Prefacio
Qué puedo decir de mi vida sin provocar que la primera persona que comience a leer escape si mirar atrás.
No soy una chica normal. Con eso me refiero a que no soy como las mujeres que ven descritas en cualquier libro. Siempre dicen que son feas, pero sus descripciones son de modelos de alta costura. Tampoco como las que aparecen en las telenovelas, esas en las que aparecen los hermosos galanes que nos hacen babear tras sus músculos y que, a la mínima oportunidad, muestran en la pantalla haciéndonos desear ser la protagonista y decirles: «Carlos Alberto de todos los Santos, ¡mi amor! ¡Tómame aquí y ahora!». Acto seguido recuperas las bragas que, de forma accidental, se cayeron al piso a la vez que te sorprendes en una postura ridícula. Lo que viene a ser: unos labios fruncidos en posición besucona frente a tu peluche, porque para tu desgracia será el único que te amará por siempre.
Esa sí soy yo.
Qué les puedo decir de mí: soy rubia, ojos azules, un cabello de cine siempre brillante y sedoso, un cuerpo de infarto, unas piernas largas que hacen que los hombres babeen ante mí con solo dar dos pasos. ¡Pues no!
Dicen que todas las mujeres somos bellas, que todo depende del cristal con que se miren. En mi caso, deberían verme con un espejo trucado de esos de las ferias porque, aunque fuera con el cirujano plástico y dijera: «Por favor, derrita este cuerpo serrano con forma de jamón de noventa kilos y vuelva a reconstruirme como una diosa griega», eso no pasaría. Ya que el cirujano seguro es un profesional, pero para hacer eso debería necesitar un milagro, y no creo que ellos trabajen con Dios.
Mi desdicha viene desde el día de mi nacimiento. No sé si mi madre era muy cruel, o sacar cuatro kilos y medio de su cuerpo le hizo tener un rencor grande hacia mí. El mayor de mis castigos para lo que me restara de vida me lo regaló ella. Dolores Diana Parto García, mi odiado nombre. No sería tan malo si no fuera porque mi santa madre se empeñaba en llamarme Dolores. Según ella, le hacía recordar lo mucho que sufrió las quince horas que intentó sacarme de su cuerpo. Para aumentar mi castigo, mi segundo nombre había quedado reducido a una inicial. Ya se podéis imaginar las burlas de los niños de la escuela. Dolores D. Parto.
Habría llegado a pensar que era adoptada si no fuera por el recordatorio constante de mi progenitora; ella era feliz al mencionar de forma continua mi pequeña obesidad a la hora de nacer. Además, que la crueldad que demostró al ponerme ese nombre no se le desea ni al peor de tus enemigos.
Que puedo decir, esta soy yo, Dolores. Mi cabello es de color castaño, bastante largo y no porque sea hermoso y sedoso. Lo cierto es que tengo alergia a entrar en una estética. Las peluqueras me miran como si intentasen descifrar el secreto del triángulo de las Bermudas. Como si poner las manos sobre mi cabeza fuera un sacrilegio, como si por más que pasaran siete horas manipulando mi cabello fuera a salir igual de fea que entré. Me hacían sentir que mi presencia arruinaría su reputación.
Mis ojos son de color avellana, podría decir que eran algo bonito con lo que nací. Sin embargo, año tras año me di cuenta de que, para el resto del mundo, mi lindo iris era tan trasparente como el resto de mí misma. Así que los ocultaba detrás de unas enormes gafas que, además de ayudarme a esconderme tras ellas, servían con la alta cantidad de miopía.
Me sentía orgullosa de mi sonrisa, luchada y trabajada durante mis años de juventud. Años en los que tuve que sobrevivir en una selva de animales deseosos de atacarme. Ya podréis imaginar que mi tiempo de estudiante no fue el mejor.
Se puede estar pasadita de peso y tener un nombre digno de bullying… porque a Dolores de parto le siguió Dolores de estreñimiento, Dolores menstruales, Dolores de hígado. No importaba qué acompañamiento, yo solo era Dolores junto a cualquier palabra que quisieran agregar para reírse de mí. No obstante, si eso no era suficiente, tenía la maldición de que mis dientes no estuvieran alineados de forma correcta. Así que durante muchísimo tiempo me gané el apodo cariñoso de: «El tiburón Dolores». No podía quejarme de su falta de ingenio, al final, eran niños.
Al cumplir quince años, mi madre me llevó al dentista para que arreglaran lo que debía ser una boca humana, y que no pareciera salida del National Geographic. Aunque me encantaría decir que con la llegada de mi ortodoncia todo fue bonito y que pasé de ser un tiburón a una sirena, no fue así. Tener la boca llena de hierros solo ayudó a que los comentarios hacia mí fueran más grotescos.
Puedo recordar como si estuviese ocurriendo en este instante una de las tantas mañanas a la hora del almuerzo; disfrutaba de un delicioso Hot Dog, ¡qué! No me miren así. Ya tenía el trasero gordo, no se me iba a quitar porque comiera una ensalada de lechuga, las grasas saturadas ayudaban a que no cayera en depresión. Cuando escuché ese reclamo varonil y seductor: «¡Vamos! No la dejaba acercarse a mi...», ya sabéis, no me hagáis ser grosera: «La sacaría de esa boca en carne viva, ¡sin piel!».
Sí; lo cierto es que mis años adolescentes no fueron los mejores. Sin embargo, si dejo atrás esos recuerdos juveniles y paseo por el presente…, mi vida no cambió demasiado. Ya podéis imaginar que no hubo un gran amor para mí, ni invitaciones a fiestas, o bueno sí, pero siempre finalizaban conmigo entre lágrimas, porque solo fueron un engaño más. Me gustaría decir que todo acabó bien, que el patito feo terminó por ser un cisne, que encontró su príncipe azul y fueron felices, pero no ocurrió.
A mis veintiocho años nunca conocí mi príncipe azul, ni morado, ni rosa, ni siquiera conseguí el príncipe azul gay que me eligiera como su tapadera para no salir del armario. Eso me vino bien para dedicarme a estudiar y terminar la licenciatura como periodista con una buena calificación. Y, si bien es cierto, que quizá confundí mi vocación y estaba destinada a casarme con Dios, dedicar mi vida a ser monja y, aún puedo hacerlo, porque, aunque se escuche triste a mi edad, me había mantenido casta y pura. No obstante, todavía no me resigno a que el único hombre de mi vida sea el Altísimo.
Después de graduarme con honores, entré a trabajar en una empresa de cosméticos. ¡Qué ironía! Ya que no los uso con regularidad. Pese a eso, en mi larga búsqueda de empleo, y después de todas las contestaciones negativas, mi jefa Karen se apiadó de mí y me contrató como su secretaria. Porque eso que dicen de que la preparación es lo más importante y el nivel de estudios que tengas, si no va acompañado de un cuerpo y una cara linda…, estás perdida.
A pesar de que mis sueños de ser una reportera estrella se truncaron, estaba feliz en mi empleo. Sobre todo, por uno de mis compañeros de planta: Adán. Como quisiera ser su Eva y perderme con él en el paraíso con una hoja de plátano tamaño metro, lo justo para cubrir mis partes nobles.
Ese adonis de cabello oscuro, de misteriosos ojos verdes que te hacen babear solo con cruzar una mirada, con ese cuerpo perfecto que logra que mi imaginación virgen se convierta en una pervertida. Es el único que provoca que sueñe con él, con su pecho y sus brazos bien definidos, con ese trasero que da igual qué pantalón se ponga siempre luce bien, y ¡qué decir de su sonrisa! «Creo que acabo de babear el suelo».
Tres años enamorada de él. Sin dejar de verlo un solo día exceptuando en mis descansos. Mi triste vida es existir para cruzarme con Adán por los pasillos de la empresa, para mirarlo desde mi escritorio y observar cómo trabajaba en su oficina; una maravillosa estancia que está tan bien situada frente a mi puesto y que tiene una puerta acristalada.
Agradecí durante mucho tiempo y rogué por bendiciones para la persona que la colocó, porque así puedo verlo en toda su extensión cada mañana y perderme en mis sueños, aunque él no me vea ni en sus pesadillas.