LA TORMENTA

1157 Palabras
—Hoy di un consejo que no sé si será valioso… Llora. Llora hasta que sientas que descargaste todo lo que llevas dentro. Luego respira, mira a tus hijos y llénate de fuerza. No hay cosa más liberadora que soltar para volver a agarrar, pero de una forma diferente. Ojalá lo hubiera seguido en el momento en que yo también lo necesité. ⸻ —¡Tonta! —se escucha el sonido de una cachetada—. ¿Por qué te dejaste embarazar tú también? ¿Acaso no fue suficiente con tu hermana? ¿También te irás? ¿Nos dejarás? ¡Todo por ese hombre al que ni siquiera conoces bien! Magdalena se toca la cara, mientras Marcela, su madre, sigue golpeando la pared y llorando desesperada. —¿Qué va a decir tu padre cuando se entere? ¿Y la escuela? ¿No piensas terminar el bachillerato? ¿Estás segura de que ese hombre se hará cargo de ti? ¿Y nosotros? Si tú te vas, ¿quién nos va a ayudar? ¡Lo que hace tu papá en la finca no alcanza! —dice entre sollozos, agitada por el esfuerzo que le supuso maltratar a su hija. —¿Eso es lo que te preocupa? ¿Que me vaya y ya no puedas explotarme? —responde Magdalena, aún con el rostro enrojecido. De inmediato, su madre la mira con desaprobación. —No digas idioteces, niña. Ayudarnos es deber de todo hijo. —De todos no. Ángel no nos ayuda. —Porque está en la universidad. Y si tú hubieras querido lograr algo en la vida como él, no debiste dejarte embarazar. —Pues ya ves. No quise lograr lo que mi hermano. Tampoco podría, soy mujer, ¿recuerdas? Según lo que tú me enseñaste, hay que ser sumisa, obediente y mantener limpia la casa, y eso es lo que quiero seguir haciendo… pero lejos de ti, madre. Otro bofetón resuena en la cara de Magdalena. —¿Por qué carajos no puedes mantener la boca cerrada, muchacha? Siempre has sido deslenguada —grita Marcela antes de alejarse, no sin lanzar una última advertencia—. Que sepas que no pienso abogar por ti con tu padre. —Claro, por Marina sí lo hiciste, pero no me importa. Si aguanté tus golpes, puedo aguantar los del viejo Enrique —dice con una media sonrisa sarcástica. La mujer se marcha, evitando seguir pegándole a la muchacha, sabiendo que ella la estaba provocando. —Supongo que debo avisarte —susurra Magdalena, mirando la foto en blanco y n***o que tenía sobre la mesita al lado de su cama: su novio con uniforme, sosteniendo un fusil. ⸻ Las semanas pasaron, y Magdalena esperaba ansiosa una respuesta de Álvarez. En una carta le había contado su condición, aunque no sabía si realmente había llegado a destino. Su vientre seguía creciendo y su padre continuaba sin dirigirle la palabra. Desde aquel día en que su madre la golpeó, ella misma se encargó de darle la noticia al hombre que ni siquiera mostró una pizca de asombro. Por el contrario, actuó como si no hubiera escuchado nada. Magdalena respiró aliviada al pensar que, al menos, no le había pegado. “De la que me salvé”, pensó. Pero no contaba con que su padre, desde ese día, la ignoraría por completo. Ni siquiera le dejaba los pocos pesos que ganaba vendiendo yuca o recolectando arroz, así que tuvo que buscar trabajo como ayudante de un carnicero. El hombre mataba cerdos y ella los vendía en canal o por partes frente a la plaza. Si no trabajaba, debía aguantar hambre en la escuela. Prácticamente, sus padres se habían desligado de ella. Lo que más la enfurecía era que su madre todavía le exigía que llevara comida a la casa, “por el techo que te doy”, le decía, mientras a su hermana Marina, que ya había dado a luz, le celebraban la buena noticia de que pronto se iría con Sánchez, a quien de repente todos empezaron a amar. De verdad no podía entender la actitud de sus padres. A veces parecían ambiciosos, otras conformistas. Unas veces justos, y otras, profundamente injustos. A ratos daba la impresión de que no querían a ninguno de sus hijos; otras, que los querían a todos menos a ella; y a veces solo a Ángel. Actuaban de una forma indescifrable, y eso la carcomía por dentro. Porque el amor que sentía por ellos también comenzó a volverse voluble. A veces creía odiarlos, otras los amaba, y otras se sentía una decepción para ellos. Eso era lo que más la frustraba: sentirse subestimada. Sabía que era capaz de mucho más. ⸻ —¡Iuuiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii! —chilló el cerdo cuando intentaban amarrarlo para sacrificarlo. Magdalena sintió que la cabeza le iba a estallar con el grito del animal. Se llevó las manos al vientre, mareada, y soltó las patas del cerdo para sentarse a descansar. —¿Pero qué haces, muchacha? —gritó su patrón, justo antes de que el cerdo, al verse libre, lo golpeara al intentar escapar. —Lo siento, señor Robles, es que no me siento bien —dijo, con la enorme barriga impidiéndole moverse con facilidad. —Negra, ¿no será que ya quieres parir? —le dijo, usando el apodo con el que todos la llamaban en el pueblo. Ella no parecía muy feliz. —No, no creo. —¿Cuánto te falta? —En el hospital dijeron que tenía 39 semanas, y que todo estaba bien. —¿Qué? Muchacha, si puedes parir en cualquier momento. —No sea exagerado, en el hospital dijeron que a las 40 semanas o más, por ser primeriza. —¿Y pensaste que podías trabajar hasta la última semana? ¿Tu mamá no te dijo nada? Ya deberías estar descansando. Te lo dice un hombre al que su mujer le ha parido tres muchachos fuertes y sanos. —Creo que exagera, yo me he sentido muy bien —respondió levantando la mano para que el hombre la ayudara a ponerse de pie. Entonces se dio cuenta de que su ropa estaba mojada. Su mirada, llena de vergüenza, no le permitió articular palabra. —¿Qué pasa? —Es que… —no alcanzó a decir nada cuando un fuerte dolor atravesó su espalda. Sintió como si la hubieran apuñalado. —¡Ahhhhhh! —¿Qué? ¿Qué te duele? —¡Me duele! —gritó, sosteniéndose como pudo de un taburete, mientras el hombre salía desesperado en busca de ayuda. A los pocos minutos regresó con Marcela. —¡Niña tonta! —le dio un coscorrón—. Te dije que te quedaras en la casa, ¿por qué no me haces caso? —le reclamó, aunque, pese a todo, fue ella quien la acompañó sin falta a cada control y se aseguró, dentro de lo poco que tenían, de que su hija se alimentara bien.
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