Volví al living. Me senté en el sillón. Ella dejó la cartera sobre la mesa baja. Se acercó. Se quedó de pie frente a mí, mirándome con esos ojos suyos, verdes, luminosos incluso en la penumbra del comedor. —Hoy fue tu última clase del primer cuatrimestre —dijo, con una sonrisa—. Y aprobaste. No supe qué decir. Me reí, nervioso. —¿En serio? —Sí. Lo hiciste muy bien. Aprendiste rápido. Fuiste respetuoso. Fuiste insistente, pero supiste frenar. Y sobre todo —se inclinó apenas hacia mí—, sos obediente. Esa palabra me atravesó. Obediente. Dicha por ella tenía un peso extraño. Como si ser obediente no fuera sinónimo de sumiso, sino de poderoso. —Gracias —le dije, sin saber bien si mirarle los ojos o las tetas. Ella se irguió. Se llevó las manos al cuello. Yo seguía en el sillón, paralizad

