Todo comenzó con un beso. Tenía veinte años y me sentía en la cúspide de la libertad que la juventud suele regalar. Mi vida giraba en torno a clases universitarias, salidas con amigos y, de vez en cuando, esas reuniones donde las risas y el alcohol eran los protagonistas. Esa noche no parecía ser diferente. Había acompañado a mi hermano Sebastián a casa de unos amigos suyos, personas que también conocía pero con quienes no tenía la misma confianza que él. Era la clase de hermano mayor que todas mis amigas querían: alto, con cabello castaño, ojos azules como un cielo despejado y una sonrisa que podía hacer que cualquiera olvidara sus problemas. Para mí, siempre había sido Sebastián, el hermano que me molestaba cuando éramos niños y que ahora, como adultos, se había convertido en mi protec

