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Alexander (Primera parte)
—¡Hey, Alex! Esta noche tenemos fiesta en casa de Meg, ¿te apuntas?
—Claro que sí, dime la hora y allí estaré; las fiestas de Meg son inigualables —contesté a mi amigo y compañero de la universidad, Brandon.
Hemos vuelto a la universidad para realizar un máster en Administración de Empresas; sabemos que tarde o temprano tendremos que coger las riendas de los negocios familiares. Yo ya he empezado a ayudar a mis padres. Hibrand Brouwer e Ivana Ivanov son los dueños de una de las plantaciones de tulipanes más grandes de Ámsterdam, la cual algún día pasará a mis manos. Solo espero que ese día aún esté muy lejano.
—Creo que también irá Roos —informó Brandon, dubitativo, mientras se rascaba la barbilla.
Cuando escuché ese nombre, una extraña sensación me recorrió el estómago.
–Roos y yo no tenemos nada. De hecho, nunca lo hemos tenido. Es una niña muy pesada; lo único que nos une es el lazo que existe entre nuestras familias, nada más –le respondí, aunque ni yo mismo me lo creía. Ella siempre ha rondado mi vida: primero niña, luego adolescente y ahora toda una mujer. ¡Y qué mujer!
—Claro, por eso cada vez que te digo que quiero acercarme a ella, me miras como si me quisieras matar —replicó Brandon con tono burlón.
—Hazlo, acércate; como es tan imbécil, quizá hasta te haga caso —le respondí molesto.
Siempre he tenido con ella una relación de amor/odio. Desde niños nunca nos hemos soportado. No puedo negar que aquella crisálida se ha transformado en una hermosa mariposa… pero una mariposa que prefiero tener lejos.
Aunque la distancia nunca ha sido impedimento para observarla y cuidarla de rufianes como mi amigo Brandon. Él es de mí misma edad, pertenece a una de las familias más importantes de Ámsterdam, pero es un cazador. Su lema es: “fóllalas y olvídalas”. Y por ese motivo, si puedo impedir que se acerque a Roos, lo haré. Quizá ella nunca me lo agradezca, pero no me importa; lo hago por sus padres. O… eso quiero creer. Su madre siempre ha sido amiga de mi padre, desde los tiempos de estudiantes.
Roos y yo hemos estudiado en la misma universidad, aunque en carreras y en periodos distintos. Hace un par de años que terminé, pero he vuelto para este máster con Brandon. Ella, en cambio, está en la etapa final de diseño.
—Tú eres como el perro del hortelano: ni comes ni dejas comer. —infirió Brandon, mirándome con suspicacia.
También lo observé. Sé desde hace tiempo que Roos le gusta, pero siempre dice que cada vez que lo intenta, yo aparezco en medio. Y aunque hace tiempo que casi ni hablo con ella —quizá un saludo en el pasillo o unas palabras en cenas familiares—, de alguna manera siempre termino interponiéndome. Soy consciente de que debo parar; sé que no podré hacerlo siempre. Tengo que dejar de cuidarla, de pensar que…
—Ya te he dicho que lo intentes. No siempre voy a estar cuidándola; ella ya puede hacerlo sola —expresé en voz alta. Pero, cuando las palabras salieron de mi boca, sentí que solo lo había dicho mi boca, porque mi cuerpo no aceptaba ninguna de ellas.
—Entonces, esta noche la fiesta de Meg promete. Aprovecha, ella siempre ha estado enamorada de ti —me recordó Brandon.
Meg también es hija de otra familia de la alta sociedad de Ámsterdam. Estudia diseño junto con Roos, pero mientras Roos se esfuerza por terminar la carrera con el sacrificio de sus padres, Meg no se preocupa: para eso está “papito”, siempre dispuesto a cubrir sus gastos y volver a pagar las matrículas que sean necesarias.
Yo, en cambio, he estudiado duro para llegar a donde estoy. No porque mis padres me obligaran o porque faltara dinero, sino porque desde niño me inculcaron el valor del trabajo. Mi padre siempre dice que él nunca ha trabajado, porque todo lo que ha hecho lo hizo por amor: primero a mis abuelos, luego a mi madre, a mi hermana y a mí. “Cuando lo que haces te apasiona, no es trabajo”, suele repetir.
No sé si iré a la dichosa fiesta de Meg. Siempre acaban en un desmadre y con ella intentando meterse en mi bragueta. La verdad no sé por qué nunca me la he tirado… o sí lo sé: me molesta incluso su manera de hablar, de niña pija. Es de esas chicas que creen que todos a su alrededor están para servirle, y eso me repugna. Mi madre nos educó de forma diferente: nos enseñó que todos somos iguales y que nuestras acciones hablan por nosotros. Ni mi hermana Amina ni yo nos hemos creído jamás superiores a nadie.
—¡Alex, cariño! Te estaba buscando —saludó la susodicha con esa voz pija que parece salirle por la nariz.
La miré; no puedo negar que es guapa, pero no sé por qué cuando la tengo delante no siento nada. Al contrario que con ella… Sí, esa que caminaba por el pasillo opuesto, sin mirarme, y yo lo noto. Noto cuando no me mira.
—Esta noche vendrás a mi fiesta, ¿verdad? —preguntó Meg, interrumpiendo mis pensamientos mientras se plantaba delante, obligándome a desviar la mirada de mi verdadero punto de interés.
–Creo que sí, Meg. ¡Gracias por la invitación! –contesté cortés, intentando avanzar hacia el pasillo donde había desaparecido ella, si ella; Ross.
—No tienes nada que agradecer. Mis fiestas son las mejores de Ámsterdam y lo sabes –dijo muy segura, pasando una mano por mi pecho —. Ahora debo irme, aún me faltan invitados.
—Nos vemos esta noche —me despedí, aliviado.
Avancé hasta el pasillo. Al llegar al final la vi conversando con Brandon. Me quedé observando, intentando controlar ese impulso de ir y partirle la cara a mi amigo. Deseaba que dejara de mirarlo y volviera a mirarme como lo hacía antes… como siempre lo hacía, recordé…
—Mamá, quiero subir a jugar con Alex —pidió una chiquilla de unos siete años.
Recuerdo que la observé desde la escalera. No quería que subiera a mi habitación, porque siempre que lo hacía desordenaba todo y luego mi madre se enfadaba conmigo. Al final me tocaba recoger solo, sin la ayuda de Drika.
—Déjala que suba –dijo mi madre a Liz, la madre de la niña más pesada del planeta.
—Anda, ve, pero no hagas enfadar a Alex. Mira que siempre que venimos la lías —le advirtió su madre.
Roos subió las escaleras a toda velocidad. Yo corrí a mi habitación y me planté frente a la puerta, decidido a proteger mis cosas… y mi paciencia.
—Alex, ¿podemos jugar? Tu madre me dijo que podía subir, así que no te enfades –pidió acercándose con cautela y plantándome un beso asqueroso en la mejilla.
—¡Que no me beses! No me gusta que me besen y menos tú —protesté enfadado.
Roos se apartó y me miró con los ojos a punto de llorar. En cualquier momento empezaría a chillar, mi madre subiría a regañarme y me recordaría que no es de caballeros hacer llorar a una niña. Luego yo me sentiría culpable…
—Mira, no llores. A cambio te presto uno de mis juguetes. ¿Cuál prefieres? —le ofrecí, inseguro.
—Ese. —dijo, señalando el que más me gustaba.
De inmediato su cara se iluminó de alegría. Y luego dicen que las mujeres no tienen mañas… ¿A dónde habían ido a parar esas lágrimas? —me pregunté mientras le entregaba mi juguete, aún inseguro.
—¿No puedes escoger otro? Mira que tengo varios…
—–No, quiero este –respondió con picardía, con lágrimas amagando de nuevo en sus ojos.
Y así fue siempre, me acostumbré tanto a su presencia, que muchas veces la extrañaba cuando no iba a casa, me costaba reconocerlo, pero fue así, de hecho, seguía extrañando todo aquello. Cuando no quería que hiciera su santa voluntad en mi cuarto se enfadaba y empezaba a llorar, cuando me daba pena de verla llorar o pensaba que mi madre podía venir a reprocharme le dejaba lo que ella quisiera y de repente su carita era como un día soleado, las lágrimas se habían esfumado como por arte de magia.
Me quedaba observando cómo le sonreía a Brandon, era la misma sonrisa que tenía para mí cuando quería conseguir algo, solo que en aquel tiempo éramos tan solo unos niños, ahora éramos dos adultos que, por los estudios, los años o lo que haya sido, nos habíamos alejado. Yo era un chico de veintiocho años y ella una hermosa mujer de veinticuatro, una mujer que ya no me pedía entrar a mi cuarto, ni hacerse con mis cosas, tampoco manipularme con lágrimas para conseguir su objetivo, ahora solo era Roos Sprenger, la chica universitaria, hija de Jelle Sprenger, un simple trabajador de la estación central, y de Licelot Gerdot, amiga y secretaria de mi padre de toda la vida.
No sabía lo que estaba haciendo, podía ser que solo quisiera alejarla de personas como Brandon, podía ser que solo fuera un cabrón y no quisiera que ella riera ni manipulara a nadie más que no fuera yo, podía que…
—Brandon, debemos irnos, ya empieza la otra clase —le recordé a mi amigo ignorándola a ella.
—¡Hola, Alex! Yo estoy muy bien, ¡gracias! —saludó Roos con burla contenida.
—¡Hola! —respondí sin mirarla, o eso era lo que le hice creer—. ¿Nos vamos, Brandon?
—Sí, entonces te veo esta noche en la fiesta de Meg —dijo el muy cabrón dirigiéndose a ella con petulancia.
—Sí, creo que sí, hasta esta noche, Brandon, ¡adiós, señor Brouwer! —se despidió dirigiéndose a mí, a lo que yo me quedé viéndola con cara de circunstancias.
—El señor Brouwer es mi padre —aclaré. Ella no contestó, solo me miró con burla y por unos segundos, solo quería que esa burla se convirtiera en esa risa de día soleado que tenía cuando lograba su propósito conmigo y mis juguetes. ¿Qué cojones estás pensando, Alex? ¿De repente te está entrando la nostalgia? Si cuando estaba pululando por tu casa siempre rogabas que creciera para dejar de verla, ahora que ya casi no la veías, ¿estás pensando en ella? ¿A ti quién te entiende?
—Conciencia de mierda —me dije siguiendo a Brandon a una de las aulas donde se estaba desarrollando el Máster. Quería mirar atrás, quería ver si me estaba mirando, porque sentía una enorme picazón en la espalda, pero no lo hice, mi orgullo era superior. Esa noche debía prepararme para los ataques de Meg y… para cuidar de ella… como siempre… desde lejos, y de repente solo quería que ese día terminara ya.
—Con el pasar de los años debo reconocer que Roos se pone más rompedora —suspiró Brandon caminando a mi lado. Yo giré la cabeza para mirarlo. «Con el pasar de los años estoy listo para romperte la crisma, Brandon Roosevelt». Era solo un pensamiento, pero las ganas estaban para rompérsela a él y a cualquiera a quien ella mirara como me miraba a mí.
«Eres un puto cobarde, Alexander Brouwer, eres justamente lo que te dijo Brandon hace un momento: el puto perro del hortelano» —pensé mientras rebuscaba las palabras para contestarle a mi amigo.
—Yo la veo igual, tú como siempre exagerando —contesté mirándolo—. Bueno… yo es que la conozco de toda la vida y no me ando fijando en esas cosas —terminé la frase muy despacio.
—Tú siempre has estado ciego, o eres un puto cobarde. Esa chica es hermosa, con esos ojos azules que llenan su cara.
Era verdad, Roos era guapísima, con el pasar de los años esa crisálida que luchaba por salir de su envoltura y hacerse notar se había convertido en una auténtica mariposa. Hacía algunos años que llevaba aparatos en la boca, fue por muy pocos meses, pero me acordaba muy bien…
—Tienes la boca llena de alambres, ¿cómo puedes ir con eso? —le pregunté un día que fue a casa a cenar con sus padres.
—Es que tengo los dientes un poco torcidos y mi madre dice que en unos cuantos meses los tendré bien.
—No se te ocurra darme uno de tus besos mojados en mi mejilla, te ves… —recordaba que iba a decir horrible, pero me arrepentí en el último momento, no fuera a ser que hiciera uno de sus dramas con lágrimas incluidas. Creo que por todas las que tuve que aguantar de ella nunca me gustó ver a una mujer llorar—. Diferente —terminé dando un giro a la frase.
—Pues que sepas que tu madre ha dicho a la mía que te iba a llevar a ver si a ti también te hacía falta, me imagino que se refería a los alambres.
—Ni loco me pongo eso —dije mirando cómo le cambió la cara, pero ella me había enseñado a ir dos pasos por delante—. Eso solo lo pueden usar las chicas… valientes —agregué y vi cómo sonrió, sí, así mismo como un día con sol.
—¿Me dejas ver tu cuaderno? Ese en donde escribes tus historias imaginarias —pidió con cara de pena.
—No, y no son imaginarias, son de verdad, así que déjame en paz y vete abajo con tu hermano —le pedí. Ella tenía un hermano menor, se llamaba Vandor. Yo en ese momento aún era hijo único, no sabía de la intención de mis padres para traer a mi hermana.
—Que sepas que eres un pesado, no sé cómo puedo ser tu amiga y pensar en ti —me dijo mientras cerró la puerta de un tirón y bajó las escaleras enfadada.
—¡Qué pesada es esa niña! Y encima piensa en mí…