Su futuro esposo
Berlín, Alemania
Los ojos esmerada de Dante se mantuvieron fijos en el hombre arrodillado frente a él. Lágrimas sucias le corrían por el rostro, y la mordaza empapada en saliva apenas le permitía respirar. Se agachó sin prisa, y con su filoso cuchillo le arrancó el trapo de la boca dejando que el silencio pesara antes que sus palabras.
—¿Dónde está la mujer que llevaba este collar? —su voz era baja, mortal.
En su mano brillaba una cadena de oro con un rubí en forma de corazón. El collar que él mismo había colocado en el cuello de Gabriella la noche que le prometió que un día la convertiría en su esposa.
El hombre tragó saliva con dificultad, su cuerpo temblaba.
—No... no lo sé... —balbuceó, con el miedo empapando cada palabra.
Dante no parpadeó. El cañón de su pistola se apoyó, frío, en la frente del desconocido.
—Te lo voy a preguntar una sola vez más —advirtió, aplastando su frente con el arma.
Había pasado tres años buscándola en cada puta esquina del mundo. Y ahora sabía que estaba viva. Pero Alemania era demasiado grande y su paciencia, demasiado corta.
El hombre sollozó, con los labios partidos temblando.
—Hoy... hoy... por la tarde... se casa —logró decir al fin, con un hilo de voz.
Las palabras le helaron la sangre.
Dante apretó la mandíbula hasta que el dolor se le subió al cráneo. Metió la mano en el bolsillo interno de su chaqueta y sacó una fotografía. El rostro de Gabriella estaba capturado en ella, sonriendo, con el mismo brillo en los ojos que él recordaba. Le mostró la imagen con un gesto brusco.
—¿Es ella?
El hombre asintió rápido, aterrorizado, incapaz de sostenerle la mirada. Pero no había duda. Era ella.
No hubo tiempo para más preguntas, no hubo espacio para dudas. Solo había una verdad: ella estaba viva y no iba a casarse con nadie más.
El gatillo cedió, y el cuerpo del hombre cayó al suelo con un ruido hueco, Dante lo miró una ultima vez mientras a sus pies se formaba un charco de sangre.
—Muévanse —ordenó, al tiempo que guardaba el arma y se encaminaba hacia la salida del almacén.
Varias camionetas negras arrancaron al unísono, devorando las calles de Berlín. Él no dijo una palabra durante el trayecto. Pero el aire estaba cargado con el peso de lo inevitable.
Cuando la iglesia apareció frente a ellos, Dante observó el recinto, sus paredes blanca y tranquilas en contraste con el caos que se avecinaba.
—Cubran todas las salidas —ordenó.
Los hombres se dispersaron cubriendo cada puerta lateral, cada esquina. Entonces Dante empujó las grandes puertas de madera sin el menor cuidado, irrumpiendo en el silencio solemne de la ceremonia.
Todos los ojos se giraron hacia el hombre que había osado llegar a una boda a la cual no había sido invitado.
Pero él solo la miró a ella. Su cabello rubio cubierto bajo un largo velo mientras le daba la espalda.
Gabriella estaba vestida de blanco, caminando hacia un altar que no era el suyo. Sonriendo para un hombre que no era él. Con esos ojos… esos malditos ojos que alguna vez brillaron ante su mirada, y ahora estaban clavados en otro como si su mundo entero nunca hubiera existido.
La sangre le hirvió bajo la piel. Cada músculo de su cuerpo estaba tenso, como una fiera a punto de saltar. Todo alrededor comenzó a comprimirse. Ya no había invitados, no había música, no había flores. Solo ella.
Su pasado. Su presente. Su condenada razón de respirar.
La respiración se le volvió áspera, el corazón comenzó a galopear como un tambor dentro de su pecho. Y, por primera vez en mucho tiempo, el monstruo que había intentado contener rugió con fuerza, exigiendo lo que era suyo.
Un gruñido apenas audible se formó en su garganta. No era para ella. Era para el destino, para ese imbécil vestido de n***o que esperaba al final del altar con la ilusión de que alguna vez podría poseerla.
Dante avanzó unos pasos, con la mirada fija en ella, devorándola desde la distancia. Cada centímetro de ella le pertenecía. Siempre le había pertenecido.
Y entonces, Gabriella levantó la vista, sin comprender porque los rostros de todos parecían alarmados.
Su respiración se congeló cuando dio la vuelta, y en el instante en que sus ojos se encontraron con los de él, algo dentro de Dante comenzó a quebrarse.
—¿Quién eres? —preguntó con el ceño fruncido. Como si no reconociera al hombre que ahora tenía en frente, como si no fuera el hombre que había apostado todo por encontrarla. Como si fuera un maldito desconocido. Dante lo vio en su mirada, ella no mentía, su desconcierto era genuino, no sabía quien era él.
Fue entonces cuando todo su control se fue al carajo.
—Mátenlos a todos —rugió, con la ira que solo un Brown podía mostrar, porque si ella no era suya, no sería de nadie.
Las balas comenzaron a resonar al compás de la melodía en la iglesia, reventando el aire con un estruendo seco. El caos se desató en cuestión de segundos, gritos mezclados con el maldito olor a pólvora y a sangre.
Para sorpresa de Dante, los guardias del desgraciado que pretendía casarse con ella eran demasiados y no se quedaron quietos. Disparaban de vuelta, protegiendo a su jefe tratando de salvarle la vida.
Pero él no pensaba claro, lo único que quería era sacarla de ahí.
Su mano envolvió la cintura de Gabriella, y sin darle tiempo a reaccionar le presionó el frío filo de su cuchillo contra el cuello.
—Camina —gruñó cerca de su oído.
Gabriella estaba paralizada, con el corazón golpeándole el pecho y la respiración acelerada. No sabía qué carajos estaba pasando, solo que la iglesia era un infierno y que ese hombre, con ojos cargados de furia, se la estaba llevando a la fuerza.
Dante no aflojó el cuchillo hasta subirla al vehículo. Solo cuando el auto arrancó, rugiendo lejos del desastre, sus miradas se encontraron de nuevo.
—¿Quién demonios eres? —exigió, con rabia, con temor, con desconcierto. Y no era para menos, ese hombre la estaba secuestrando.
Dante sostuvo su mirada, fría y feroz. Había muchas preguntas que responder, pero ahora, lo único en su mente era que la tenía de vuelta.
—Dante Brown. Tu futuro esposo.