1. ¡Muere!
Renata se levantó como todos los días; su vida no era un jardín de rosas, pero era su vida.
Tenía un marido, una familia. ¿Qué más podría desear una mujer en esta vida?
Tal vez un poco de amor, un poco de aventura, pero eso solo podían permitírselo algunas personas. La gente común como ella solo podía ser feliz con lo poco que la vida les permitía tener.
"Renata, deja de ser tonta", se dijo a sí misma mientras arreglaba el poco maquillaje en su rostro para cubrir las ojeras que ya empezaban a notarse.
—Cariño—, se dirigió a su esposo justo en el momento en que este pasaba por la puerta de su habitación.
Como era habitual en él, no le respondió, simplemente gruñó como si con escucharla, él se enfureciera. Y así fue al ver que ella no obtenía respuesta.
—¿Para esto me hiciste parar? ¿Para no decirme nada? Como siempre, eres una mujer inútil. Seguro quieres dinero, pero te digo que no tengo.
Renata negó, haciendo lo único que podía para evitar llorar delante de Jorge: cerró la puerta de su habitación y se recargó sobre ella.
"No debes llorar", se repetía a sí misma, aunque las lágrimas empezaban a brotar como pequeñas perlas que mojaban sus mejillas.
Afuera de la habitación, Jorge continuaba insultándola hasta que se cansó y se fue. Renata no salió durante ese tiempo, pero aproximadamente media hora después, salió tras arreglar como pudo su maquillaje para dirigirse al trabajo.
Antes de salir de su casa, se llevó las manos a su vientre.
—Lo siento, bebé, tienes una madre tan tonta.
Tras decir esto, salió de su casa, ya con media hora de retraso al haber perdido el autobús.
—Debe de venir otro autobús — se dijo, consultando su reloj de pulso, para luego caminar por la orilla de la acera hacia la estación del metro y ver si tenía suerte.
Todo sucedió tan rápido: el sonido de un auto acercándose a alta velocidad y el rechinido de los frenos al intentar accionarse fueron lo único que escuchó antes de que una oscuridad densa y pesada la envolviera.
El cuerpo de Renata yacía tirado en la calle, rodeado por un grupo de personas que simplemente observaban. Algunos tomaban fotos, otros expresaban su histeria, culpándola por descuidada, ya que, según ellos, la víctima siempre es la culpable. Hubo alguien entre las personas curiosas que tuvo la sensatez de llamar a una ambulancia.
El cuerpo de Renata fue rápidamente subido por los paramédicos a la ambulancia y llevado al hospital más cercano.
Aunque estaba sumida en un limbo, era consciente de todo lo que ocurría a su alrededor. Podía escuchar a los paramédicos expresar preocupación por su estado de salud y notó cómo los médicos de trauma del área de urgencias la llevaron de inmediato al quirófano.
Renata sabía que todo había llegado a su fin, que ese sería su desenlace. Su mente se llenó de recuerdos de su vida: desde el día en que sus padres la llevaron al parque de diversiones hasta su graduación, cuando su madre usó finalmente la vajilla heredada de su abuela, la muerte de sus padres. Recordó también el día en que Jorge le pidió matrimonio y, por supuesto, el día de su boda.
La madre de Jorge no escatimó elogios ese día, destacando la belleza de Renata y el buen gusto de su hijo al elegirla como esposa. Fue la única ocasión en que esa mujer la trató con cariño.
Sin embargo, todo cambió cuando se mudó a la casa de Jorge, y su vida se convirtió en un caos, por no decir un infierno. No solo sufrió los abusos físicos y verbales de su esposo, sino también los de su suegra.
—Eres una maldita inútil, no puedes hacer nada bien. Ni siquiera un hijo le has dado a mi hijo después de dos años de matrimonio. Lo peor de todo es que no permitirás que mi hijo cargue con el estigma de ser un hombre divorciado. ¿Qué dirá la gente? No sabes ser una buena esposa.
Ella guardó silencio. Hacía dos semanas había experimentado lo que significaba enfrentarse a esa mujer al levantar la voz, pero la golpiza que recibió no fue suficiente. Jorge observó todo con una expresión burlona mientras seguía jugando con su consola.
"Lo mejor sería que yo ya no despertara", fue el último pensamiento de Renata antes de escuchar a los doctores decir que la cerrarían y la llevarían a su habitación para que sus familiares se despidieran.
Todo quedó a oscuras de nuevo, en silencio. Apenas sentía el movimiento de médicos y enfermeros mientras la trasladaban.
El tiempo que pasó desde que la llevaron a la habitación no fue corto. Renata escuchaba a las enfermeras referirse a ella con lástima, ya que ninguno de sus familiares había venido a verla.
Fue hasta el siguiente día que llegó Jorge, presentándose como un hombre afligido y preocupado por su esposa. Sin embargo, tras la salida de los doctores y enfermeras, Jorge volvió a mostrarse tal cual era. Un hombre vil que la insultaba y humillaba, pese a estar conectada a varios aparatos para mantenerla con vida.
La habitación, cerrada tras la salida del personal médico, se abrió de nuevo. Renata se encontraba en estado vegetativo, pero podía escuchar todo lo que se decía.
—Pensé que ya se había muerto. Qué fastidio con esa mujer.
Reconoció la voz de la persona recién llegada; sin embargo, en ese momento, la voz estaba cargada de odio y rabia.
—¿Cuánto tiempo más voy a tener que seguir esperando a que por fin seas mío?
—No te preocupes, mi dulce luciérnaga. No va a tardar mucho en morir. Además, no puedes estar enojada. Con la póliza de su muerte, podré comprarte ese auto deportivo que tanto te gusta.
—Por un momento creí que te habías arrepentido, que te habías enamorado de ese estorbo y que no ibas a llevar a cabo nuestros planes. Me había cansado de fingir ser una buena amiga, cuando lo único que deseaba era que desapareciera.
—De lo único que me arrepiento es de haberle dado los mejores años de mi vida a esa perra.
—Renata, la perra. Me gusta el apodo. Hablando de cuánto tiempo tenemos, dime, ¿será que puedas cumplir una de mis fantasías?
—Solo dime cuál, mi amor, y te cumpliré lo que quieras.
Renata se sentía asqueada al escuchar todo lo que esos dos decían. Quería levantarse y gritar que eran unos malditos, las peores personas que había conocido.
Pero estaba atrapada, en un cuerpo que parecía no querer responderle ni reconocerle.
Los sonidos de los dos amantes, besándose y diciéndose palabras bonitas, pero no solo esos sonidos estaban presentes, también el sonido de sus prendas al caerse.
El par de infames estaban teniendo intimidad en el mismo cuarto donde ella se encontraba.
—Sí, mi amor, me gusta cuando me tocas de esta manera, pero sabes qué haría más sensual este momento: que me dijeras a quién contrataste para que la atropellaran.
—No contraté a nadie, fui yo. Yo mismo fui quien la atropelló. Vi que había perdido el autobús y caminaba hacia la estación del metro, como siempre ahorrándose unos cuantos pesos — susurró él al oído de su amante.
—Mi hombre, ahora deja de jugar y únete a mí — le pidió Elizabeth, quien hasta ese entonces había considerado su mejor amiga.
Renata no paraba de llorar, de gritar para poner fin a esa pesadilla. Las dos personas que hasta ese momento habían sido su apoyo ahora no solo la estaban traicionando, sino que habían conspirado para matarla.
—Por favor, si existe dios, deja de hacerme sufrir. Déjame morir en paz.
—¿Estás segura de que deseas morir? ¿Es ese tu verdadero deseo? — una voz se hizo presente en toda esa oscuridad.
La verdad era que ella no deseaba morir. No merecía morir. Si alguien merecía morir, eran esos dos.
—Si ese es tu deseo, lo cumpliré, quitaré tu sufrimiento. Aunque también podría ayudarte a cumplir cualquier otro deseo.
—¿Quién eres? — preguntó Renata.
—No importa quién soy. Solo respóndeme algo: si tuvieras una oportunidad de volver el tiempo atrás, ¿lo harías? Tomarías esa oportunidad.