—¿Te volviste loca, Ana? —preguntó mi madre mientras me veía como si, efectivamente, yo hubiera enloquecido.
Suspiré, la entendía, también me parecía una locura, pero no me retractaría de mi decisión.
» Ni siquiera sabes quién es, o de qué es capaz. ¿Hace cuánto lo conoces?
—Lo conocí en la universidad —mentí. Nuestra historia de amor debía estar clara y, si yo quería engañar al enemigo, primero debía hacerlo con los amigos. O eso decía un dicho popular—. Nos reencontramos hace poco, y nos hemos estado viendo desde entonces.
—No me digas que él es tus entrevistas de trabajo —pidió y, aunque yo hubiese querido decirle, no me dio tiempo. Ella continuó hablando—: Ya se me hacía raro que solo a la hora de la comida o la cena y que fueras tan bien arreglada.
La miré acribillarme con la mirada y sin ganas de sonreírle. Mentir no se me daba, mucho menos cuando era a mi madre.
» No estoy de acuerdo —dijo y me mordí los labios.
No iba a ponerme a discutir con ella, lo dije, no me retractaría de mi decisión.
La locura había sido pactada, no iba a dar marcha atrás cuando me estaba muriendo de ganas de disfrutar una vida de comodidad.
» Va a romper tu corazón —declaró y le miré con miedo.
Si por algo era famosa mi madre era por saber de lo que hablaba. Pero ahora era improbable, después de todo, aunque él no me amaba, yo tampoco lo hacía. Todo era un negocio, no habíamos dejado espacio en nuestro trato para sentimientos.
—Voy a estar bien —aseguré completamente segura de que todo iría bien. Yo tenía mi objetivo claro, no había cabida a errores—. A veces la felicidad viene en paquetes enormes.
—No —refutó mi madre moviendo la cabeza de un lado a otro con despacio—. La felicidad viene en pequeñas porciones, al menos la buena felicidad es así. Ana, es una tontería. Te estás apresurando y no vas a salir bien librada de esto.
—Mamá, voy a estar bien —insistí y ella volvió a mirarme con lástima mientras negaba de nuevo con la cabeza.
—Somos de mundos diferentes, niña. Entiende que, aun sí él es tu mundo, tú no eres más que una parte... una posiblemente dispensable.
—Si lo que te preocupa es que venga llorando a ti en el futuro, prometo que no lo haré. Si él llega a romper mi corazón, que no va a pasar, te prometo que no te dejaré verme destrozada.
—¿Sabes quién eres, Ana? —preguntó tomando mi cara y acariciando mi mejilla—, ¿tienes idea de lo idiota que eres al amar?
—Nunca he estado enamorada de verdad, madre —dije pretendiendo refutar su idea de mí volando entre corazones—. Solo quiero probar la felicidad que él me ofrece.
—No es necesario irse a vivir con él para eso. ¿Por qué están corriendo?
—Porque no voy a dejar que se arrepienta —dije sonriendo y mamá solo negó de nuevo—. Está bien, mamá. Ya no soy una niña, tengo suficiente edad para responsabilizarme por este tipo de decisiones. Además, si no llega a funcionar, solo terminaremos y volveré a vivir contigo.
—Tú crees que la vida es un juego, ¿no? No puedes ir por la vida probando de todo, no puedes ir picando aquí y allá. Esto no es tu trabajo, no puedes solo dejarlo y pensar que no habrá consecuencias.
—Madre, estamos en pleno siglo veintiuno; la gente ya no señala a alguien porque vive con su pareja o porque dejó de vivir con él.
—Dices que eres un adulto, pero no lo pareces.
—A los ojos de los padres siempre seremos niños, ¿no?
—Yo lo decía por tu falta de madurez. Vas a arrepentirte de esto, estoy segura.
—Eres increíble, mamá. Estoy intentando con todas mis fuerzas alcanzar un poco de felicidad, y en lugar de apoyarme y ser feliz por mí te pones en un plan pesado.
—Es que no lo entiendo, no sé qué es lo que estás intentando. No estás haciendo esto por felicidad, Ana. Te conozco lo suficiente como para asegurar que esta tontería no tiene nada que ver con eso. ¿De qué estás intentado escapar?
Mis ojos se llenaron de lágrimas cuando fijé mis ojos en ella, y una ligera punzada en la frente me hizo fruncir el ceño y dejar escapar mis lágrimas.
» No hagas esto, nena. No hagas una tontería —pidió—. Si es por el trabajo, solo date más tiempo, busca cuidadosamente lo que quieres.
—No quiero trabajar —dije llorando y mamá miró al cielo mientras suspiraba.
—No puedes vivir sin trabajar —dijo.
—Puedo si me caso con él.
—¿Crees que él se va a casar contigo?, ¿en serio? Ana, no eres parte de ese mundo. Esa gente se casa con gente de su tipo. Amor, la cenicienta es un cuento, una mentira, un choro... No vas a encontrar la felicidad con él.
—¿Y si sí?, ¿y sí él me puede hacer feliz?
Mamá negó con la cabeza mirando a todas partes.
—No te apoyo —informó—. No tienes mi apoyo para esto, así que no vengas llorando luego. Porque te lo estoy advirtiendo Ana Marcela Durán. Esto no es lo que necesitas, ni siquiera creo que sea lo que quieres.
—Si lo quiero —insistí—. Quiero no tener que esforzarme por tener algo bueno, quiero tener una vida fácil, mamá. Quiero dejar de pelear para no obtener nada, quiero que una vez en la vida todo sea bonito, quiero sentir que tengo buena suerte... quiero... quiero esto, de verdad.
—Haz lo que quieras —dijo mi madre al fin—, pero no digas que no te lo dije. Y, de verdad, no vengas llorando luego. Te voy a dar una chinga en lugar de consuelo.
—Ya no soy una niña —volví a decir con la intensión de que mi madre entendiera que esa amenaza no me asustaba. Aunque no estaba segura de que fuera así del todo.
—Puedes tener cincuenta años —dijo—, y así tenga que subirme a la azotea para poder alcanzarte, te daré con el bordón.
Sonreí. Entendí bien lo que decía, pasara el tiempo que pasara, ella siempre sería mi mamá.
» Piénsalo de nuevo. Piénsalo una y otra vez hasta que la sensatez te dé la respuesta correcta. Ana, equivocarse duele porque hay que pagar los errores. Nena, piénsalo bien.
Ahora la que negó con la cabeza fui yo. Mi decisión era tan firme que incluso me había atrevido a dársela a conocer.
Mi madre movió su cabeza en negativas por quincuagésima vez, tal vez, y salió suspirando de mi habitación.
Tomé una pequeña maleta donde metí, más que cosas indispensables, mis cosas favoritas. Esas sin las que no concebía una vida buena.
Bajé las escaleras con la maleta cargada en una mano, en el hombro llevaba una mochila con artículos de higiene y belleza, y miré a mamá discutir con mi padre que se encontraba cruzado de brazos recargado a la pared del comedor.
» ¡Dile algo! —casi suplicó ella y papá me miró con una extraña expresión que no sabía si reflejaba tristeza o decepción.
—¿Qué quieres que le diga, María? —preguntó para mi madre, que se molestó con él por ni siquiera poner un poco de esfuerzo en pararme los pies en la locura que estaba cometiendo.
» ¿Quieres esto? —preguntó mirándome fijo, asentí y él asintió también—. Todo bien, entonces.
—¿Cómo va a estar bien esto? —preguntó mamá siguiendo a mi padre que caminaba a tomar mi maleta para llevarla al auto que me esperaba afuera, auto donde estaba Miguel aguardando.
» Ana, esto es una tontería. Ana, ¿por qué demonios no usas la cabeza? Te presumiste inteligente desde siempre, lástima de tanto estudio si ibas a terminar haciendo semejante estupidez.
Mamá estaba furiosa. A pesar de que cuando hablamos en mi habitación se había mostrado calmada, en cuanto entendió que no había vuelta de hoja, su frustración se tornó irá y arremetió contra la causa de su desasosiego: yo.
—Vendré a visitarte —prometí sin poder contener el llanto.
—No vengas —dijo ella mirándome con furia—. Voy a echarte. Le diré a tu hermano que no abra la puerta si eres tú; tú tampoco puedes abrirle la puerta —advirtió a mi papa.
—Mamá...
—Ya no soy tu mamá —dijo empujándome a llorar con más fuerza—, si eres tan adulta e independiente, no nos necesitas. ¡Lárgate! —gritó llorando tan dolida como yo lo hacía—. ¡Lárgate rápido y no regreses!
Mi madre entró a la casa azotando la puerta, mi padre me abrazó fuerte y me pidió que no le hiciera caso a todo lo que ella había dicho.
—Está dolida —dijo—, no estaba esperando que te fueras tan pronto, ni de esta manera. Dale tiempo. Ella va a buscarte, ya verás.
Me abracé a mi padre y, con el alma hecha pedazos, recibí su beso y bendición.
Subí al auto y moví mi mano de un lado a otro respondiendo a la despedida de papá. Miguel tomó mi mano y me regaló una fingida sonrisa.
—No creí que sería tan difícil —dijo y miré por el retrovisor a mi madre abrazarse a papá.
—Soy una niña de familia —dije y, recargando mi cabeza en el vidrio del coche, cerré los ojos para llorar un poco más.
Tampoco había esperado que fuera tan difícil a pesar de que era obvio que fácil no iba a ser. Digo, seguro ella había pensado que yo me quedaría a vestir santos, así que era comprensible que mi amasiato le sorprendiera y molestara.
Ni siquiera, ni una sola vez, habíamos hablado de boda. Era cierto que yo jamás me había enamorado, así que de verdad era comprensible que estuviera sorprendida.
Entonces, ¿por qué no podía aceptarlo? Si la comprendía, ¿por qué era tan difícil asimilarlo?
—¿Estás bien? —preguntó Miguel cuando llegamos a su departamento. Asentí y pretendí ignorar mi terrible dolor de cabeza.
—¿Puedo ser tu perfecta novia mañana? —pregunté y él asintió.
Entonces lloré de nuevo y caminé tras de él hasta la habitación que compartiríamos a partir de ese momento.
» Lamento que te tocara presenciar semejante escena —dije antes de despedirlo.
Él tenía trabajo que atender, se había tomado un par de horas del trabajo para ayudarme a transportar mis cosas hasta el departamento en el que, a partir de ese momento, cohabitaríamos.
—¿Segura que todo está bien? —preguntó y asentí respirando realmente profundo.
—Va a aceptarlo tarde o temprano —aseguré y sonreí—... espero que sea pronto y no después de que me dejes.
Miguel me miró y sonrió intentando animarme, tal vez.
» Tienes que hacer que valga la pena —pedí.
—Te llevaré mañana de compras —prometió sonriendo y sonreí. Eso seguro curaría un poco mi corazón.
Pero eso sería al día siguiente, lo entendí cuando él cerró la puerta y yo me dejé caer en la cama llorando desconsolada, otra vez.
Yo de verdad era idiota, mucho muy idiota. Había pasado por tremenda situación por un mero capricho.
Le había dicho a mamá que no me arrepentiría, pero, después de verla en el estado en que se puso, estaba completamente arrepentida de no haberme echado para atrás cuando ella me lo pidió.
Decidí que haría que valiera la pena. Mi madre no era superficial, como yo, pero le enloquecían las compras tanto como a mí. Ya me encargaría de que viera y disfrutara de ese lado bueno de mi estúpido trato con Miguel Cervantes.
Lloré toda la tarde, y dormí toda la noche. Ni siquiera me enteré cuando Miguel llegó al departamento, pero desperté cobijada entre sus brazos.
—No me voy a enamorar de ti —prometí escuchando el suave ronquido que emitía—. No vas a romper mi corazón.
Dejé la cama tras apartar los brazos de Miguel. Él ni siquiera se inmutó. Caminé al baño y me lavé la cara sin poder hacer mucho por mi horrible expresión, entonces decidí bañarme y maquillarme para no verme tan horrible.
Cuando dejé el baño para buscar mi ropa, miré a mi falsa pareja dormida profundamente. Sonreí. Era la primera vez que le veía dormir, pero no era la primera vez que me encantaba el verlo.
Pasé mis ojos por ese cabello n***o, sedoso y algo despeinado. Miguel tenía una frente amplia y el entrecejo relajado, cosa rara en él que casi siempre era seriedad. El cambio era demasiado, sin el ceño fruncido su rostro parecía el de alguien casi diferente.
Miré sus pestañas no tan largas, pero sí muy oscuras, delinear unos ojos ocultos pero que yo conocía bastante ya, y me deleité con la nariz respingona y esos labios color durazno, entreabiertos, provocando ese extraño silbido que no me molestaba.
Miguel tenía un lunar nada discreto en la orilla de la oreja derecha y uno más en la nuca, casi pegado a la espalda alta. A decir verdad, me gustaban esas manchas oscuras, redondas y perfectas resaltando en su clara piel.
Su espalda era ancha y parecía fuerte, aunque nunca le vi cargar nada más pesado que la botella de vino de la que me servía en cada comida. Sus piernas no perdían el ritmo del compás que simulaba la silueta del hombre. Si tuviera que quejarme de algo, me quejaría del poco trabajo que dedicó a su trasero, porque su abdomen también era perfecto, y su pecho era un sueño.
» Él debería dormir con camisa —murmuré tomando un bolso lleno de los productos que necesitaba y necesitaría.
* *
Salí de una larga ducha mucho menos decaída de lo que había despertado, y me maquillé extrañando en la cama el cuerpo del hombre con que ahora vivía. Él se había despertado en algún punto de mi ducha, y se había ido a quién sabe dónde.
—Gastas mucha agua —dijo burlonamente el sudado hombre que entraba a la habitación—. Me desperté en cuanto comenzaste a tirar agua, de eso hace una hora. Me asusté, casi llamo a la policía. Pero luego recordé que ya no vivía solo y mejor fui a hacer ejercicio. ¿Por qué despertaste temprano?
—Dormí muchísimo, ya no podía más con la cama —dije y él se recargó al mueble que ahora estaba lleno de mis productos de belleza.
—¿Cómo estás? —preguntó y le miré sin sonreír, pero también sin llorar.
—Creo que resignada —dije—, además de que estoy esperando con ansias esas compras que prometiste.
—Me baño y te invitaré a desayunar antes de ir a gastar —dijo acariciando mi cabeza de pasada.
Miguel y yo nos conocíamos más o menos bien, ahora. Llevábamos tres meses perfeccionando nuestra comunicación y estudiando los detalles que harían creíble nuestra falsa relación.
En esos tres meses yo había constatado lo que ya sabía, y que mi madre había dicho también, nuestros mundos eran completamente diferentes. Pero, en lugar de desanimarme, las probadas de su mundo me llenaron de ansias de más.
Quise formar parte de ese lejano y brillante mundo, por eso había roto el corazón de mi madre.
—Va a valer la pena —dije a la chica del espejo, que ahora me miraba con desconfianza y pena—, te prometo que valdrá la pena.
—¿Con quién hablas? —preguntó Miguel saliendo del cuarto de baño.
—Conmigo —respondí y me miró con el ceño fruncido.
—No estás loca, ¿o sí?
—¿Te estás arrepintiendo de haber metido una casi desconocida a tu casa?
—No eres una casi desconocida —dijo—, eres la chica de la cual me enamoré en la universidad y que me encontré en la calle hace casi cuatro meses atrás, que despertó mis sentimientos en letargo por ella y que, después de reencontrarse conmigo, admitió su amor y aceptó vivir conmigo para hacerme muy feliz.
—Eso lo sé —aseguré terminando de guardar mis cosméticos—, hice una plana de ello. Creo que lo escribí como cien veces con tal de memorizarlo.
—¿Qué quieres desayunar? —preguntó él y le miré con picardía, provocando que se cubriera el desnudo pecho con ambas manos.
—Compras —dije y sonrió después de suspirar.