MARGARETH
Han pasado dos años. Dos inviernos en los que la brisa del condado me enseñó a respirar sin la opresión del palacio. Si pudiera, alargaría mi estancia hasta que todo terminara. Pero la influencia de la abuela llega hasta aquí: Mis padres y la misma reina me quieren de nuevo en la capital.
Oficialmente la guerra terminó; los carros vuelven a las rutas, los campesinos tratan de recomponer los surcos. Pero lo que mueve mis pasos ahora no es la paz sino el calendario: los quince de Lizzy. Es la pieza que, según el libro y según la costumbre, activa la trama. Pronto se decidirá mi verdadero papel en esta historia. Y estoy preparada para lo que esta vida me traiga.
Con ojos húmedos abrazo a la condesa una última vez. Su piel es fina como pergamino y su abrazo fue para mí la mejor armadura este tiempo: en él hay historia, secretos y una voluntad que me enseñó a no pedir permiso para existir. Le prometí devolverle la visita pronto; ella me regaló un sobre sellado y una llave. Dentro, un documento que me dejó sin aliento: si ella muere y yo no soy reina, me cede el condado. Conozco a una pareja que morirá de amor por mí cuando sepan eso.
Sonrío con amplitud al pensar en mi sarcástico pensamiento. Puedo sonreír sin fingir. El paisaje se desliza: praderas, setos, la figura gris de la abuela alejándose en el camino de entrada. El corazón me aprieta. No sé si volveré a verla. Lo digo sin teatralidad: lo sé.
Aprieto el mango del abanico hasta que la madera cruje en la palma. No es un gesto estúpido de ansiedad: es un recordatorio. Su muerte nunca quedó clara en el libro; nadie narró quién tomó la decisión de arrebatársela al condado. Mis pensamientos, traicioneros, se vuelven hacia mi padre. ¿Y si la ambición lo llevó a un acto tan atróz? La idea me hierve la sangre. La condesa tiene más chispa que muchas damiselas que conozco y, aun así, alguien podría haber querido sus tierras. Pero ese es un asunto del cual sin duda me ocuparé después. Nadie tocará a esa mujer. Lo juro.
Los dos años con la abuela no fueron solo lecciones de magia: fueron escuela de hierro para el orgullo. Entrené cada mañana, hasta que los hechizos me obedecían con la misma disciplina que a los soldados. Aprendí a ocultar el latido cuando la pasión acecha y a medir la fuerza cuando el orgullo arde. Increible la sabiduría que salió por aquellos labios que hasta sonrojar me hicieron.
Suena presuntuoso de mi parte hablar de la pasión. Pero aunque no he tenido nada con nadie, si he podido tener algunas experiencias que me han hecho adquirir una nueva confianza en mí. Conozco ahora el impacto de una mirada estratégica, lo tentador que puede llegar a ser una sonrisa dibujada por los ojos cuando el resto está tras el abanico. Solo una ligera y casi inocente insinuación es capaz de despertar la mente de un hombre...y sabré aprovechar eso.
Cuando llegue a la capital, la guardia real reemplazará a la escolta del condado. Las caras serán nuevas, los protocolos más rígidos. Volveré a la corte con un arsenal que no todos esperan.
Volveré a la ciudad para jugar mi parte, pero también para recordarles que ya no soy la misma Margareth que los libros concibieron. Esta Margareth llegó con la firme decisión de romper ese compromiso y quedar ante todos como la víctima. Aquel ser inocente que es maltratada por todos, incluso por el gran príncipe heredero.
Mis ojos brillan de emoción. Será tan divertido.
El carruaje se detuvo frente a la mansión de mi familia.
Dos años fuera... y aun así, nada parece haber cambiado.
Las mismas columnas blancas, los mismos ventanales impecables, el mismo jardín que mi madrastra cuida como si fuera una extensión de su alma. Solo yo soy distinta.
Bajé con calma, dejando que el viento jugara con el velo de mi capa. Sentí las miradas antes de oír las palabras. Mi madre, mi padre... y Lizzy.
Por un instante, todo se detuvo.
Mi hermana menor corrió hacia mí con una sonrisa radiante.
Y sí... debo admitirlo: verla fue impactante.
Lizzy es hermosa. De una belleza etérea, frágil, de esas que hacen que cualquiera sienta el impulso de protegerla. Su piel clara, sus rizos rubios y suaves y esa forma de mirar al mundo como si nunca le hubiera mentido a nadie.
No puedo negar que mi pecho se tensó. No de envidia, sino de reconocimiento.
Yo también soy hermosa, pero mi belleza no inspira ternura.
La mía lleva filo. Es la de quien ha visto demasiado y aprendió a mirar sin bajar los ojos. Si Lizzy parece un amanecer, yo soy el fuego que llega después del crepúsculo.
En este mundo, sin embargo, la inocencia vende mejor. La pureza, incluso fingida, abre más puertas que la inteligencia o la determinación.
Sonreí. Mi sonrisa fue lenta, estudiada, casi felina.
Dejé que mis ojos recorrieran a Lizzy de pies a cabeza, sin disimulo alguno.
Mi madre frunció el ceño de inmediato.
—Margareth —reprendió, con ese tono que mezcla cortesía y veneno—, no es correcto mirar así a tu hermana... ni a nadie.
Giré hacia ella con la calma de quien sabe exactamente lo que hace.
—Solo estoy viendo detenidamente a mi hermana menor —respondí con una dulzura envenenada—. Y admito que es bella.
Hice una pausa y añadí, sin perder la sonrisa—: Algo insípida, pero bella.
El silencio que siguió fue espeso, casi tangible.
Lizzy me miró con desconcierto, sin saber si debía reír o sentirse ofendida.
Mi padre fingió no haber escuchado, pero su gesto nervioso lo delató.
Y mi madre... bueno, su mirada dijo lo que sus labios callaron: la niña volvió diferente.
Tenía razón.
Había vuelto más alta, más fuerte... y con la determinación de no permitir que nadie —ni siquiera el destino— me robara el papel que había elegido.
—Descansaré un poco —dije, acomodando el abanico con un chasquido suave—. Y si están de acuerdo, madre, padre, mañana iremos al palacio. Quiero presentarme ante la reina y, de paso, pedirle que autorice que los quince de Lizzy se celebren en el mismo salón donde fueron los míos.
La mirada de mi madre se iluminó al instante, como si mis palabras hubieran borrado cualquier agravio anterior.
Ahí estaba otra vez: esa emoción codiciosa que siempre delataba sus verdaderas intenciones.
Mi padre asintió sin entusiasmo, probablemente calculando el beneficio político del gesto.
Y Lizzy... simplemente sonrió. Tan dulce, tan confiada. Tan inconsciente de lo que significa estar en el centro de una corte donde hasta las sonrisas son evaluadas y las miradas certeras dagas.
Observé la escena en silencio.
A veces bastaba tan solo un detalle —un salón, una coincidencia— para cambiar el rumbo de una historia.
Cambiaré ligeramente el lugar en que comenzó esta historia. Igual se conocerán en un baile, bajo hermosas lámparas, pero una Margareth diferente estará ahí.
La sonrisa que dibujé fue lenta y precisa, tan suave como peligrosa.
Lástima que ese brillo en los ojos de mi madre no se deben a la bondad de mi corazón.
Porque lo que planeo no tiene nada de bondadoso.
Y mientras las doncellas me ayudaban a despojarme de la capa de viaje, me descubrí murmurando algo que apenas reconocí como mío:
—Que empiece el juego.