Capítulo 2: "Año nuevo".

2916 Palabras
Isabel tanteó sus bolsillos antes de colocar la clave y se dio cuenta que no tenía la tarjeta. Honestamente, le daba igual haber perdido el artefacto de pago digital. Además, aquello le daba una excusa para volver otro día al negocio, y ver nuevamente al chico de las rastas largas, que le había llamado la atención. Apenas ingresó, un hombre elegante, que aún no alcanzaba la mediana edad se le acercó, quitándole la pirotecnia bruscamente de las manos. Ella lo fulminó con la mirada, lo cual él encontró gracioso: —¿Algún problema, Isabel? La joven no entendía qué le había visto su madre, honestamente. Su mueca burlona era desagradable ¿Habría fingido ser encantador al principio de su relación? Probablemente. —Ninguno. Tu producto costó cincuenta mil pesos —replicó, y se marchó hacia el cuarto de su hermano menor. Atravesó el pasillo a gran velocidad, y marcó la clave en la puerta de la habitación de Juan Cruz. En esos años, ya no se golpeaban más las puertas ni se pedía permiso para ingresar al cuarto de alguien más. La humanidad respiraba gracias a la tecnología y a los avances científicos, y las personas debían adaptarse a esos cambios. Apenas ingresó, vio que el jovencito estaba tirado en su cama, mirando hacia el techo fijamente. Sus ojos estaban rojos, y tenía unas enormes ojeras. Ella se acercó cautelosamente. —¿Estás bien? —El cielo se está cayendo… Desearía que me aplastara. Quiero sentir las nubes… —¿De qué estás hablando? —colocó la mano sobre su frente para chequear su temperatura, y se dio cuenta que no tenía fiebre. Quizá estaba usando alguna especie de metáfora, pensó ella, ya que su hermano siempre hablaba extraño. Al cabo de un rato, Juan Cruz musitó: —No quiero estar acá, Isabel. Quiero irme con papá. Vos tenés suerte, te falta menos de un año para ser independiente y elegir lo que querés hacer con tu vida, pero a mí me faltan tres. No sé qué voy a hacer cuando te vayas. Debería haber sido claro desde un principio ¡Ella había creído que estaba delirando! —Te venís conmigo ¡Jamás te dejaría solo! Juan Cruz sonrió. Hizo espacio en su cama, y le dio unas palmaditas al acolchado, para que ella se acostara a su lado. La muchacha se echó justo donde él se lo había pedido, y se apoyó en su hombro. Su hermano era alrededor de treinta centímetros más alto que ella, había salido larguirucho como su padre. En cambio, Isabel era menuda como su madre. Dialogaron de diferentes temas: de las fiestas, de sus planes a futuro y de la cena. —Solemos hablar mucho cuando ambos estamos deprimidos —observó Juan Cruz. —Es cierto ¿Por qué lo hacemos? —Para sentirnos menos desdichados, supongo. —Puede que tengas razón —suspiró la muchacha, y desvió la mirada hacia la pared digital de su hermano. Funcionaba como computadora, televisor, localizador de personas, tenía acceso a internet e incluso a programas y sitios privados que casi nadie conocía. Era muy costosa, se la había instalado su papá en su último cumpleaños. De pronto, recordó al joven de las rastas. Miró a su hermano, y notó que tenían el mismo color de cabello y tono de piel. —El negocio de pirotecnia es atendido por varios adolescentes. Uno de ellos usa rastas —sabía que así captaría la atención de su hermano. —Mamá no me dejó hacérmelas. Dice que es una moda callejera del siglo pasado —se encogió de hombros. —Creo que tiene que ver con algo relacionado con la identidad. Cada uno debería ser libre de elegir su aspecto físico. —Tratá de convencerla a mamá de eso —bufó. Se quedó pensativo unos instantes, y agregó—: lo peor es que, desde que está con Damián, tiene menos personalidad que antes. No entiendo por qué permitió que ese tipo invadiera nuestra familia ¡Me vuelve loco! En ese instante, ingresó al cuarto de Juan Cruz una pareja. Soledad Martínez y Damián Bustamante. Sus semblantes reflejaban felicidad, como si estuvieran contentos de que comenzaran un año nuevo estando casados. A Isabel le repugnaba verlos juntos. —Soledad ¿Por qué permitís que tus hijos sean tan holgazanes? —preguntó el padrastro de los hermanos Medina. Isabel estaba punto de gruñirle, pero le hizo un gesto para que se quedara callada. La muchacha se limitó a bufar. —Chicos, por favor ¿No me ayudarían a preparar la mesa para la cena? La convivencia era una tortura culpa del Señor Bustamante, dueño de la funeraria más importante del Valle y la zona, y cuidador de un extraño cementerio a las afueras de la ciudad. Él hacía que su hogar fuera un campo de batalla todos los días. Sin embargo, estaban en vísperas de año nuevo, y debían ayudar a su madre en cuanto pudieran. No era un buen momento para discutir. Salieron del cuarto de Juan Cruz arrastrando los pies, y se dirigieron hacia el comedor. —¿Va a venir tu mamá a cenar esta noche? —le preguntó Soledad a su esposo, mientras sus hijos terminaban de acomodar los platos. —Sí, pero debo ir yo a buscarla. Es una mujer mayor, ya sabes. —Por supuesto, querido. —Ay sí, soy tan bondadoso —se burló Isabel en voz baja. Juan Cruz fue el único que la oyó. Tuvo que contener la risa mientras colocaba los cubiertos sobre la mesa. Soledad ya había preparado las pizzas caseras, y la mayonesa, pero aún faltaba terminar con la carne asada (que había una máquina encargándose de ello). La madre de los jóvenes Medina se ocupó del resto de las tareas (probablemente, quería alejarse del clima tenso que reinaba cuando sus hijos y su esposo se encontraban en la misma habitación). Damián atravesó la puerta principal rápidamente, y se fue a buscar a su madre. —Aprovechemos para ver un rato de televisión —sugirió Isabel—. Cuando venga la viuda Bustamante, las cosas se van a poner mucho más densas. Quiero terminar relativamente bien el año. Juan Cruz apretó un botón en la pared, y apareció una pantalla brillante. Marcó unos dígitos sobre la misma y enseguida apareció su canal favorito. Tanto Isabel como su hermano, amaban los programas que mostraban las nuevas tendencias tecnológicas o científicas. Era importante estar informado para poder integrarse mejor a la sociedad y emplear correctamente las herramientas digitales. Había un hombre de mediana edad que estaba explicando los fenómenos ocurridos en ciertos bebés hacía un poco más de una década y media. Ambos jóvenes se vieron completamente atraídos hacia la temática. —Las personas de hoy en día no están muy informadas sobre lo que la alteración genética puede llegar a provocar en un ser humano. Por alguna extraña razón, la cuestión de las mutaciones sigue siendo “tabú”. Muchas madres han prestado a sus niños para experimentos científicos, confiando en las ciencias actuales y les han causado daños irreparables. Sin embargo, nadie habla de ello… —¡Juan Cruz! ¡Vení a darme una mano! —exclamó la esposa de Bustamante. Los jóvenes refunfuñaron ¡Les había interrumpido la mejor parte del programa! No importaba, lo podrían buscar luego por la web. Juan Cruz fue a ayudar a su madre. Isabel se quedó sola en la cocina, acompañada únicamente por el sonido de la televisión. —Ellos son diferentes, pero nacieron seres humanos igual que todos nosotros. No hay que discriminarlos. La joven refunfuñó. Se había perdido la parte más importante ¿Qué les había ocurrido a esos niñitos? ¿Qué clase de mutación les habían hecho? ¿Se seguían haciendo esos experimentos? Después averiguaría por internet, si se acordaba de hacerlo. El científico enseguida cambió de tema, y comenzó a hablar de los clones. Isabel ya estaba cansada, recordaba que para su clase de biología tuvo que exponer un video sobre células idénticas. —Isabel ¿Podrías condimentar las ensaladas, por favor? Hizo lo que Soledad le pidió. No pudo evitar pensar en qué malgastaba Bustamante su dinero, que no había sido capaz de comprar un robot que realizara ese tipo de tareas. Cuando ella terminó, se oyó que alguien ingresaba a la casa: Damián y su madre habían llegado. La desagradable mujer esbozó una sonrisa mecánica al ingresar. ‘Esto va a ser un desastre’, pensó Isabel. Cinco. Cuatro. Tres. Dos. Uno. —¡Feliz Año Nuevo! Damián, Herminia y Soledad alzaron las copas con champán y brindaron por el comienzo de una nueva vuelta al sol. Ya estaban en el año 2100, y mucha gente esperaba prosperidad y grandes mejoras en la vida cotidiana. Isabel intercambió un par de miradas suspicaces con su hermano. Estaban muy agotados de sus vidas vacías, monótonas y de aquella hipocresía. Habían tenido que fingir durante dos largas horas que toleraban las conversaciones superficiales de Damián y su madre. Tampoco habían comido mucho ¡Sus presencias les quitaban el apetito! Sin embargo, se vieron obligados a levantar las copas debido a la intensa mirada de Soledad. —Brindemos por el dos mil cien ¡Estaremos más unidos que nunca! Enseguida, salieron a la vereda. Luces virtuales, hologramas y fuegos artificiales iluminaban la estrellada noche de ese primero de enero (no eran ruidosos como la pirotecnia antigua, para no hacerle daño a los animales ni a los niños con capacidades diferentes). Damián encendió su “lluvia de colores”, y enseguida salieron disparados montones de fuegos artificiales. Isabel debía reconocer que eran muy lindos, que a esa altura de la vida en el planeta Tierra, se trataban de algo muy inusual. Isabel se acercó a su hermano. Él estaba mirando fijamente hacia el cielo, pero no en dirección a las luces virtuales o algo por el estilo. —¿En qué estás pensando? —le preguntó. —Que todavía faltan unos cuarenta minutos para que papá venga a buscarnos. Ya no soporto tanta hipocresía. Herminia lo único que hizo durante la cena fue hablar de las veces que viajó a Europa, de los cientos de hectáreas de campo que le dejó su marido al morir y esas cosas. Estoy harto. —Es cansador. Tampoco lo tolero… Pero por fortuna, nos tenemos uno al otro. Te quiero, hermanito. Feliz año. —Yo también, Isa. Feliz año. Soledad se acercó a sus hijos, con una sonrisa. A ella le encantaba que fueran tan unidos, y que siempre se apoyaran el uno al otro. Los abrazó y les susurró. —Feliz año nuevo, hijos. En ese instante, Umma se acercó a saludarlos también. —¡Feliz año! —exclamó. Parecía algo ebria, sino no estaría de buen humor. —Feliz año —le dijeron los hermanos Medina. En ese instante, un sonido extraño los interrumpió. Se oyó un ruido que provenía de detrás de los arbustos que estaban cerca del umbral de la vivienda de los Haro. Umma no pareció notarlo, pero Isabel, sí. Alguien se estaba escondiendo allí debajo ¿Acaso las estaban espiando? Nuevamente, las hojas de la planta se movieron. La muchacha de cabello castaño decidió investigar por su cuenta, y su mejor amiga la siguió. Era muy valiente, no le tenía miedo a ningún insecto o alimaña. Cuando levantó las ramas del mismo, soltó un gritito, y luego se sintió torpe por haberlo hecho. Se trataba de un joven de cabello rubio casi blanco, piel bronceada y rostro encantador. Lo identificó rápidamente: se trataba del empleado del local de pirotecnia. Las jóvenes retrocedieron con cautela, dejando espacio para que el muchacho saliera de su escondite. La luz de la luna iluminaba su físico escultural y las enormes cicatrices que tenía en los brazos. Vestía unas bermudas y un par de ojotas. Umma lo contemplaba con deleite. Isabel se vio obligada a admitir para sí misma que ese chico era atractivo. —Hola chicas —sonrió, y le tendió la mano a la joven Medina. Ella la tomó. El contacto fue tibio y suave—. Mi nombre es Ezequiel Acevedo. —Isabel Medina. Ella es Umma Haro. Le tendió la mano a la muchacha rubia. Ésta la estrechó con entusiasmo. —Se olvidaron esto —sacó de su bolsillo la tarjeta de Soledad, en cuyo dorso estaba escrito el domicilio de la dueña. —Muchas gracias, Ezequiel… —Isabel no pudo evitar pensar que ese chico era súper extraño—. ¿Por qué esperaste escondido? Podrías haber tocado timbre. —No fui capaz de interrumpir su velada familiar. —Pero… ¿Vos no celebraste año nuevo con tus seres queridos? —Umma se veía muy sorprendida. —No tengo familia —se encogió de hombros. Isabel sintió pena por el joven. —Lo lamento. El adolescente no le dio importancia al asunto. —¿Van a salir de fiesta esta noche? —No, no acostumbro a hacerlo en año nuevo —replicó Isabel—. ¿Vos? —Pensaba invitarlas a salir… pero veo que será inútil —hizo una pausa, y más tarde, agregó—: Isabel ¿No me darías tu número de contacto? Me gustaría que siguiéramos hablándonos. Isabel no tuvo tiempo de responder. —¡Claro que te lo dará! —intervino Umma. Ezequiel sonrió, y le entregó su móvil de última generación, a la chica rubia. Isabel se quedó completamente petrificada, como si le costara creer que aquello estaba pasando de verdad ¿Umma cediéndole a un muchacho? ¿Un chico sexy esperándola un par de horas para devolverle la tarjeta y conseguir su número de contacto? Se sintió halagada. —Gracias… Luego te escribo. Nos vemos —las saludó con la mano, y salió corriendo hacia la esquina, perdiéndose en la noche. Umma e Isabel dialogaron un rato sobre lo que había ocurrido, hasta que Juan Cruz llamó a su hermana. —Tengo que irme…Mi papá pasará a buscarnos dentro de un rato, y yo ni siquiera comí pan dulce con mi familia. Mi madre seguramente me preguntará por qué perdí tanto tiempo aquí afuera. No llegó a ver que conversábamos con Ezequiel. —Claro. Andá con tu familia ¡Nos veremos mañana! Isabel regresó a su casa, sintiéndose sorprendida y decepcionada al mismo tiempo. La aparición de Ezequiel la había dejado atónita, pero al mismo tiempo, le había frustrado la excusa perfecta para volver a ver al joven de rastas y ojos verdes. Samuel Aguilar no quiso realizar cierta misión esa noche: no lo utilizarían en año nuevo también. Él visitaba religiosamente a su madre cada primero de enero. La extrañaba con locura. “En marzo se cumplirán nueve años de que te has ido”, pensó amargamente. Era probable que fueran a por él por desobedecer, pero no le importó. Al salir del trabajo, robó una botella de cerveza de la heladera de su padre, y decidió echarse a andar perezosamente por el valle. Mientras caminaba, observaba aquellas casas cuyas ventanas estaban abiertas: familias grandes y felices celebrando un nuevo año. Reían y dialogaban animadamente. Había niños jugando con sus mayores y comiendo dulces. No pudo evitar sentirse completamente solo. Él únicamente “contaba” a su padre, quien lo torturaba física y emocionalmente. Había perdido a su madre. No tenía amigos —Salomé y Ezequiel eran “compañeros”, nada más—. Y cualquier ser viviente que se le acercara, correría peligro… como le había sucedido a su amada mascota, Pan. Samuel no era como cualquier humano común y corriente, y jamás lo sería. Habían marcado su destino desde que era un bebé. O incluso antes. Abrió la botella de cerveza. No era correcto que él bebiera sin supervisión de un adulto, ya que aún no había cumplido los dieciocho años, pero ¿Acaso importaba? Caminó durante un largo rato, hasta que alguien interrumpió sus pensamientos. —¿No sos algo jovencito para tomar todo eso solo? —le dijo una voz conocida. Luis estaba sentado en un asiento público. Se veía casi tan deprimido como él, y olía a hierbas. Sí, a esas hierbas. Samuel se sentó a su lado, y le compartió de la botella. —Voy camino al cementerio, como cada año nuevo —le comentó. —Lo imaginaba… pero no deberías atrasarte en tus misiones. Te castigarán por ello. —¿Por qué siempre te enterás de todo, si ni siquiera pertenecés a la sociedad? —le quitó el envase de vidrio y bebió un poco más de cerveza. Benicio Roldán, su difunto progenitor, había sido un íntimo socio del señor Aguilar. Quizás había obtenido información a través de él. —Tengo mis métodos —Luis le hizo un gesto para que le compartiera un sorbo de aquel brebaje con contenido alcohólico. El joven Roldán tenía un aspecto súper demacrado. No llegaba a los treinta años, pasaba la mayor parte de su tiempo drogado y vivía gracias a pensiones del Estado. Él también era huérfano, por lo cual, ambos podían empatizar con el dolor del otro. Bebieron en silencio, hasta que Sam decidió que ya era hora de irse. Necesitaba sollozar frente a la tumba de su madre, antes de que su padre o sus socios se lo impidieran. —Feliz año, Roldán —musitó, y empezó a alejarse perezosamente, dejándole la cerveza que le había sobrado. —Feliz año, Aguilar. Gracias por la bebida. Samuel lo saludó con la mano, y no volvió a mirar hacia atrás.
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