Capítulo 1: "Pirotecnia silenciosa".

2365 Palabras
Isabel, una joven de cabello castaño claro, ojos color café y cuerpo muy delgado, se hallaba sentada en el umbral de la casa de su mejor amiga y vecina, Umma. A ella le gustaba mucho echarse allí, ya que el porche estaba rodeado de plantas y flores que lo perfumaban, y decoraban sus paredes. Era extraño ver que algo natural crecía en el valle. Estaba anocheciendo, y las familias se encontraban reunidas para celebrar año nuevo. Isabel revisó su bolso, y tomó una cajita dorada y un encendedor. Luego sacó de la misma un cigarro, y lo prendió. Umma enarcó una ceja, y reprochó: —Pensé que fumabas cuando estabas deprimida. —Lo estoy —repuso Isabel, apretando los labios sobre la colilla del cigarrillo, succionando el humo y exhalándolo perezosamente—. Al esposo de mi mamá no le gusta que fume y a ella tampoco. De todas maneras, no me interesa su opinión. —A mí tampoco me gustan las fiestas. Isabel sabía que a su querida vecina no le gustaba pasar tiempo a solas con su mamá, su hermana menor y su tía. Encontraba las fiestas súper aburridas. Como la joven de cabello castaño no respondió, Umma agregó: —Sin embargo, creo que deberíamos ser más optimistas. Comienza un nuevo año, un nuevo siglo… Quién sabe lo que nos depara el futuro. Isabel puso cara de pócker. Sus ojos oscuros y no muy grandes, observaron el suelo fijamente. —Teóricamente, en el año 2101 comenzaría el nuevo siglo… es decir que aún faltan trescientos sesenta y cinco días. —Empieza esta noche, con la llegada del año 2100 —revoleó los ojos. Isabel movió los hombros en un gesto de indiferencia, y posó fijamente la vista en su cigarrillo mentolado. Se sentía muy frustrada. —Vamos, amiga… —Umma le propinó unas palmaditas cariñosas en la espalda—. Ánimos. No falta tanto para que seas mayor de edad, y ya no convivas con Damián. La muchacha no podía tolerar siquiera que mencionaran su nombre. Odiaba a su padrastro con toda su alma. No pudo evitar demostrar su desprecio al decir: —Esa lacra manipuladora para lo único que sirve es para vigilar a los muertos. No entiendo qué le ha visto mi madre. —Lo más gracioso es que los muertos no necesitan vigilancia —bromeó Umma, aunque su chiste no logró hacer reír a su amiga—. No pueden ir a ningún lado. Además, con la tecnología de hoy en día, no deberían dejar a una persona a cargo de un cementerio. Existen cámaras, alarmas, sensores de temperatura e incluso robots para ello. La labor humana en ese sitio es totalmente innecesaria… No aceptaba el hecho de que el marido de su madre fuera dueño de una funeraria y que, por ello, pasara noches enteras cuidando el “Cementerio del Valle”. Le parecía sumamente extraño ¿Estaría engañando a su esposa? Asimismo, volcaba sus frustraciones en su mamá, Soledad Martínez, en su hermano Juan Cruz y en ella. —Me falta un año para los dieciocho. Cuando los cumpla, me voy a ir a vivir con mi papá, aunque tenga que quedarme muchas horas sola en su departamento. No tolero más al marido de mi madre. Isabel quería mucho a su padre, Benjamín Medina. Él era un hombre honesto y agradable, aunque solía ser un poco serio y bastante aburrido. Jamás la había maltratado como lo hacía Damián, y siempre cumplía todos sus caprichos. Por ese motivo, Isabel poseía los últimos aparatos tecnológicos del siglo XXI, armas láser que servían para defensa personal e incluso bolígrafos de distintos colores que funcionaban como radares y detectores de distintos materiales. —¡Llevame con vos! Me aburriría demasiado en este barrio si no estuvieras aquí. —¡Claro! Si no podés vivir conmigo, prometo trabajar y ahorrar para que podamos mudarnos juntas. En ese instante, se oyó el sonido de una puerta abriéndose. Se trataba de la casa de al lado, donde vivía Isabel. La jovencita, inmediatamente apagó su cigarrillo y arrojó los restos debajo un arbusto. Umma le lanzó una mirada asesina, pero no hizo comentarios. Su cabello rubio ondulado se hallaba recogido en una coleta porque hacía calor, y sus piernas largas y esbeltas estaban estiradas, a modo de relajación. Sus ojos verdes miraban a su mejor amiga de soslayo: estaban analizando cada uno de sus gestos. Una mujer de ojos negros, cabello castaño y piel trigueña, se acercó hasta donde se encontraban las muchachas. Isabel la observó con indiferencia, como si se tratara de una desconocida. —Estuviste fumando, puedo oler el tabaco —reclamó su madre, mirándola con el entrecejo fruncido—. Es perjudicial para tu salud ¡Lo hemos hablado varias veces ya! —Damián también es perjudicial para la salud mental de la familia —replicó con resentimiento—, pero supongo que eso no importa. —¡No seas maleducada, Isabel! Umma tosió, para cortar un poco la tensión que había en el ambiente. Isabel la observó de reojo, conteniendo las ganas de reír. Por algún motivo, siempre que la regañaban le entraban deseos de soltar varias carcajadas. Ella amaba a Soledad, por supuesto. Le había dado la vida y su amor durante diecisiete años, pero no toleraba el hecho de que dejara que Damián le controlara la vida. Él no sólo maltrataba verbalmente a su esposa, sino también a sus hijastros. Éste le gritaba a Isabel, y Soledad no le decía absolutamente nada. El padrastro de los jóvenes Medina tenía dinero y le compraba a su esposa muchos objetos materiales, pero ésa no era una buena razón para tolerar su conducta machista y manipuladora, (sí: finales del siglo veintiuno, y aún había gente con pensamiento retrógrado). Desde que se había casado con él hacía dos años, la adolescente había comenzado a comportarse de forma arrogante a modo de auto-protección. —No pienso arruinar la víspera de año nuevo por tu conducta rebelde. Lo hablaremos después —soltó un largo suspiro, y luego de una pequeña pausa, agregó—: Necesitamos pirotecnia silenciosa. A Damián no le gustan los hologramas, las luces virtuales y esas cosas, ya sabes… Siente melancolía por lo antiguo. Yo olvidé de ir a comprarlas ayer porque estuve preparando la cena ¿Podrías ir vos? Él era diez años mayor que su madre, y había sido criado por sus padres (que lo habían adoptado cuando éstos tenían sesenta años), por lo cual siempre sentía melancolía por lo “pasado de moda”. Isabel detestaba tener que hacerle un favor a ese hombre, pero su madre le había pedido que no arruinara la celebración familiar. La adolescente asintió a regañadientes. Su madre agregó: —Andá aquí a la vuelta. Es un negocio nuevo, en donde venden de todo, no sólo pirotecnia. Está frente a la plaza del Valle, lo van a ubicar enseguida. Está muy iluminado. Comprá la pirotecnia silenciosa más brillante por favor. —Bien. Ahí vengo. Soledad se retiró. Isabel se volvió hacia su amiga, y le suplicó: —Acompañame, no quiero ir sola —a pesar de que no era una jovencita temerosa, prefería la compañía de alguien durante la noche. —Claro. Mientras caminaban, Isabel confesó: —No sé qué tendrá que ver lo que te voy a decir, pero hubiera preferido nacer en el año 2000, así estaría muerta y no tendría que pasar por esto otra vez. Bueno, o sería muy vieja y viviría en un asilo, y no con Damián. —Isa —Umma le tocó el hombro cariñosamente—. Son sólo unas horas. La celebración terminará pronto. La adolescente se sentía muy amargada. Negó con la cabeza y susurró: —No es sólo esta noche. La tortura es diaria. Mientras avanzaban por la cuadra, Isabel observaba las edificaciones. En el Valle, se mantenían en pie muchos edificios del siglo pasado. También había muchas edificaciones hechas completamente de cristal brillante e indestructible, que eran una maravilla para la vista humana: estaban decoradas con luces y hologramas muy llamativos. La mayoría de los vehículos utilizaban energía solar, eran súper veloces y contaban con cientos de accesorios. La calle era de un material similar al cemento, pero menos poroso y más limpio. —Tendríamos que ir a esos lugares en donde experimentan con células para hacer clones. A lo mejor tenemos suerte, y conseguimos un doble que haga las tareas por nosotras —comentó Umma. —Pocos han tenido éxito, pero esperemos que en la próxima década logren clones adultos idénticos —replicó Isabel, y agregó—: De todos modos, mi clon se escaparía el mismo día de su llegada. Ya sabes, si es exactamente igual a mí, no soportará a Damián y mucho menos hacerse cargo de los quehaceres domésticos. —Puede que tengas razón —observó Umma—. Mi clon no congeniaría con mi hermanita, que es un diablillo de nueve años. Se arrancarían los pelos entre ellas. Apenas doblaron en la esquina, vieron enseguida que había un negocio iluminado, que se encontraba repleto de gente. A pesar de que muchas de las costumbres de la nación habían cambiado a lo largo del último siglo, algo que permanecía inmutable era que las personas seguían haciendo sus mandados a último minuto. Isabel no era una chica muy paciente, no sería capaz de esperar mucho tiempo encerrada en aquel lugar, y mucho menos para conseguirle pirotecnia a Damián. —Ni loca me meto ahí adentro. Me voy a morir por falta de aire —comentó la muchacha de cabello castaño. Era muy claustrofóbica. —No exageres. No quiero que te castiguen por no hacer lo que te dicen, así que vamos. —Si tenemos que esperar más de quince minutos, nos volvemos y les decimos que se había acabado el stock. —Podrías comprarle otra cosa —Umma revoleó los ojos—, pero hacé lo que quieras. Es tu vida. Entraron al negocio, a través de la puerta giratoria de vidrio. Había de todo: un quiosco a la izquierda con las mejores golosinas de la actualidad, un puesto de artesanías tecnológicas a la derecha, juguetes digitales en el fondo y pirotecnia silenciosa, adelante suyo. El sitio estaba muy bien iluminado, y era mucho más grande de lo que parecía. La gran mayoría de las personas se hallaba haciendo fila para comprar luces virtuales y hologramas. —Al único idiota que se le ocurre comprar fueguitos es a Damián —masculló. —¿Podés dejar de quejarte de él? Creo que, por tu culpa, voy a terminar soñando con su funeraria. Isabel soltó unas risitas. Amaba a su mejor amiga con todo su corazón. Siempre la hacía sentir mejor, incluso en sus peores días. Ellas se acercaron a un mostrador donde sólo una mujer fortachona de cabello rojo estaba comprando unas bengalas. Se colocaron detrás de la señora, para esperar su turno. Isabel observó fijamente el dorso de la tarjeta digital de su madre. Realmente la deprimían las fiestas, los nuevos años. Para ella, significaba un año más sintiéndose sola, un año más junto a Damián, un año más viviendo su monótona y deprimente rutina. De repente, recibió una palmadita en el brazo que la desconectó de sus pensamientos sombríos. —¡Mirá qué lindo que es ese chico! —señaló a un muchacho rubio, alto y robusto que estaba atendiendo a los clientes. Su cabello era platinado casi blanco y su piel estaba bronceada. Sus ojos eran celestes como el cielo, con pestañas largas y arqueadas. Sus rasgos eran angulares y muy masculinos. Quizá tenía dieciocho o diecinueve años. —Sí, es lindo —replicó con indiferencia. —¡Es precioso! ¡No podés decir que no! —No estoy de humor para estas cosas, Umma. En ese momento, les llegó su turno. El chico de cabellos platinado les esbozó una enorme sonrisa. —Señoritas —sus ojos celestes se clavaron fijamente en Isabel. Ella no pudo evitar sentirse un poco incómoda— ¿En qué puedo servirles? —Necesitamos la lluvia de colores más costosa y de mejor calidad. También unos arcoíris falsos —comentó Umma, guiñándole un ojo a su amiga. —Muy bien. Les alcanzaré sus productos de inmediato. Pegó media vuelta y se alejó para buscar la mercancía. A Isabel no le gustaban esos chicos que se creían los más sexys del mundo. Umma se veía encantada, pero ella no. No le había parecido simpático siquiera. Un minuto más tarde, un adolescente alto, de tez trigueña, ojos verdes y con el cabello oscuro recogido con rastas, se les acercó para preguntar si estaban atendidas. Isabel no pudo responder, fue Umma quien tuvo que decir que sí. Se había quedado completamente atónita. Su estilo desprolijo, sus camisetas escotadas, sus collares de madera, sus pulseras de hilo y sus anillos con calaveras. Era muy llamativo ¡Nadie se vestía así para finales del siglo veintiuno! La forma de ángulo de noventa grados en la que acababa su mandíbula, su nariz bien formada y sus labios carnosos. Él sí que le parecía atractivo. —Aquí tienen, muchachas —el joven rubio les entregó una caja—. Son cincuenta mil pesos. Isabel le entregó la tarjeta de su madre para pagar (en realidad, el dinero era de Damián). Una vez listo, el chico se la devolvió. —Gracias por su compra. Ellas pegaron media vuelta y salieron del negocio, cargando el producto en sus brazos. Isabel se sentía extraña, no sabía por qué le había llamado tanto la atención el joven de rastas. No era atracción física, simplemente le parecía familiar. —Me gustaría saber en qué te quedaste pensando —musitó Umma. —En nada —mintió. Isabel permaneció en silencio el resto del camino, cargando la pesada caja con sus débiles fuerzas. Por suerte, el negocio se encontraba a una cuadra y media de su vivienda. A pesar de que era verano, no hacía calor porque había llovido. Entonces no estaba sudando al trasladar la pirotecnia. Una vez en la puerta de su vivienda, las chicas se despidieron. Era tarde, y cada una debía estar con su familia. Sabían que les esperaban unas veladas desastrosas. 
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