APRENDÍ A CALLAR

1460 Palabras
5 de mayo de 1994. El día en que nací. Sí, señores, treinta y un años y contando. Mi madre se refiere a ese día con mucha emoción. Supongo que, aun después de tanto tiempo, jamás se arrepintió de haberme tenido. *** —¡Rápido, hay que buscar un carro que nos lleve! —decía Marcela, desesperada. Su hija rabiaba de dolor, pero aun así no estaba fuera de sí; aguantaba, se mordía los labios para no gritar. Era increíble cómo una jovencita primeriza, de cuerpo delgado y un poco escuálido, con apenas diecinueve años cumplidos hace unos meses, no hacía ningún tipo de escándalo. Su fortaleza era impenetrable, como si su piel estuviera forrada de acero. No cedía ante el sufrimiento; solo podía pensar en su bebé, a la que aún ni siquiera sabía cómo llamaría. —Madre, cálmese —decía Magdalena, mientras intentaba controlar su respiración—. Caminemos hasta la salida del pueblo; seguramente allí encontraremos un carro que nos lleve al hospital. —¡Pero cómo se te ocurre, muchacha! ¿Estás loca? ¿Quieres acaso parir en el camino? —Es que aquí no encontraremos nada. Mi jefe era quien podía ayudarnos, y no sé qué se hizo. Marcela miró alrededor, impotente, con el rostro empapado de sudor. Las pocas casas que bordeaban la plaza parecían dormidas, y los perros, recostados a la sombra, ni siquiera se movían. Pero en los pueblos, las noticias corren más rápido que el viento. Apenas alguien notó a la joven doblada de dolor, varios vecinos salieron de sus casas. —¡La hija de Marcela Beleño va a parir! —gritó uno. Y bastó eso para que un hombre que conducía un viejo carro azul, lleno de polvo y con la pintura cuarteada, se detuviera sin pensarlo. —¡Súbanla! —dijo—. Vamos rápido, antes de que pare aquí mismo. Nadie pidió dinero. Nadie esperó nada. En aquel pueblo todos las conocían. Y si bien Marcela era famosa por ser la mujer más entrometida y temperamental de la región, siempre metiéndose en cualquier pelea ajena con tal de defender lo que creía justo, también era respetada. A veces temida, pero nunca ignorada. El carro avanzaba entre los caminos de tierra, levantando polvo y esperanza. Magdalena se aferraba al asiento con los dientes apretados, mientras su madre le sujetaba la mano, intentando ocultar el temblor que la recorría. Cuando llegaron al hospital, no hubo tiempo ni para quitarse los zapatos. Apenas la vieron, los médicos la llevaron al interior, y Marcela se quedó afuera, con el corazón golpeándole el pecho. El parto fue rápido, casi intempestivo. Magdalena apenas entendía qué pasaba. Entre luces blancas y voces que se confundían, solo alcanzó a sentir cómo el cuerpo de su hija la desgarraba por dentro mientras pujaba. Era como si cada pedazo de dolor le arrancara también la inocencia. Y cuando, al fin, escuchó el llanto, pensó que todo había terminado. Pero no. Lo único que odió de ese momento fue ver cómo se la llevaban enseguida, envuelta en una sábana de hospital, blanca y ajada. No habían llevado nada consigo: ni pañales, ni mantas, ni ropa. Nada. La premura del viaje les había robado la oportunidad de preparar su llegada. —¿Dónde se la llevan? —preguntó con voz débil, apenas audible. —Tranquila, mamá, la vamos a limpiar —le respondió una enfermera con una sonrisa apurada. Pero a ella no le bastó. Sentía un vacío que no sabía explicar. Había cargado a esa niña nueve meses enteros, la había sentido moverse dentro de sí, y ahora no podía verla. Era como si una parte de ella se hubiese ido con la sábana blanca que desapareció tras la puerta. Cerró los ojos y, en ese instante, entre el olor del hospital y el eco de los pasos, aprendió lo que sería una constante en su vida: callar. Callar el dolor, el miedo, la soledad. Sin embargo, la fortalecía el llanto fuerte de su hija, que rebotaba contra las paredes blancas del pasillo. Una fortaleza que se convertiría en su mejor aliada por el resto de su vida. *** Álvarez observaba el papel ya arrugado y desgastado de tantas veces que lo había leído. Miró el calendario en la pared de la pequeña base en la que se encontraba. —¿Cuántos meses debes tener? ¿Ocho o nueve? —murmuraba para sí mismo, mientras pensaba en lo que debía hacer. «¿Acaso debía responder? ¿En serio era su hijo?» Nunca había contestado aquella carta que le llegó apenas dos días después de ser enviada. No sabía lo que sentía al enterarse de la noticia. ¿Miedo? ¿Preocupación? ¿Rabia? Incluso llegó a considerar que tal vez Magdalena había estado con otro y que quería “meterle gato por liebre”. «¿Por qué avisarle justo cuando él se había ido?» Ya no sabía ni qué pensar. Era como si su mente inventara cada día una hipótesis distinta que lo excusara de hacerse responsable. Su carácter había cambiado; de eso se daban cuenta sus compañeros. Ya no era el mismo hombre de antes. Finalmente decidió regresar, por consejo de un compañero a quien le había contado su situación. No lo hacía con ilusión, sino más bien con resignación. «Ya lo verás, es una sensación inexplicable cuando conozcas a tu hijo. Esa misma sensación te hará tomar la mejor decisión para todos», recordaba las palabras de su amigo mientras tocaba a la puerta de la casa de Magdalena. Nadie le abrió. Se alejó sin esperar más, hasta que vio a lo lejos llegar a Marcela, que gritaba a los vecinos, eufórica: —¡Mi hija está bien! ¡Ya nació el bebé! ¡Es una niña! ¡Otra nieta más! En ese instante, Álvarez la escuchó y, sin más que hacer, se acercó a ella. —¡Señora Marcela! —Eh… Álvarez… regresaste —dijo, sorprendida—. Justo a tiempo, muchacho. Tu hija acaba de nacer. Ya pensaba yo que te habías hecho el loco y no querías responder. —No, cómo se le ocurre. Lo que pasa es que no estaba enterado —mintió con descaro. —Mmm… —exclamó la mujer, que por alguna razón no le creyó. Sabía diferenciar perfectamente cuándo la gente mentía, pero en su vida le enseñaron que una mujer debía estar con el marido que escogiera para formar una familia. Un error de pensamiento que la llevaría a presionar a sus hijas, sin tener en cuenta sus sentimientos. —Bueno, supongo que quieres conocerla. Nació hace un rato apenas. Espérame, le busco ropita y te llevo. —No es necesario, si quiere yo puedo ir siguiendo. ¿Dónde está? ¿En el hospital de San Cristóbal? —preguntó, refiriéndose al pueblo donde estaba el hospital más cercano, a solo diez minutos en carro. —Sí, pero ya le dije que me espere. El señor Fello nos hará el favor de llevarnos —señaló al hombre afuera del carro, esperándola. Quince minutos después estaban en el hospital. La mayoría de familiares emparentados con los Beleño aguardaban afuera, esperando noticias de la recién parida. De inmediato abordaron a Marcela, que feliz contaba la anécdota de cómo “la negra”, como popularmente llamaban a Magdalena por ser la más morena de los cuatro hermanos, había dado a luz. Ni siquiera se extrañó de ver a toda esa gente. Ella sabía que en los pueblos las noticias se esparcían más rápido que las plagas en el sembradío de arroz, y no era algo que le molestara. Por el contrario, tanta gente pendiente de su familia la hacía sentirse importante. Mientras tanto, Álvarez no dudó en entrar, llevando la pequeña bolsa de mano que Marcela había preparado para su hija y su nieta. Al principio sintió cierto vacío en el estómago; creyó que era emoción. Pero al entrar a la habitación y ver a Magdalena dormida junto a la bebé, envuelta en una sábana blanca, no sintió nada. Era como si fueran desconocidas para él. Se tocaba el pecho, se acercaba a la bebé, la miraba, pero no podía sentir nada. Y ese mismo día entendió que aún no quería ser padre. *** El ser humano es inexplicablemente complejo. Muchas veces ama lo que debería odiar y odia lo que debería amar. Así de cruel suele ser la necesidad de amor en la vida. Pero lo verdaderamente malo no es lo que sentimos, sino a quién dañamos con esos sentimientos. Yo nunca fui culpable de las decisiones de mi padre. Sin embargo, desde el mismo día en que nací, ellas repercutieron en mí de una manera tan drástica, que hasta el sol de hoy apenas y recuerdo su nombre.
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