—¿Cómo dice? —pregunto. —Me has oído —dice apretando la mandíbula—. Siento tener que decírtelo, pero no tienes voz ni voto en mi vida, y mucho menos en quién puedo ser amiga —le digo—. Ya lo resolveremos. Solo tengo que decirle que deje de ser tu amiga y hará exactamente lo que le diga. ¿Quieres saber por qué? Porque somos su familia y tú no eres nadie —me provoca—. Por favor. No tienes tanto poder y ella jamás haría eso solo porque tú lo digas, imbécil —le espeto. Estoy harta de él y de sus actitudes de cretino. ¿Quién se cree que es? —Por si lo has olvidado, soy el puto rey de este pueblo. Y cuando yo diga «¡Saltad!», saltáis todos sin rechistar —dice con una sonrisa burlona—. ¿Se supone que eso me asusta? —gruño. —Sí, porque pronto recibirás tu merecido —dice, haciendo una mueca—. Enton
