– Cuando el amor se vuelve arma
Narrado por Santiago Álvarez
La lluvia caía como un castigo. No era de esas que limpian el alma. Era sucia, espesa, como si el cielo también tuviera ganas de escupirle al mundo.
Recuerdo bien la hora: 11:34 de la noche. La madera crujió bajo mis zapatos empapados al entrar a la casa. Todo estaba en silencio, demasiado. Ni una canción, ni una risa, ni siquiera el murmullo de la televisión que Lucía solía dejar encendida cuando no podía dormir.
Ese silencio… fue lo primero que me heló la sangre.
—¿Lucía? —llamé.
Nada. Ni su perfume en el aire. Solo ese olor metálico que se mete por la nariz y no se va nunca.
Lo siguiente fue la camisa de hombre tirada en el suelo del pasillo. No era mía. Lo supe de inmediato. Ni el color, ni el corte. Demasiado barato para mi estilo.
Mi corazón latía con violencia, pero mi cuerpo seguía caminando como en automático, guiado por un instinto más fuerte que la razón. Empujé la puerta del cuarto… y ahí estaban.
Lucía, mi esposa, enredada en los brazos de otro hombre. Ambos semidesnudos, la sábana apenas tapándoles la vergüenza. El tipo me miró y se levantó como si pudiera explicarme algo. Como si las palabras pudieran borrar el espectáculo.
Yo no pensé. Solo actué.
Mis puños hablaron primero. Lo golpeé tan fuerte que lo estampé contra la pared. Su cabeza rebotó, cayó de rodillas, y lo volví a levantar solo para volver a romperle la cara.
Lucía gritaba mi nombre, pero su voz me sonaba lejana, como si la escuchara bajo el agua.
—¡Santiago, ya! ¡Vas a matarlo!
Y entonces me detuve. No por él. Por mí. Porque vi en el espejo lo que me estaba volviendo. Un animal. Una sombra de mí mismo. Respiraba agitado, con las manos ensangrentadas, y un dolor que no tenía cura.
Tomé mis llaves, me giré y salí.
No sabía que esa sería la última vez que caminaría libre por esa casa.
La policía me detuvo cuarenta minutos después, a dos calles del edificio. Había sangre en mi camisa, mis nudillos rotos, la mirada perdida.
—Está arrestado por homicidio —me dijeron sin más.
—¿Qué…? ¿Qué homicidio?
—Cristóbal Ferrer. Encontrado sin vida. Apuñalado. En su cama. En su departamento.
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. El tipo no estaba muerto cuando lo dejé.
Pero eso ya no importaba. Ya me habían juzgado sin juicio, condenado sin defensa.
Lucía desapareció. No dio declaraciones. No se presentó en la corte. No fue a verme a la comisaría. Solo se esfumó… como lo hacen los cobardes.
Desde entonces, este infierno es mi hogar.
—¡Muévase, Diablo! —gritó el guardia, empujándome hacia la celda.
Ese apodo me lo gané rápido. No fue por mis tatuajes, ni por mis silencios. Fue por lo que los demás vieron en mí: alguien que ya no cree en nada. Un alma que arde, pero no por pasión… sino por rabia.
Aquí adentro, si no impones respeto, te comen vivo.
Yo no vine a llorar. Vine a esperar.
Esperar el momento, la prueba, el descuido de quien me hundió.
Lucía.
Ella me clavó el cuchillo, no en el cuerpo, sino en el alma. Me robó la vida, la libertad y, según dicen, ocho millones de dólares que nadie sabe dónde están.
Pero lo sabrán.
Y cuando salga de aquí —porque voy a salir— no habrá poder humano que me impida cobrarme lo que es mío.
** El pasado que lo condena**
El frío golpeó el rostro de Santiago Álvarez mientras caminaba por los pasillos de la penitenciaría de Bogotá. Las miradas de los otros reclusos lo seguían, murmurando su apodo: *El Diablo*. No era el hombre que había sido solo unos meses atrás. Recordar su antigua vida le dolía más que las cadenas que llevaba en las muñecas.
**Flashback**
Era un atardecer tranquilo en la finca de Santiago. El aroma a madera fresca llenaba el aire mientras revisaba los últimos pedidos de su empresa maderera. Lucia, su esposa, lo observaba desde la ventana de la casa con una sonrisa cálida. Ella siempre había sido su roca, la persona que lo animaba en los momentos más difíciles. Aunque llevaban años juntos, su amor parecía intacto, como si el tiempo no hubiera pasado.
Erick Mendoza, su mejor amigo y mano derecha, llegó poco después. Con su humor característico y su lealtad inquebrantable, Erick había sido parte de su vida desde la adolescencia. Juntos habían construido el imperio maderero que ahora era el orgullo de Santiago.
—Santiago, tenemos que hablar de la expansión —dijo Erick mientras se servía un café—. Las oportunidades en el mercado son enormes.
—Lo sé —respondió Santiago, mirando hacia el horizonte—, pero también tenemos que asegurarnos de que todo esté en orden. No quiero cometer errores.
Lucia se acercó y colocó su mano sobre el hombro de Santiago.
—Tú siempre has sido cuidadoso —dijo ella, su voz llena de admiración—, pero también necesitas confiar en ti mismo. Has logrado tanto.
Entre risas y planes, la velada transcurrió con normalidad. Sandra, la madre de Santiago, y su hermana menor, que acababa de entrar a la universidad, se unieron más tarde a la cena. La mesa estaba llena de conversaciones y recuerdos, una familia unida a pesar de los desafíos.
Pero esa noche, algo cambió.
Al día siguiente, Santiago despertó en medio del caos. La noticia lo golpeó como un puñetazo: su esposa había desaparecido. Los minutos se convirtieron en horas, y las horas en días, sin rastro de Lucia. Los medios de comunicación comenzaron a especular, y las miradas de sospecha se volvieron hacia él.
—Santiago Álvarez, el esposo desaparecido, en la mira de la policía —titular los periódicos.
La presión se volvió insoportable. La policía lo interrogó una y otra vez, y aunque él proclamaba su inocencia, las pruebas comenzaron a aparecer. Un cuchillo manchado de sangre, encontrado en su propiedad. Testigos que aseguraban haberlo visto discutir con Lucia la noche de su desaparición.
Y entonces, lo arrestaron.
**De vuelta al presente**
Santiago cerró los ojos, tratando de alejar los recuerdos. Pero era imposible. Cada vez que lo hacía, veía el rostro de Lucia, su sonrisa, su mirada llena de confianza. Y también veía las miradas de desprecio de quienes lo acusaban de ser un asesino.
En la penitenciaría, su vida había cambiado por completo. El hombre que una vez fue un empresario respetado ahora era *El Diablo*, un recluso temido y despreciado. Pero en lo más profundo de su corazón, sabía que no era culpable. Aunque nadie más lo creyera, él sabía la verdad.
Erick lo visitaba de vez en cuando, prometiendo ayudarlo, pero las pruebas eran abrumadoras. Incluso su amigo más leal comenzaba a dudar. Y Sandra y su hermana, aunque lo apoyaban en silencio, no podían hacer nada para cambiar su destino.
Santiago suspiró, mirando hacia la pequeña ventana de su celda. El cielo estaba nublado, como si el mundo reflejara su desesperanza. Pero en algún lugar, en lo más profundo de su ser, una chispa de esperanza permanecía viva.
—Lucia, dondequiera que estés, sé que sabes la verdad —murmuró—, y no descansaré hasta demostrar al mundo.
El pasado lo condenaba, pero Santiago Álvarez no estaba dispuesto a rendirse. Algo dentro de él sabía que la verdad eventualmente saldría a la luz. Y cuando lo hiciera, *El Diablo* recuperaría su nombre y su vida.