Capitulo I miradas desde las sombras
Perspectiva de Ayano:
Ploc. Ploc.
Las gotas de lluvia golpeaban el suelo del patio, otras se estrellaban contra los vidrios del salón, dejando rastros que se deformaban con el viento.
No sabía qué clase estábamos. Quizás literatura. O biología.
En realidad, tampoco importaba: el año escolar recién comenzaba, y mi mente siempre tardaba en adaptarse a... todo.
—¡Ayano Aishi!
Mi momento disociativo se quebró de golpe. La voz de la maestra retumbó en mis oídos. El salón entero se había girado para mirarme; sus ojos eran como agujas clavándose en mi piel.
—P-presenté —dije con torpeza.
Risas contenidas. Murmullos. El sonido familiar de una habitación donde yo nunca encajaba. No era buena socializando. No entendía esos gestos, esas miradas, esa facilidad con la que los demás parecían conectar entre sí. Desde pequeña, mi papa había llevado un registro obsesivo de mis... "faltas emocionales". Hospitales, especialistas, evaluaciones interminables.
Él buscaba una respuesta.
Mi madre, en cambio, parecía resignada.
"Mi amor, hazle un favor a tu padre y trata de sonreír. Que a este paso quedaremos pobres."
Lo dijo con una sonrisa suave mientras me sostenía del hombro con tanta fuerza que dolió.
No sé qué me marcó más: sus palabras o ese dolor.
Pero desde ese día, aprendí a fingir. Una sonrisa para mi padre. Un "sí, estoy bien" para los doctores. Un "entiendo" para sentimientos que no entendía.
Y funcionó.
O al menos, él dejó de buscar respuestas.
La amistad, el cariño, todo eso seguía siendo un concepto extraño... excepto por una persona. La única que había logrado acercarme a algo parecido a un sentimiento: Osano.
Nuestros nuevos vecinos.
Una familia cálida, ruidosa, con un hijo pelirrojo que nunca se callaba.
—¡Ayano! ¡Sal, vamos al parque! ¡Mamá hizo galletas!
Qué molesto era. Tan persistente.
Aun así... su presencia se volvió rutina.
Molesta, sí, pero constante.
Él me jalaba el cabello, yo lo empujaba. Siempre había ruido cuando él estaba cerca. Un ruido que, con el tiempo, aprendí a reconocer... y a extrañar cuando no estaba.
Un día, su padre enfermó de gravedad. Y sus padres tuvieron que viajar urgentemente a Estados Unidos. Y él se quedó con sus abuelos.
Pero seguía viniendo a jugar conmigo. Incluso más tranquilo que antes. Más cuidadoso.
Hasta que un día...
—Ayano... Me iré a Estados Unidos también.
Lo dijo mientras hacía girar una ficha de Monopoly entre sus dedos.
El aire se detuvo.
—¿Tienes que irte también? ¿Por qué? —pregunté. Buscaba una solución. Cualquier solución. Podía esconderlo en mi armario. Podía decirle a mamá que lo adoptáramos. Algo.
—El problema de mi papá empeoró... y mamá quiere que esté allá mientras se soluciona.
Su voz se quebraba con cada palabra.
No entendía por qué lloraba.
Solo entendía que algo en mi pecho se apretó cuando lo vi así.
—No quiero alejarme de ti —sollozó.
Y entonces lo sentí:
una explosión pequeña, tibia, ascendiendo desde mi estómago, aferrándose a mi corazón.
Sin pensarlo, lo abracé. Mis brazos se cerraron a su alrededor.
—Te voy a esperar, Osano. No importa cuánto tardes.
Él lloró más fuerte... y entre el llanto dijo tonterías infantiles:
—Volveré y me casaré contigo, tonta. Y tendremos doce hijos...
Mi padre abrió la puerta en ese momento. Nos encontró llorando a ambos.
Supongo que no fue una escena agradable de ver.
Una semana después, Osano se fue.
Le regalé un pequeño moño anaranjado con bolitas blancas.
Nunca conseguí otro igual. y tampoco hice otro amigo.
Y ese sentimiento quedó atrapado en el recuerdo, intacto desde hace once años.
—Ayano... Ayano... ¡AYANO!
Parpadeé.
—Ah... sí. ¿Qué pasó?
—Ya terminó la clase. Nos toca limpiar la azotea.
—Ah, cierto. Gracias. Ya subo.
La chica se fue.
El sol empezó a abrirse paso entre las nubes y un arcoíris se reflejaba en la ventana.
Es viernes, pensé. Dormiré todo el fin de semana.
Tomé mis materiales de limpieza y salí del salón.
Pero al girar la esquina...
Me choqué con alguien. Y repentinamente ya estaba en el suelo.
—Lo siento, no te vi —dijo una voz calmada.
Miré hacia arriba.
Taro Yamada.
El chico tranquilo que siempre leía en la fuente.
Algunas chicas lo encontraban atractivo. Yo nunca lo había observado tanto como para opinar.
Él me ofreció su mano. No la tomé de inmediato.
Había algo extraño en cómo me miraba: demasiado directo. Demasiado... enfocado.
—¿Ayano, verdad?
—Sí. Disculpa... iba distraída.
Me incorporé y recogí mi esponja caída, pero él se agachó a la vez.
—Creo que esto es tuyo.
Me la entregó con una sonrisa muy pequeña.
Una sonrisa que duró apenas un segundo... pero dejó una sensación rara en el aire.
—Gracias —murmuré.
—Ah, qué descortés de mi parte.
Soy Taro Yamada, clase 3-2.
Asentí.
No sabía qué más decir.
Él tampoco se movió.Solo me miraba.
—Bueno... —me aparté un poco—, debo ir a la azotea.
Taro dio un paso al lado, dejándome pasar.
Pero incluso mientras subía las escaleras, sentía su mirada detrás de mí.
Giré una vez, por instinto. Él seguía ahí. No sabía por qué, pero un escalofrío me recorrió la columna.
Mientras caminaba hacia las escaleras, aún sentía la mirada de Taro en mi nuca, como un hilo invisible que tiraba de mí aunque intentara alejarme.
No sabía por qué me incomodaba... o tal vez sí, pero no tenía las palabras correctas para explicarlo.
Justo cuando iba a subir el primer escalón, una sombra se interpuso en mi camino.
Era él.
Taro.
Había avanzado sin hacer ruido, como si se hubiese deslizado entre los estudiantes.
—Ayano, espera... —su voz sonó más baja que antes, como si quisiera que nadie más lo oyera.
Me detuve.
—¿Sí? —pregunté, sujetando la esponja contra mi pecho.
Taro inclinó un poco la cabeza, observando mis manos, luego mis ojos, luego mi falda... como si tomara notas sobre mí.
—Solo quería asegurarme de que estás bien. Parecías distraída en clase —dijo.
¿Parecía? Ni siquiera estaba en su curso.
Lo miré un momento, tratando de analizar su expresión, pero su rostro se mantenía suave, tranquilo.
—Estoy bien. Solo... cansada —respondí.
Taro dio un paso más cerca. Su proximidad hizo que mi espalda tocara la baranda.
—Me alegra escucharlo —susurró—.
Él no rompía el contacto visual.
—Tengo que ir a limpiar —dije al fin, bajando la mirada.
Él sonrió otra vez.
Una sonrisa pequeña, tensa... como si estuviera conteniéndose.
—Entonces te veré luego —aseguró.
No entendía muy bien.
Solo sé que sentí un pequeño escalofrío que me subió por la espalda mientras subía los escalones.
La puerta chirrió cuando la abrí.
El viento golpeó mi rostro, trayendo el olor del agua que aún se evaporaba del suelo.
La azotea estaba parcialmente mojada y llena de cubetas esparcidas por los equipos de limpieza.
—Oh, Ayano —escuché.
Era Budo Masuta.
Se encontraba de pie cerca de la baranda, sosteniendo un balde y una escoba. Su postura recta, su expresión segura... era diferente al resto de los chicos. Más firme, más cálido.
—Pensé que no vendrías —sonrió.
—Estaba en el pasillo
—¿Todo bien? Te ves un poco... ¿agitada? —preguntó, inclinándose apenas hacia mí.
Agitada. ¿Así me veía? Budo rió suavemente.
—No soy bueno leyendo a las personas, pero... contigo es un poco diferente.
No supe qué responder. ¿Era un cumplido?¿Una observación?¿Algo más?
Empezamos a limpiar juntos. Él se movía con energía, pero también me hablaba con un tono suave.
—Eres interesante, Ayano. Me gustaría conocerte mejor.
No sabía qué sentir.
Como si una parte de mí intentara comprender sus palabras.
Al levantar la mirada, algo me estremeció.
Miré hacia la escalera de acceso a la azotea.
La sombra de una figura se retiró de inmediato, como si hubiese estado allí... observando.
Mis dedos se aflojaron involuntariamente sobre la esponja.
—¿Ayano? —preguntó Budo, acercándose—. ¿Pasa algo?
Negué.
—No... solo pensé que alguien estaba allí.
Budo revisó por curiosidad, pero no encontró a nadie. Pero sé que no imaginé esa sensación, esa presión en mi nuca.
Terminamos de limpiar, Budo se despidió de mi para ir con su club, lo había conocido cuando paseaba por los clubs un día normal, se acerco a hablarme y proponerme ser parte de su club, aunque lo rechace el fue persistente, y terminamos siendo conocidos.
Terminé guardando mis cosas en mi casillero. El sonido del metal al cerrarse resonó más fuerte de lo normal. Caminé afuera del colegio, dejando que mis pasos siguieran el camino automático hacia casa.
El cielo estaba rosa por el atardecer y el viento arrastraba pétalos desde algún árbol cercano. Cuando doblé la esquina cercana a mi barrio, vi una silueta frente a mí. Se me detuvo el corazón un instante.
Cabello rojo, chaqueta ligera, de espaldas y... un moño anaranjado con bolitas blancas. Ese moño. Mi moño.
Mi voz salió baja, casi inaudible:
—...¿O... sa... no?
La figura giró lentamente. Y ahí estaba.
Osano Najimi.
Más alto. Más expresivo. Con lágrimas acumulándose en los ojos antes de decir siquiera una palabra.
—Ayano...
Y todo lo que había sentido hacía once años, esa explosión tibia, ese calor en mi pecho, habían vuelto de la nada.