Me recojo el cabello en un moño flojo y dejo que unas hebras rebeldes se deslicen por mis sienes mientras el agua tibia cae sobre mis manos. El espejo del baño está empañado, pero aún puedo distinguir la sombra de mi rostro reflejado. Tomo la toalla pequeña y empiezo a limpiar mi piel con movimientos lentos, casi ceremoniosos, como si con cada pasada pudiera borrar también la molestia que aún me quema por dentro. Pero no es tan sencillo. Cada vez que cierro los ojos, la escena vuelve a mí con nitidez. La imagen de la mujer con sus manos sobre Azrael se me quedó tatuada en la memoria. No porque me sorprendiera—yo sé perfectamente el tipo de mundo en el que nos movemos, los negocios de la organización, el desfile constante de mujeres dispuestas a vender el alma por una mirada de alguno de

