12. LA GUERRA TOCANDO LA PUERTA

1383 Palabras
PRÍNCIPE RIVEN Llegué aquí con un objetivo. Pero terminé descubriendo algo más de mi propia naturaleza... algo que ruge dentro de mí y que debo explorar con calma, saboreando cada paso. —Entonces le pagaré ese baile —dije, extendiéndole la mano. Su piel apenas rozó la mía cuando lo sentí: una vibración profunda, un rugido contenido que se acercaba. Una explosión. Mi nueva naturaleza se impuso antes que la razón. En un solo movimiento la atraje contra mi pecho, rodeándola con mis brazos, desplegando una barrera mágica a nuestro alrededor. Los ventanales estallaron; los vidrios llovieron sobre nosotros como dagas brillantes. Ninguno nos tocó. Sentí su cuerpo temblar contra el mío, su respiración agitada rozando mi cuello. Me agradó. Pese al inminente ataque, mi cuerpo se relajó. Era como si en medio del caos, ella fuera mi centro. El estruendo se transformó en gritos y pasos desesperados al otro lado de la sala. Ajusté mi agarre, disgustado de pensar que podría haber sido herida si no hubiera estado junto a mí. Esa bestia interior rugió otra vez, y esta vez no la frené. Mis labios se movieron en silencio, pronunciando las órdenes que mis espectros obedecen. Ellos emergieron como sombras en busca de culpables. Alguien pagaría con sangre esta noche. —¿Qué fue eso? —preguntó ella con voz temblorosa. No respondí de inmediato. No podía apartar la vista de su rostro. ¿Qué me pasa con ella? ¿Por qué no llora ni grita como las otras? Por un instante quise quedarme así, sosteniéndola, respirando su miedo y su calor. Pero no podía. No ahora. La solté con cuidado, recorriéndola con la mirada de pies a cabeza. —¿Estás bien? —pregunté. Asintió, confusa, con ese alivio vibrante que deja la adrenalina. Y entonces, por primera vez en años, sonreí. No fue una mueca ni burla. Me alegraba verla viva. —Me alegro —murmuré. No debía quedarme más. Salté por la ventana rota y dejé que el viento de la noche me tragara a sus ojos. Ella no debía verme ahora. No está preparada para eso, no importa lo valiente que sea o crea ser. Incluso entre mis hombres, son pocos los que conocen mi secreto. ♣♦♣♦♣♦♣♦♣ El aire olía a pólvora y corteza quemada; la oscuridad parecía plegarse ante mi voluntad. Mis espectros —esas sombras que obedecen mi susurro— se desplegaron al instante, deslizándose por los tejados y las alcantarillas como tinta sobre papel. No fueron meras apariciones: olfatearon el rastro, siguieron el calor humano, percibieron la tensión en las fibras de la ropa y retornaron con la certeza de dónde se ocultaba el grupo que había atacado el salón. Los hombres a mi mando hicieron lo suyo, pero hoy estaba especialmente motivado así que vieron más de mi de lo que habitualmente les permito. Los atacantes se reunieron en el punto en que informaron mis espectos. Los vi llegar en silencio, cuatro, luego dos más, ocultos entre carrozas y en los repliegues de la noche. Los acorralaron sin ruido: una mano de sombra sobre la garganta, otra que apagaba la luz de sus ojos. Caían sin alboroto, reducidos por fuerzas que la carne no entiende y la mente no olvida. No hubo gritos innecesarios; solo el sonido sordo de cuerpos que se rinden ante lo inevitable. La ejecución de todas formas es la sentencia inamovible de quien ataca a la familia real. Di órdenes con la precisión de quien ha hecho de la violencia un oficio. Mis hombres, jóvenes como lobos adiestrados, se movieron como una sola pieza: cordones de soldados cerrando rutas, centinelas asegurando las salidas, capitanes interrogando a los caídos en busca de nombres. Organicé a los que tenía a mano, aunque este no fuera mi territorio asignado —tres escuadrones, dos en los accesos, uno siguiendo el rastro hacia el sur— y la red se tensó alrededor del enemigo. Las capturas de quienes estaban dispersos fueron rápidas. Los asaltantes no fueron más que paquetes para empacar: unos pocos esposados, atados con cuerdas encantadas para aquietar la magia, y enviados en filas hacia el patio central donde los guardias los esperaban con antorchas y preguntas. El orden volvió a imponerse como hierro caliente en la herrería. Mientras cerrábamos el cerco, una figura emergió entre las sombras con la naturalidad de quien pertenece más a la noche que al mundo de las horas. Se aproximó sin hacer ruido, sin necesidad de anuncio. Alto, la cara angulosa y unos ojos que no eran totalmente humanos: el brillo juguetón, inquieto, de un animal. Sonrió con un gesto que olía a promesa y peligro. —Un regalo lo espera en su mansión, mi señor —dijo con voz de seda. Su nombre es Moris y es un Kitsune: un cambiaforma, ladrón de sombras, un agente perfecto para infiltraciones. En ocasiones se presentaba con orejas apenas insinuadas bajo la capucha; otras veces su boca parecía más ancha de lo natural cuando se reía. Sus habilidades eran útiles para mis planes: se infiltraba donde yo no quería manchar la vista, traía noticias disfrazadas o abría cerraduras con la facilidad de quien abre latas. Sonreí al imaginar el presente. No era la clase de regalo que se envuelve con lazos: a menudo era información, una ventaja, una llave o un rostro nuevo que yo pudiera usar. Moris inclinó la cabeza, como quien ofrece un objeto que podría cambiar el rumbo de una partida de ajedrez. —Muéstramelo —ordené, la voz fría y corta. Y mientras uno de mis capitanes entregaba al último de los apresados, Moris se volvió hacia la noche, sus sombras jugueteando alrededor de sus pies. Su sonrisa prometía sorpresas, y yo ya calculaba, como siempre, qué precio tendría cada una. Dejé a mis hombres afuera. Solo Moris cruzó el umbral conmigo. No confío en muchos, y él sabe cuándo hablar... y cuándo desaparecer. El "regalo" que me esperaba en el sótano de mi mansión era el líder del grupo atacante. Amarrado, ensangrentado, con los ojos abiertos de par en par como si intentara adivinar qué clase de monstruo lo recibiría. Tal vez he sido demasiado blando si la guerra se atrevió a tocar la puerta del palacio. Pero eso cambiará. A partir de hoy, todo será diferente. Respiré profundo. La sangre en mis venas comenzó a hervir y, lentamente, dejé que mi otra naturaleza emergiera. El color rojo se extendió por mi piel como un fuego que respiraba, marcando las líneas de mis brazos y cuello con un resplandor infernal. No fue una transformación completa —no lo necesitaba. Bastaba con dejarle ver un fragmento del demonio que duerme bajo mi carne. Moris, acostumbrado, dio un paso atrás sin pronunciar palabra. El prisionero no tuvo esa suerte. Sus gritos no duraron demasiado. Con un par de cortes bastó. El olor metálico de la sangre me devolvió la calma. La verdad salió de su boca antes de que su corazón se detuviera, y cuando el cuerpo quedó inerte, me sentí en paz. Era eficiente, nada más. Terminé de limpiar las manchas visibles y me miré en el espejo de la pared. El rostro que me devolvía la mirada era el de un hombre... no el de un monstruo. Perfecto. Al llegar al salón de consejo, mis botas resonaron entre los murmullos de los ministros. Entregué mi informe con precisión militar: las rutas de los atacantes, su insignia, y la confirmación de que ninguno de los implicados volvería a levantarse. Mi padre escuchó en silencio, con esa mezcla de orgullo y cautela que siempre tiene al mirarme. Cuando terminé, habló: —Liam se unirá al ejército. Es hora de que aprenda lo que significa la guerra. Lo entrenarás tú. No me sorprendió. Lo había previsto. Asentí con una sonrisa controlada. Será interesante. Partiremos de la capital en unos días, y él conocerá el sabor del polvo y del miedo. Aprenderá de mí. Pero antes de marcharme, tengo un pendiente. Un baile prometido. Lady Margareth. Ese idiota de mi hermano no estará cerca de ella en los próximos dos años y aunque yo tampoco... se que puedo dejar una huella en su mente tan profunda como la que ella dejó en mí. Y de pronto, la incorporación de Liam al ejército ya no me pareció tan mala.
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