PROLOGO
Caminaba cabizbaja por la calle transitada haciendo caso omiso a las miradas curiosas que observaban su vestimenta: largo vestido gris con mangas hasta las muñecas que en la parte de arriba le cubría el cuello, cortado a la cintura y desde allí nacía ancho hasta los tobillos. Llevaba en la cabeza un pequeño gorrito que le cubría toda la parte superior y se ataba bajo el mentón. Ya se había acostumbrado a la curiosidad de la gente de afuera, ella era una elegida, debía sentirse orgullosa, no había razones para avergonzarse.
Inés le había explicado que ningún hombre que no fuera de su familia o su esposo podía ver su cabello ya que podía despertar la lujuria, aunque no entendía mucho a que se refería con esto, siempre se quedaba con ganas de que se explayara más cuando les daba las lecciones los domingos.
El único adorno en su atuendo eran unas hermosas puntillas rosa alrededor del cuello y puños de las mangas. El canasto de mimbre colgaba del brazo derecho tapado con un mantel bordado con sus propias manos.
El hombre de la sudadera gris estaba parado en el parque detrás de un frondoso árbol, se cubría la cabeza con la capucha y estaba vestido con ropa deportiva pues la ocasión lo ameritaba. Miró impaciente la hora en su reloj pulsera, oteó para todas direcciones. Un solo pensamiento había en su cabeza: "ya es tiempo de que pasara". No debía dejar que los nervios lo dominaran, era crucial mantener ahora la calma más que nunca, ni siquiera sabía porque se sentía así, era un profesional y los nervios no existían, o no debieran estar allí. En los últimos seis meses había estudiado meticulosamente su recorrido desde que salía de la villa de los Catsuitas hasta su destino y de vuelta. Estaba seguro de que ella pasaría por ese mismo lugar, su rutina siempre había sido la misma.
Observó que venía caminando en su dirección y su corazón se sobresaltó por una milésima de segundo pero logró reaccionar. Era el momento...
—Ufffff...¡Perdón, señorita! ¡Mil disculpas! Venía corriendo y no la vi —le hablaba a una muchacha un tanto desconcertada que aún no comprendía como llegó al piso. Lo único que sintió fue el choque contra un mármol. El canasto había volado unos metros más lejos. Él se apresuró a recogerlo mientras aprovechaba para instalar entre sus tejidos el diminuto micrófono.
—N-no es nada, a cualquiera le puede pasar —no debía hablarle pero tampoco podía quedar como una maleducada cuando el muchacho había sido tan amable con ella. Por reflejo, levantó la vista hacia aquél que le ofrecía su mano para ayudarla a levantarse.
Y fue la primera vez que él pudo ver sus ojos marrones claros. Eran hermosos, tal como se los imaginaba. Ella por su parte se encontró ante unos ojos azules brillantes que la miraban con intensidad. Bajó rápidamente la vista esperando que nadie en su comunidad se enterara que había osado mirar a un desconocido a la cara.
Lo primero que hizo fue acomodarse el gorrito. No debía dejar que él viera su cabello, ya había visto sus ojos, sería el colmo seguir rompiendo las enseñanzas que tanto tiempo le llevó aprender. Era la primera regla que imponían a las mujeres en la secta donde vivía desde que nació.