XIV. Medium

2351 Palabras
—Gracias por el aventón, Jasón —dijo Jeremy mientras el auto se detenía frente a su casa. Se aferró al maletín que llevaba sobre las piernas, como si con ello pudiera cargar también su propio cansancio. —Ya sabes que no hay problema bro —respondió Jasón con una sonrisa relajada. Su tono jovial contrastaba con el peso que se adivinaba en los ojos de su amigo. Jeremy miró a Jasón con una mezcla de cansancio y seriedad. Dudó un momento antes de hablar, pero al final soltó las palabras que llevaba conteniendo desde que subió al auto. —Conociendo a tu padre, al final tienes que hacerlo. —Hizo una pausa, notando cómo la sonrisa de Jasón se desvanecía ligeramente—. Anticipándome a Rocío, apuesto que ella prefiere que estés en la cárcel que muerto. Jasón soltó una risa breve, sin alegría. —¿Qué pasa? ¿Ahora eres adivino, Wong? —preguntó con un tono que buscaba ser ligero, pero que no pudo ocultar del todo la incomodidad. —No hace falta serlo —respondió Jeremy, manteniendo la mirada fija en su amigo—. Solo estoy diciendo lo que cualquiera que te quiera pensaría. Jasón inclinó la cabeza, apoyándose contra el respaldo del asiento. Sus dedos tamborilean a un ritmo ausente sobre el volante antes de detenerse. —Gracias... —murmuró finalmente. Sus palabras salieron con una mezcla de sinceridad y resignación, como si pesaran más de lo que quería admitir. Jeremy asintió y abrió la puerta del auto. Antes de bajar, se detuvo y volvió a mirar a Jasón. —Nos vemos pronto. Cuídate. —Claro. Y tú tampoco te hundas en tus dramas legales, ¿ok? —respondió Jasón con una sonrisa que intentaba devolver la ligereza al momento. Jeremy se bajó del auto y cerró la puerta con cuidado. Se dio la vuelta y caminó hacia la entrada de su casa, sin mirar atrás. Jasón esperó hasta que su amigo desapareció tras la puerta antes de arrancar el motor. Mientras el auto se alejaba, Jasón ajustó el espejo retrovisor, viendo por un momento su propio reflejo. La sonrisa que había intentado mantener se había desvanecido por completo. *** El bullicio de las manifestaciones, aunque en un estado aparente de calma, seguía presente frente a la sede principal del Banco Benemir sin que al vicepresidente le parezca importarle. Enrique y Estela caminaron entre las personas que sostenían pancartas, hasta llegar a las puertas giratorias del edificio. —¿Hace rato que no venías, cómo estás? —preguntó la recepcionista sin despegar la mirada de su monitor. —Bien bien, por favor, tengo que pasar. —Él mostró su identificación. Luego, señalando con la cabeza a Estela, añadió—: Ella es mi hermana, me acompaña para ver a mi jefe. La recepcionista tecleó algo rápidamente, comprobó los datos y asintió. —Está bien, pueden pasar. Tomen el ascensor, ya sabes dónde. Enrique agradeció con un breve movimiento de cabeza y guió a Estela hacia el ascensor. Una vez dentro, mientras las puertas se cerraban, Estela lo miró desorientada. —¿Por qué me trajiste aquí? —preguntó con un tono directo, cruzando los brazos. Enrique presionó el botón correspondiente y luego se recargó en la pared metálica del elevador, dejando escapar un suspiro ligero. —Solo quiero que veas lo que hago. Vamos a conocer a mi jefe. No es nada del otro mundo. —¿Y eso qué tiene que ver conmigo? —replicó ella. —Nada, en realidad —respondió con una sonrisa despreocupada—. Pero apuesto a que cuando te conozca, le caerás bien. —Mmm... —Estela giró los ojos, aunque su expresión dejó entrever una pizca de curiosidad. El "ding" del elevador marcó su llegada. Salieron y caminaron por un pasillo alfombrado que conducía a una gran puerta de madera. Desde el interior, podían escucharse las hojas de papel siendo manipuladas. Enrique tocó dos veces antes de empujar suavemente la puerta entreabierta. —Adelante —dijo la voz de Carlos Ertorini desde el otro lado. Estela observa que la oficina es amplia y luminosa, con estanterías llenas de libros y ventanales que ofrecían una vista panorámica de la ciudad. Ertorini, de pie junto a su escritorio, los recibió con una sonrisa que parecía demasiado bien ensayada. —Enrique, me alegra verte —dijo, extendiendo una mano hacia él. —Señor Ertorini, gracias por recibirnos. —Enrique estrechó la mano de su jefe y luego señaló a su hermana—. Ella es mi hermana, Estela. Estela se quedó mirándolo fijamente, con esa peculiar intensidad que convertía su "¡Miraaaaaaaar!" en algo casi tangible. Ertorini, desconcertado al principio, pronto notó la dirección de su mirada. —¿Quién es este viejo? —soltó Estela, señalándolo con insolencia e inocencia a partes iguales. —¡Estela! —exclamó Enrique, casi fuera de sí—. Perdón, señor Ertorini, fue una falta de respeto. Carlos Ertorini levantó una mano, restándole importancia al asunto. —No te preocupes, Enrique. Los niños suelen ser así. —Desvió su atención hacia Estela, inclinándose ligeramente para estar a su altura. Le extendió la mano, mostrando una amabilidad calculada—. ¿Cómo estás? Estela lo miró un momento antes de estrechar su mano con cierta timidez. —Bien —respondió. —¿Te gustaría beber algo? —preguntó Ertorini, enderezándose. —Sí, vale. —Estela asintió, juntando sus manos como si esperara que se cumpliera su deseo sin dilación. Ertorini caminó hacia el frigobar en una esquina de la oficina. Sacó un pequeño jugo envasado de buena calidad y lo colocó frente a ella. —Aquí tienes. Espero que te guste. Estela tomó el jugo, lo examinó con interés y, sin decir más, comenzó a beberlo. Entretanto, Enrique observaba la escena con una mezcla de nervios y curiosidad. Había algo en la forma en que Ertorini interactuaba con su hermana que lo inquietaba, aunque no lograba identificar exactamente qué. Ertorini, con un gesto que pretendía ser cálido, extendió el brazo hacia un área de la oficina donde había un par de sillones y una mesa de café bien decorada con revistas y un florero discreto. —Por favor, tomen asiento. Estela se apresuró a ocupar uno de los sillones, mientras Enrique se acomodaba con cautela al lado de ella. Carlos permaneció de pie un momento, como si evaluara cómo iniciar la conversación. Luego se sentó, cruzando las piernas con elegancia. —Enrique, la tecnología que encargaste está en su fase terminal —comenzó, dirigiéndose a su subordinado con una sonrisa contenida—. Me gustaría que tú fueras el primero en probarla cuando esté lista. —Será un honor, señor Ertorini. —Enrique asintió, aunque su tono denotaba más formalidad que entusiasmo—. ¿Qué tan avanzados están los prototipos? Carlos entrelazó los dedos, inclinándose hacia adelante. —Bastante, pero no tengo la certeza de que estos aparatos funcionen como se espera. Es un riesgo interesante, ¿no crees? Mientras hablaban, Estela había permanecido en silencio, hojeando una de las revistas de la mesa. Carlos no desaprovechó el momento para observarla de reojo, esperando a que lo mirara directamente. Cuando finalmente lo hizo, aprovechó su atención. —Dime, jovencita, ¿te gusta la tecnología? ¿Tienes curiosidad por saber de qué se tratan estos aparatos de los que hablamos? Estela cerró la revista, encogiéndose de hombros. —No. La tecnología es difícil. Prefiero leer. Enrique frunció el ceño, preocupado de que su hermana estuviera siendo demasiado franca, pero Ertorini sólo cambió la mirada, manteniendo su sonrisa. —¿Leer? —preguntó, inclinando ligeramente la cabeza—. Interesante. ¿Quién es tu autor favorito? —Morgenstaft. —La respuesta de Estela fue tan directa como siempre, aunque esta vez sus ojos brillaron con algo de emoción. Ertorini pareció realmente impresionado. —Tienes buen gusto. Morgenstaft es un gran autor de literatura gótica alemana. Su enfoque en lo paranormal es fascinante. Estela se enderezó un poco más en su asiento, sus manos descansando sobre sus rodillas. —¿Leíste su último libro? —preguntó, ahora con más entusiasmo—. Ese donde explica sobre los arraigos al mundo terrenal. Carlos asintió lentamente, como si estuviera recordando un pasaje particular del libro. —Por supuesto. Es una obra fascinante, especialmente cuando aborda las conexiones entre emociones humanas y presencias sobrenaturales. —¿Y leíste su primera obra? —preguntó Estela con interés genuino. —Sí, aunque ya han pasado muchos años. —Ertorini la miró con curiosidad—. ¿Tú lo has leído? Estela negó con la cabeza, su entusiasmo desinflándose un poco. —No, solo he leído sus dos últimas obras. No sé cómo conseguir los primeros títulos, ni siquiera con internet. Carlos se levantó con una sonrisa afable, dirigiéndose a una estantería repleta de libros. Sacó un ejemplar que parecía bastante antiguo y volvió a sentarse, sosteniéndolo con delicadeza. —¿Este te interesa? —preguntó, mostrando el libro de Morgenstaft. Estela asintió con la mirada fija en el ejemplar, sus ojos reflejando el deseo de tenerlo en sus manos. Carlos lo sostuvo un momento más antes de hablar. —¿Sabes? —dijo, fingiendo un tono melancólico—. La tecnología de la que hablábamos tiene que ver con la capacidad de ver fantasmas. Sería maravilloso contar con alguien que pudiera confirmar su efectividad. Lamentablemente, no he encontrado a nadie con esa habilidad. Estela, todavía mirando el libro, habló sin pensar. —Yo puedo ver fantasmas. Ertorini volvió su atención hacia ella con una expresión cuidadosamente diseñada, como si su tristeza diera paso a un ápice de esperanza. —¿Es verdad? —preguntó con un tono que mezclaba incredulidad y emoción. —Sí —confirmó ella, sin apartar la mirada del libro. Carlos se inclinó un poco hacia ella, su rostro suavizado con una expresión casi paternal. —¿Te gustaría ayudarme? —¿Cómo puedo ayudarte? —preguntó Estela, todavía curiosa por el contenido del libro. —Es fácil. —Carlos esbozó una sonrisa, adoptando un tono que casi sonaba amistoso—. Solo tendrías que confirmar si esta tecnología funciona. Dime, ¿en dónde podríamos empezar? Estela, aún absorta en la idea de leer el libro, respondió sin titubear. —Tengo una amiga que tiene fantasmas viviendo con ella. Carlos fingió una expresión de alegría, como si aquella respuesta hubiera curado su supuesta tristeza. Con un gesto casi afectuoso, le acarició la cabeza. —¿En verdad… harías eso por mí? —preguntó con suavidad como si fueran amigos. Acto seguido, extendió el libro hacia ella. —Toma, es para ti. Si me ayudas, puedo asegurarte que habrá más obras como esta que podrás disfrutar. Estela tomó el libro con las manos temblorosas, emocionada por tenerlo al fin. Mientras tanto, Enrique, que había permanecido en silencio todo el tiempo, observaba la escena con una expresión seria. En su mente, una frase resonaba con fuerza: "Eres un maldito." *** En la habitación del hospital, Rocío reposaba en su cama, con la mirada perdida en la luz tenue que se filtraba a través de las persianas. Catalina, de pie junto a un sillón cercano, se entretenía acomodando un pequeño florero que contenía lirios frescos. De repente, Rocío notó una figura que se materializaba lentamente en la esquina de la habitación. Era Hans quien regresó, con su porte serio, observándola con calma. Rocío hizo un ligero movimiento con la cabeza para saludarlo, mientras Hans devolvía el gesto con una inclinación discreta. —Catalina, ¿me acompañas al baño? —pidió Rocío con una voz que intentaba sonar natural. Catalina levantó la vista, sorprendida. —¿Necesitas ayuda? —Solo acompáñame, por favor. —Rocío sonrió con algo de urgencia. Catalina dejó el florero sobre la mesa y se acercó, pero justo cuando estaba por moverse, un estruendoso saludo resonó en la habitación. —¡Rocío! —Adebayo King apareció en la puerta con una sonrisa amplia y una energía abrumadora, como si el hospital fuera una simple sala de estar—. ¿Ya decidiste casarte con mi hijo? Catalina casi dejó caer el florero por el sobresalto, mientras Rocío lo miraba, primero incrédula, luego con una mezcla de fastidio y sorpresa. —Señor King... —dijo Rocío con un suspiro, intentando mantener la compostura—. Ya le he dicho que Jasón y yo no tenemos ese tipo de relación. Adebayo soltó una risa que retumbó en las paredes. —¡Claro, claro! Pero todavía estás a tiempo, niña. Si quieres, puedo llamarlo ahora mismo para que venga con anillo y todo. Rocío rodó los ojos, cruzando los brazos con paciencia limitada. —¿Qué lo trae por aquí? —preguntó, intentando cambiar el tema—. Más allá de saber que estoy hospitalizada. Adebayo dejó de reír, su expresión adquiriendo un matiz más serio, aunque sin perder del todo su tono burlesco. —Oh, sí que lo sabía. Por eso estoy aquí, para asegurarme de que andas bien y sin meterte en problemas. —¿Problemas? —Rocío cuestionó confusa. —Sí, problemas. —Adebayo se acercó unos pasos, señalándola con un dedo como si estuviera explicándole algo obvio—. Porque con todo lo que sé, puede que sea culpa de esa turba idiota... o de tus fantasmas. El corazón de Rocío se detuvo por un instante. —¿Qué...? —su voz apenas fue un susurro, y sus ojos se abrieron en una mezcla de sorpresa y alarma—. ¿Cómo cree usted sobre eso? Adebayo alzó una ceja, con una sonrisa que mezclaba complicidad y misterio. —Lo suficiente, mi niña, lo suficiente. —Se cruzó de brazos, observándola con una mirada penetrante—. Pero para eso, primero tenemos que hablar. Rocío no podía apartar la mirada de él. Las palabras de Adebayo se encendieron con seriedad e inquietud en su mente. Catalina, que había estado observando en silencio, alternaba su mirada entre ambos, confundida y curiosa que a su vez, Emilio, Hans e Israel se forman a modo de barrera defensiva. CONTINUARÁ ------->
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