote.
- Tienes que alejarte de ellos, no pueden continuar los tres juntos - hago silencio analizando las palabras que me acaba de decir el sacerdote y mi corazón empieza a palpitar fuerte. Son mi familia, prometimos estar siempre juntos.
—¿Por qué? —Logró decir antes de que una lágrima brote por mis ojos.
- El amor, te lastima, Rom, el amor no es bueno para las personas, esta vida que escogiste es solitaria, si no amas, nadie puede lastimarte, algún día me entenderás - toma mi mano y levanto mi cabeza — Eres y siempre serás mi hija, pero ellos no los son.
Esas palabras calan en mi ser todos los días desde que dejé de verlos. Recuerdo que ese día bajé la mirada y por unos minutos el ruido se apagó. En ese momento me di cuenta de lo importantes que eran para mí y lo poco que había compartido con ellos.
Así siempre era, el sacerdote ordenaba y yo obedecía, era mi padre, el que me había dado la vida que ahora tenía, vestida de monja ese día y enterré el amor por mis dos amigos, y prometí una vez encontrarlos, solo una vez para poder darles ese abrazo que nos faltó y que no pudimos darnos al despedirnos.
Mi vida continúa así, misión, tras misión, y como el sacerdote había dicho, el amor hacía daño. En las noches me sentía sola, me hacían falta mis dos amigos.
Esas noches silenciosas, en la que los leños reventaban en la chimenea, esas noches frías, me hacían recordar a mis dos amigos. Ese era el momento que los extrañaba, donde pensaba en ellos.
En el día no pasaba nada, casi siempre estaba ocupada en misiones o entrenando. Conocí diferentes bases y también otras iglesias. Las monjas me sorprendían cada vez más.
Aprendí a fumar, probé la marihuana por primera vez en un tejado con una de las monjas adolescentes, pero jamás volví a crear vínculos con ninguna persona.
La vida se volvió vacía, perdí el sentido de la vida. En las noches me embriagaba y, después, me acostaba a dormir. Al día siguiente estaba lleno de vómito y dolores de cabeza.
Así fueron pasando los años, con la cuenta bancaria demasiado llena, sin saber en qué gastar el dinero. Aprendí a vivir con lo necesario, con lo básico. No necesitaba lujos, tampoco conocía el valor de ellos, ya que nunca los había tenido.
Me convertí en una máquina, una máquina de matar, sin mostrar algún tipo de sentimiento, por nada ni por nadie.
Ahora tengo veinte años, estoy por cumplir veintiún en menos de una semana.
El sacerdote llegó con una nueva misión para mí. Me pidió que me vistiera con mi traje de monja y que lo acompañara. Prepare una pequeña maleta con algo de ropa, dos hábitos y mis elementos electrónicos que van en un compartimiento escondido.
Una camioneta negra me recoge fuera de la iglesia y nos dirigimos al aeropuerto. El sacerdote me habla como siempre; son frases cortas y concisas. Nos montamos en el avión y el vuelo es demasiado tranquilo, no sé cuál es la misión, ya que el sacerdote no me ha dicho nada. Demasiado misterioso para mi gusto. Pero así es él.
Llegamos a un pueblo en Roma, nos bajamos del auto y me doy cuenta que solo hablan francés.
- La catedral —me señala con su mano el sacerdote mostrándome la iglesia a donde nos dirigimos. - Así la llaman las monjas, es muy bonita, acogedora, pero hace demasiado frío — me dice y asiento con la cabeza.
Estamos en una especie de misión. El sacerdote va a viajar al Vaticano mientras me quedo estudiando a las personas en este pueblo, y si encuentro algo sospechoso, tengo que llamarlo de inmediato. No me dijo, de qué se trataba, solo que tenía que mezclarme y recoger todo tipo de información.
Muy poca información. No me gusta nada.
Me instalo en una habitación que me ofrece una de las madres superioras y salgo a la calle, quiero ver como es el ambiente en este pueblo.
Demasiado solitario en el día y toma vida en la noche. Estoy sentada en el parque, leyendo un libro sobre un vampiro que se enamora de una humana, demasiado cliché, pero el romance de estos libros me enseña cosas sobre las relaciones humanas que nunca he aprendido.
- Hola - se acerca una chica de cabello rojo a saludarme.
- Hola - respondo, mirándola y analizándola, esperando.
- ¿Eres de la catedral San Cristóbal? No, te había visto antes —me dice la chica mientras se sienta al lado derecho de la banca.
- Estoy recién llegada - es toda la respuesta que recibe de mí y continuo leyendo, de hecho, este Vladímir es todo un personaje, estoy inmersa en la lectura cuando vuelve a hablar la chica.
- ¿Te gusta? Me refiero a ser monja —me dice mientras señala el hábito — ¿Desde cuándo te uniste a la iglesia?
- ¿Por qué tanto interés? - Le pregunto con un tono de voz neutro, de verdad que la lectura está muy buena.
- Es que tienes unos ojos tan bonitos, y te ves tan sofisticada, es primera vez que veo a una chica con dos tonos en sus ojos, solo quiero tener una charla.
- Bueno, respondiendo a tu pregunta, sí me gusta, y desde los siete años llegué a la iglesia. Mis ojos, sí, tengo heterocromía, puedo ver normal por si te interesa — le digo con el afán de que se vaya, quiero continuar la lectura.
- ¿Siete años? O sea que no has besado a un chico. - Se pone las manos en la boca y hace un gesto de sorpresa, en serio es lo que acaba de preguntar: ¿qué tiene que ver eso en este momento?
- No, nunca lo he hecho - cierro mi libro y me levanto para irme a la iglesia. Esta chica hace preguntas estúpidas.
- Oye, discúlpame, no quise ofenderte, por favor, no te vayas —me toma de la mano. El contacto es un tema tabú en la iglesia, ya que el cuerpo es el templo de Dios. Retiro mi mano incómoda - podemos tomar un café, yo invito — me dice la chica.
Asiento con mi cabeza y la sigo a donde quiera que me va a llevar. Las personas pueden presentarse de esa manera, formales y tranquilas, hasta que te apuñalan por la espalda.