—Qué interesante ese vestido, hija. No muchas se atreverían a usar un color tan... intenso —dice mi madre, recorriéndome con la mirada al subir al carruaje.
Es verdad, mi objetivo hoy es impactar, así que usaré todos los medios posibles para lograrlo.
—Oh, madre, no tengo por qué parecer frágil. Seré una reina. Desde ya debo acostumbrarme a destacar.
Su mirada se horrorizó, pero no dijo nada más. Al fin y al cabo, mis palabras estaban llenas de verdad.
El carruaje avanzó despacio, demasiado para mi gusto. El trayecto hacia el palacio siempre es corto, pero hoy me pareció eterno.
Frente a mí, mis padres hablaban animadamente. Sus voces se mezclaban con el golpeteo de las ruedas, y por un instante me sentí atrapada en una jaula de terciopelo.
No hay afecto entre nosotros. Ni ternura, ni culpa, ni rencor. Solo distancia... y desconfianza.
Sé quiénes son y lo que hicieron —por lectura y por experiencia—. La Margareth anterior confió en ellos, y fue su ruina.
Marcus, mi padre, sonríe satisfecho.
—Qué alegría tenerte de regreso, hija. Te hemos extrañado —dice, inflando el pecho—. Dos hijas tan hermosas... un verdadero regalo del destino.
Miro por la ventana, fingiendo modestia.
—Tú comprometida con el príncipe heredero —prosigue—, y pronto recibiremos propuestas para Lizzy. Gracias a ti, ella también atraerá buenos pretendientes. No tan ilustres, claro, pero caballeros de fortuna y cuna.
Lizzy.
El nombre me sabe a miel envenenada.
—Estoy segura de que sí, padre —respondo con una sonrisa serena—. Si logra ganarse el favor de Su Majestad, quizá la reina misma le presente un pretendiente digno... en una de sus distinguidas fiestas de té.
Mi madre interviene con su dulzura calculada:
—Desde luego. Me he ocupado de su educación. Aquel bochornoso incidente no fue más que una travesura infantil —dice, con expresión compungida—. Aún pienso que el castigo fue extremo.
Trago una risa detrás del abanico.
Travesura infantil. Qué forma tan elegante de describir una humillación pública.
Volví al tema original: un pretendiente digno para Lizzy.
El pensamiento me divirtió.
¿Y si la ayudo a conseguir un marido muy rico... pero viejo?
O mejor aún: quizá, después de las pequeñas lecciones que tengo reservadas para ella, Lizzy misma prefiera buscar refugio entre los muros de un convento.
El resto del camino transcurre en silencio.
Cuando el carruaje se detiene frente a las puertas del palacio, el aire huele a piedra vieja y a poder. El mismo perfume de la monarquía.
Un grupo de heraldos nos escolta por los pasillos, hasta el salón del trono.
Siento las miradas de muchos curiosos en mi.
Las puertas se abren con solemnidad.
Y ahí están.
El rey, erguido y cansado; la reina, radiante y severa como un espejo pulido. Ambos sonríen al verme entrar.
—Lady Margareth —dice la reina, con una calidez que no llega a los ojos—. Cuánto has cambiado.
Hago una reverencia impecable, cada movimiento medido, ensayado, controlado.
Siento su mirada recorrerme como una inspección. Examina el porte, el vestido, la postura, la sonrisa. Todo.
Y yo le devuelvo el gesto con la elegancia que la abuela me enseñó: nunca temas ser observada, teme parecer débil mientras lo hacen.
Pero antes de que pueda hablar, lo veo.
El príncipe Liam.
De pie junto a la reina, vestido con el uniforme del ejército, las insignias reluciendo bajo la luz. Sus ojos, azules y arrogantes, centrados también en mi.
Cuando nuestras miradas se encuentran, sonríe.
Una sonrisa de esas que aprueban.
Ahí está de nuevo: el mismo brillo caprichoso de interés, de reto por alcanzar.
Nada ha cambiado.
Tengo curiosidad por ver como lo han cambiado realmente estos dos años.
Le devuelvo la sonrisa apenas, con esa delicadeza que confunde y mantiene a los hombres en vilo.
Estoy orgullosa. Aunque está arroyadoramente apuesto, ,i corazón no late por él.
Su efecto en mí es diferente.
Mi juego con él inició con esa mirada. La prometida perfecta está frente a él.
La reina habla, pero mis pensamientos ya están en otra parte.
Ella anunciará pronto la presentación oficial de nuestro compromiso, lo sé.
El reino entero lo espera.
Pero lo que nadie espera...
es que yo no tengo intención de convertirme en su esposa.
—Bueno, supongo que ustedes dos tendrán mucho de que hablar. Así que salgan un rato, nosotros tenemos también muchas cosas de las cuales hablar —dice el rey casi de manera cortante y la reina lo apoya
Es evidente que quieren ver la forma en que Liam y yo interactuamos ahora.
Liam me ofreció su brazo, y lo acepté con la gracia de quien conoce perfectamente las reglas del juego.
Caminaron juntos hacia el jardín, bajo el sonido suave de sus propios pasos y el murmullo de las fuentes.
Siento de vez en cuando su mirada en mí y eso me encanta.
Era más alto, más ancho de hombros, y su expresión había perdido los restos de inocencia que recordaba. Ahora era un hombre hecho por la guerra... y tal vez endurecido por ella.
—Margareth —dijo con una sonrisa que parecía ensayada, pero no por eso menos atractiva—. Dos años han pasado desde la última vez que te vi... y debo decir que la espera valió la pena.
Incliné la cabeza, justo lo suficiente.
—Vuestra Alteza exagera. —Sonreí con timidez calculada—. Solo he crecido un poco... y aprendido a no tropezar con la cola del vestido.
Él rió suavemente, y su mirada me recorrió con una atención que pretendía ser cortés. Yo fingí no notarlo.
—Has cambiado —continuó mientras me ofrecía el brazo—. No solo en apariencia. La guerra... enseña muchas cosas, incluso a quienes no empuñan la espada.
Acepté su brazo y comenzamos a caminar entre los rosales marchitos por el invierno.
—He escuchado sobre su victoria, Alteza. —Lo miré de reojo—. Dicen que fue implacable.
—La guerra no deja espacio para la piedad —respondió él con una nota grave—. Muchos hombres se pierden allí, aunque regresen con vida.
Hubo un silencio. Lo dejé extenderse, elegante, como si no supiera llenar los espacios vacíos... aunque lo hacía a propósito. Era mejor que él hablara.
Y lo hizo. Me habló de campañas, de hechizos ofensivos que perfeccionó, de las estrategias que le valieron el respeto del consejo militar. Yo asentía, dócil, escuchando más el tono que las palabras. Seguía manteniendo su confianza. Esa arrogancia sutil de quien se sabe deseado, admirado, necesario.
Incluso las sombras de las columnas lo seguían como si lo veneraran.
Y no eran las únicas.
Varias criadas pasaron por los pasillos cercanos, y todas, sin excepción, se detuvieron apenas un instante demasiado largo para mirarlo. Una dejó caer una bandeja. Otra, al inclinarse, permitió que el escote de su uniforme hablara más que sus palabras.
Yo solo sonreí.
Pequeñas flores que se inclinan ante el sol.
Nos sentamos finalmente en una terraza, bajo el toldo blanco. El té llegó acompañado de pasteles delicados. La joven encargada de servirnos tenía los labios demasiado rojos para ser casualidad. Cuando se inclinó, su pecho casi rozó el borde de la mesa.
Y Liam, por un instante, desvió la mirada.
No fue descarado. Fue... humano. Apenas un reflejo.
Pero yo lo vi.
Y cuando alzó la vista de nuevo, se encontró con la mía.
No sonreía. No pestañeaba. Solo lo miraba.
El silencio entre nosotros cambió de temperatura.
Mi sonrisa, la perfectamente medida de antes, se borró apenas un segundo. Lo suficiente.
Ese fue el primer indicio.
El Liam frente a mí era el Liam del libro: el príncipe apuesto, curtido por la guerra, seguro de sí... y con un historial que seguramente incluía más faenas sobre las sábanas que juramentos.
Él carraspeó, incómodo, y volvió a hablar como si nada hubiera pasado.
Yo asentí con elegancia, retomando la sonrisa, aunque esta vez más fría.
La reina se acercó con paso tranquilo, aunque por la reacción de las empleadas que nos rodeaban, fue fácil darme cuenta de que llevaba rato observándonos a la distancia.
—Vuestros padres han partido a casa —anunció con esa voz tan suave como fría—. Han coincidido conmigo en que ambos deben convivir más, volver a conocerse. Por eso, dentro de un rato, la escolta del palacio te llevará hasta tu residencia.
Incliné la cabeza, manteniendo el gesto perfecto.
—Estoy de acuerdo, Su Majestad —respondí con una sonrisa impecable—. Es necesario, después de todo... los dos hemos cambiado.
Mi tono fue neutro, pero mi mirada buscó la de Liam, esperando que entendiera el mensaje oculto: ya no soy la niña y no me quedaré callada esperando ver lo que el mundo decida.
La reina pareció satisfecha y se giró para despedirse, pero antes de que lo hiciera, aproveché la oportunidad.
—Majestad, si me permite... —dije con la dulzura que solo el veneno puede enseñar—, mi hermana menor cumplirá quince años dentro de una semana. Me gustaría pedirle el honor de poder celebrar su presentación en uno de los salones del palacio.
El aire se volvió denso. La reina me observó con esa expresión tan suya, mitad análisis, mitad desagrado. No le gustaba la idea, lo supe por el leve movimiento en la comisura de sus labios. Pero no retiré la mirada.
Antes de que pudiera negarse, Liam intervino.
—Es admirable que quieras consentir a tu hermana menor —dijo con voz firme, y la forma en que sus ojos buscaron los míos me indicó que, trababa de borrar el incidente de hace un momento.
La reina lo miró, evaluando la situación, y al final asintió con un leve movimiento de cabeza.
—Muy bien. Que se prepare el salón menor del ala este —concedió—. Pero es necesario que ambos se preparen también.
Su tono cambió, y de pronto sentí el peso real de su voz.
—Hemos decidido oficializar su compromiso dentro de dos meses. Todos coincidimos en que son una pareja hermosa.
Sonrió con ese gesto monárquico que no admite réplica y se retiró, dejando tras de sí un rastro de perfume caro y autoridad absoluta.
Quedé inmóvil unos segundos, con la sonrisa aún grabada en los labios.
"Una pareja hermosa." Qué forma tan elegante de anunciar una sentencia.
Liam pareció notarlo, porque desvió la vista hacia los jardines, incómodo.
Yo, en cambio, solo incliné la cabeza y murmuré lo suficiente para que él escuchara:
—Entonces, Su Alteza, supongo que pronto tendremos que practicar cómo lucir perfectos juntos.
Él sonrió con suficiencia.
—Puede que ya lo seamos y no sea necesario practicar.
Evité poner los ojos en blanco ante aquel cursi comentario. En su lugar le di un nuevo sorbo al té.
Tengo poco tiempo para preparar el terreno ante todos. Pensé al mirar su mirada azul.