PERDIDO

904 Palabras
Intento mantenerme concentrado. Explicarle a Valentina cómo funciona la empresa, los departamentos, los reportes, la estructura interna… pero me resulta imposible. Ella no está escuchando. O mejor dicho: no está escuchando eso. Está mirándome con esos ojos verdes enormes, brillantes, curiosos… y cada vez que lo hace, se me olvida dónde estoy, qué estoy diciendo, quién se supone que soy. Me detengo a mitad de una frase. No puedo seguir fingiendo profesionalismo si me mira así. —Principessa… juro que si me miras así no podré explicarte nada —le digo, medio riendo, medio suplicando. Baja la mirada, avergonzada. —Lo siento… no puedo evitarlo —susurra. Dios. Esta mujer va a arruinar mis planes de mantener la distancia. Giro mi silla hacia ella. Abro un poco mis piernas. Acerco las suyas a las mías con decisión, hasta que se tocan. Pongo mis manos sobre sus rodillas y siento cómo su respiración cambia. —Te entiendo perfectamente —murmuro, dejando que mi voz se vuelva más grave de lo normal—. Yo tampoco puedo evitar mirarte. Pero al menos aquí… debemos intentarlo. Al menos hasta que termine lo que tengo con Laura. Decir su nombre me cae mal en la boca. No quiero pensar en ella cuando tengo a Valentina tan cerca. Y mucho menos cuando sé lo que siento. Lo que quiero. Ella vuelve la mirada a la pantalla, como si pudiera retomar la explicación. No puede. Yo tampoco. —¿Qué decías? —pregunta, intentando ser profesional. Quisiera reír. Quisiera besarla. La tomo del rostro con mis dos manos, sin advertencia. Sus mejillas caben perfecto entre mis dedos. —Decía que eres bellísima… y que, si dependiera de mí, te besaría todo el día. Sus labios se entreabren. Y yo pierdo lo poco de autocontrol que me quedaba. La beso. Y el beso es… fuego. Urgencia. Hambre. Su boca responde a la mía con una mezcla de inocencia y deseo que me vuelve loco. La atraigo más. Su lengua toca la mía y siento un temblor bajo la piel, directo, punzante. —Quisiera no ser tan impulsivo contigo… —susurro contra su boca, sin dejar de besarla—. Pero es imposible. Mis manos bajan por su espalda. Su cuerpo es pequeño, suave… y al mismo tiempo, la intensidad con la que me responde me enciende más. La sostengo de la cintura y la levanto. Su falda sube. Sus piernas se abren automáticamente alrededor de mis caderas. La siento sobre mí. Y maldigo en silencio lo mucho que la deseo. Ella gime, muy bajo. Casi no lo escucho. Pero lo siento. Y eso me hace perder la cabeza. Mis labios bajan a su cuello. Ella inclina la cabeza hacia atrás, ofreciéndose sin saberlo. Mi mano sube por su muslo desnudo. Dios… voy a cometer un error enorme. El mejor error de mi vida. Pega su frente a la mía mientras sus dedos se enredan en mi cabello. Estoy a segundos de tocarla donde sé que va a temblar. A segundos de perder cualquier frontera con ella. —Pídeme que me detenga —le gruño sin poder contenerme. —No puedo… —susurra, temblando. Mi corazón se desarma. Mi deseo casi me traiciona. La quiero. La quiero tanto que asusta. Mis dedos avanzan un poco más por su muslo… Y entonces el teléfono suena. Ella se aparta apenas, indignada. —¿Vas a contestar? —pregunta entre molesta y… excitada. Cierro los ojos. Respiro hondo. Quisiera romper ese maldito teléfono. Veo que es Anna y respondo. —Dime. —Signor Mancini, todos los empleados están reunidos en la sala de desfiles. Miro el reloj. Perfecto. Odio la puntualidad profesional cuando interrumpe momentos como este. —Vamos en quince —respondo, cortando. Vuelvo a mirarla. Estamos desordenados. Respirando rápido. Con los labios hinchados por los besos. Y aun así… Sonríe. —Creo que no era el sitio adecuado —digo, tratando de recuperar la dignidad. —Eso parece —responde, mordiéndose el labio. Dios. Ese labio. Ese gesto. No soy un santo. Pero quiero ser el hombre correcto para ella. Y eso significa frenar. —Supongo que es mejor así. ¿No crees? —Supongo… —dice, aunque los dos sabemos que ninguno lo cree de verdad. La ayudo a bajar de mis piernas. Ella aún tiembla. Y me encanta verla así. —¿Te da vergüenza? —pregunto, divertido. —¿Cómo puedes estar tan tranquilo? Hasta donde sé… ustedes Calla. Me acerco, acomodándome la ropa. —Las cosas buenas se hacen esperar, principessa —susurro—. Y tú… eres algo muy bueno. Le doy un beso corto, suave, que apenas nos roza pero nos quema. —Voy al baño un momento —añado—. Tú deberías hacer lo mismo… tu maquillaje está un poco… bueno, tú sabes. Se toca la cara y vuelve a sonrojarse. Dios. No hay nada más hermoso. —Bajaremos juntos en unos minutos. Y haremos de cuenta que somos solo un socio… y la dueña de la empresa. ¿Sí? Asiente. Salgo de la oficina, pero antes de cerrar la puerta, la miro una última vez. Está apoyada en el escritorio, respirando como si hubiera corrido un kilómetro, con las mejillas ardiendo y el deseo escrito en cada parte de su cuerpo. Y pienso: Estoy perdido. Totalmente perdido por ella. Y lo peor —o lo mejor— es que no quiero encontrarme. .
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